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Psicofármacos: ¿cincuenta años de estancamiento?

Mientras los tratamientos para el cáncer o las cardiopatías han avanzado, en psiquiatría se siguen utilizando, con algunas variaciones, los mismos mecanismos de acción descubiertos hace más de medio siglo

Psicofármacos

Los años 50 y 60 fueron la época dorada de la psiquiatría. En aquel tiempo se pasó de un solar farmacológico a dar con opciones fiables que ponían coto a las sombras de la mente y regulaban el dolor emocional. Por serendipia, se descubrieron antipsicóticos que bloqueaban la recepción de dopamina y antidepresivos que actuaban sobre la recaptación de serotonina. Un avance bestial partiendo casi de cero y cristalizado en fármacos que atenuaban las voces de la esquizofrenia o arrojaban una cuerda con que ayudar a salir del pozo a las personas con depresión. Al comercializarse el Valium (diazepam) en 1963, las benzodiacepinas —que potencian al neurotransmisor GABA— fueron borrando del mapa a los riesgosos barbitúricos en el tratamiento de la ansiedad. Habían transcurrido menos de 15 años y, tras mucho laboratorio y un par de golpes de azar, los psiquiatras ya contaban con un escueto pero sólido arsenal de remedios que ofrecer a sus pacientes.

Poco ha cambiado desde entonces, argumenta en un reciente artículo publicado en The Lancet el siempre controvertido David Nutt, catedrático del Imperial College del Londres y autor de obras como No todas las drogas son iguales. En su opinión, los últimos 50 años han sido, con escasas excepciones, un cúmulo de variaciones sobre lo mismo. La ciencia, sostiene, se ha limitado a aumentar la tolerabilidad y galvanizar la eficacia de aquellos tres mecanismos de acción que hoy ya peinan canas. Su repaso es implacable: medio siglo sin apenas hallazgos de renombre. “Hemos fracasado muchas veces y, aun así, seguimos cometiendo los mismos errores”, afirma Nutt por videconferencia. Para él, ese tropezar sobre la misma piedra contiene idéntico patrón: excesivo celo regulador y rigidez metodológica, dos trabas que asfixian el ingenio y provocan actitudes timoratas al investigar patologías mentales.

No todos ven un páramo de cinco décadas al echar la vista atrás. Eduard Vieta, jefe de psiquiatría en el Hospital Clinic de Barcelona, suscribe que los medicamentos surgidos desde finales de los 60 son, por norma, “primos hermanos” de los anteriores, pero pone en valor el gran refinamiento logrado en cuanto a efectos adversos. “El armamentario ha mejorado muchísimo. Antes veías casos terribles de distinesia [movimientos involuntarios], distonía [contracción muscular], catatonías e incluso muerte”, recuerda. Más aún, aunque advierte que no cabe esperar un boom como el de las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, Vieta considera que hoy estamos viviendo una edad de plata en psiquiatría. Y apoya su entusiasmo en dos mecanismos de acción aprobados en los últimos años. Se trata del muscarínico, que ha permitido el desarrollo de Cobenfy (un antipsicótico de nuevo cuño, por ahora con vía libre solo en EEUU), y el glutamatérgico, que explica por qué la esketamina (prescrita en España desde 2022) funciona tan bien en algunos pacientes aquejados de depresión resistente.

Con distintos grados de optimismo, los expertos coinciden en destacar escollos intrínsecos a la investigación psiquiátrica. “El cerebro es el órgano más complejo y estamos lejos de entenderlo”, apunta Leyre Urigüen, neurobióloga que investiga en la Universidad del País Vasco. A ello se suma —a falta de biomarcadores precisos, esenciales para el análisis de las enfermedades puramente físicas— el componente subjetivo en diagnósticos y evaluaciones. “Hacemos preguntas a personas que muchas veces no se entienden a sí mismas”, afirma Juan Carlos Leza, quien dirige un grupo de neuropsicofarmacología molecular en la Universidad Complutense. “Tenemos que medir pensamientos y emociones, y no hay forma totalmente objetiva de hacerlo”, añade Vieta.

La naturaleza inherentemente humana de los trastornos psiquiátricos también limita el recurso a la experimentación con animales. Leza expresa lo obvio: “No puedes preguntar a un ratón si está triste o si se ha planteado quitarse la vida”. Utigüen abunda en esta brecha —”es fácil replicar un cáncer en un roedor, pero no una depresión”—, si bien se muestra esperanzada con los frutos potenciales de la investigación con organoides, recreaciones en miniatura de órganos humanos creados a partir de células madre. Nutt no ve tan claro que este pueda ser un camino de provecho. “Los organoides pueden ser útiles para investigar, por ejemplo, los factores de crecimiento del cerebro, pero no creo que nos ayuden a desarrollar nuevas medicinas. Incluso si logramos que tengan las cualidades subjetivas de una depresión, sería poco ético seguir por ahí. Si un organoide del cerebro empezara a pensar como un humano, ya no sería un organoide”.

Antipsiquiatría y psicodélicos

Con óptica social, la llamada antipsiquiatría —acuñada como concepto a finales de los años 60— ha supuesto otro freno en el desarrollo de nuevos fármacos. “Existe una corriente de opinión que defiende que la enfermedad mental no existe, que todo se resolvería atajando los problemas sociales de fondo”, señala Leza. Según Nutt, estas ideas han permeado los círculos de poder y han marginado la necesidad de aliviar el sufrimiento de la psique. “En el Reino Unido se destinan fondos públicos para la lucha contra el cáncer, pero no para la esquizofrenia, y eso es una decisión política”, apunta.

Nutt propone dar un vuelco a la investigación sobre enfermedades mentales. Aboga por cejar en el empeño metodológico que sitúa en un pedestal a los ensayos controlados aleatorizados (RCTs por sus siglas en inglés). “Existe la ilusión de que son los únicos que proporcionan seguridad científica, pero la experiencia nos dice que, aparte de muy costosos, en psiquiatría suelen ser altamente inefectivos”. Nutt recuerda que, en 2007, Michael Rawlins (entonces jefe del organismo británico que regula los medicamentos) dijo que “los RCTs no eran la cumbre de los ensayos clínicos, sino una herramienta más”. Sus palabras, añade, cayeron en saco roto. “Quizá a la gente le asuste el cambio”, lamenta. El catedrático del Imperial College defiende una vuelta al espíritu de los 50 y 60, más centrado en los síntomas y abierto a la suerte, a lo inesperado, al descubrimiento por serendipia.

Tras décadas de cerrazón, Vieta muestra ilusión ante la mayor apertura en los últimos tiempos para testar y, en su caso, introducir sustancias psicodélicas en el arsenal a disposición de los psiquiatras. Él mismo está investigando con psilocibina (procedente de las setas alucinógenas) y dimetiltriptamina, que se encuentra en varias plantas como la ayahuasca. “Son agonistas serotonérgicos muy potentes, con un mecanismo de acción que, sospechamos, podría hacer un reseteo en el cerebro, corrigiendo quizá la depresión y la ansiedad”. Por ahora, Vieta certifica “resultados impresionantes en personas con trastorno bipolar y depresión severa”.

Nutt opta por el escepticismo. “Es probable que el exceso regulador destruya la esperanza en los psicodélicos”, declara. Su uso a gran escala, opina, implicaría poner patas arriba férreas estructuras. La toma de estas sustancias requiere de consultas con psiquiatras y/o psicólogos para aterrizar la experiencia. Nutt teme que, “al no ser solo un medicamento, sino medicamento más terapia, los reguladores aduzcan que ellos no pueden aprobar eso”. Además, con las compañías farmaceúticas fuera de juego, no se vislumbran millones de euros a la vista. “Supondría cambiar el modelo que rige desde hace 70 años: una empresa logra la patente de una molécula y hace negocio con ello”.

A pesar de su desconfianza, consciente de la fuerza del inmovilismo, Nutt explica que el cambio es posible. En Australia, los reguladores ya permiten que Mind Medicine, una organización sin ánimo de lucro, administre psilocibina y MDMA (éxtasis) en entornos controlados. “Allí han decidido que existe suficiente evidencia sobre su utilidad terapéutica y que ya es hora de trascender la innovación que solo busca beneficio económico”, remata. Con la debida cautela, Nutt permite que en su visión pesimista trasluzca un rayo multicolor que ayude a superar 50 años de estancamiento.

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