Cómo diferenciar el malestar provocado por las adversidades de un trastorno mental
Hay que evitar en lo posible el estigma del diagnóstico inadecuado de un trastorno mental y la prescripción de tratamientos con potenciales efectos secundarios adversos
La reciente pandemia de la covid-19 ha producido un fuerte impacto sobre el conjunto de la población y ha puesto en el punto de mira la asistencia a los problemas de salud mental. Las circunstancias generadoras de esta situación han sido múltiples: muerte inesperada de familiares próximos, imposibilidad de despedirse de los seres queridos fallecidos o reclusión y convivencia forzada en el hogar en el periodo de confinamiento, lo que ha interferido de forma considerable en el desarrollo de los hábitos de vida habituales. Todo ello ha generado en las personas más vulnerables un aumento del malestar emocional, la desmotivación y, en ocasiones, la desesperanza.
Sin embargo, los seres humanos tienen hábitos de conducta sobreaprendidos que no son fácilmente modificables. Tras una adaptación forzosa a unas circunstancias excepcionales, las personas tienden a retomar su estilo de vida habitual anterior a la pandemia en el ocio, las relaciones sociales, el deporte o el trabajo. Estar recluidos en casa durante unos pocos meses no va a cambiar las rutinas adquiridas a lo largo de muchos años. Otra cosa es que la realidad económica y social resultante de esta crisis obligue a una readaptación temporal a un escenario socioeconómico diferente y enseñe a las personas a vivir en la incertidumbre ante el futuro.
El malestar emocional generado por las adversidades de la vida cotidiana no constituye un problema de salud mental ni requiere necesariamente un tratamiento psicológico. Las personas suelen experimentar tristeza cuando pierden a alguien cercano, miedo cuando se enfrentan a algún peligro, rabia cuando se sienten ofendidas o indignación cuando se ven maltratadas. Estas emociones negativas no constituyen propiamente trastornos mentales, sino reacciones de la gente normal a las vicisitudes de la vida cotidiana. No se debe medicalizar la sociedad actual, muy en especial la infantil. Hay que evitar en lo posible el estigma del diagnóstico inadecuado de un trastorno mental y la prescripción de tratamientos con potenciales efectos secundarios adversos. ¿Dónde está el límite entre la tristeza y la depresión, entre la timidez y la ansiedad social, entre ser travieso y ser hiperactivo, o entre la pesadumbre por la muerte de un ser querido y el duelo patológico?
Las personas suelen experimentar tristeza cuando pierden a alguien cercano, miedo cuando se enfrentan a algún peligro, rabia cuando se sienten ofendidas o indignación cuando se ven maltratadas. Estas emociones negativas no constituyen propiamente trastornos mentales
Recurrir prematuramente a la terapia psicológica o a la medicación supone evitar los caminos tradicionales de la curación natural: dejar el efecto sanador del paso del tiempo, buscar el apoyo sociofamiliar, hacer los cambios vitales necesarios, descargarse de tensiones excesivas, practicar aficiones e intereses lúdicos o, simplemente, cambiar de ritmo. De hecho, superar los problemas por uno mismo normaliza la situación, enseña nuevas habilidades, eleva la autoestima y facilita la relación social.
Un aspecto particular de nuestra época es que las demandas terapéuticas de la población han cambiado considerablemente. Ahora se tiende a consultar, además de por los cuadros clínicos tradicionales (depresión, esquizofrenia, anorexia, adicciones, entre otros), por problemas de sufrimiento emocional o de insatisfacción personal. Entre ellos se encuentran el duelo por la pérdida de un ser querido, los conflictos de pareja, los problemas de estrés laboral o acoso escolar, el uso inadecuado de las redes sociales, la insatisfacción con la propia imagen, la adaptación a nuevas situaciones sobrevenidas (la soledad, por ejemplo) o la convivencia con enfermos crónicos.
Estas nuevas demandas terapéuticas están relacionadas con la exigencia de una mayor calidad de vida y con una mayor intolerancia al malestar emocional por parte de las personas (aspiración a una sociedad de “sufrimiento cero”), pero también con la medicalización de la vida cotidiana y con una mayor oferta de terapias diversas. Los cambios demográficos y sociales de las últimas décadas pueden dar cuenta de esta realidad: el envejecimiento de la población, la irrupción de las nuevas tecnologías y del consumo de alcohol y drogas a edades tempranas, el aumento de población inmigrante desarraigada o el debilitamiento de la red de apoyo familiar.
La infelicidad y el sufrimiento forman parte de la vida. Por ello, la delimitación entre las dificultades emocionales y los trastornos mentales no es siempre fácil de establecer porque las líneas de demarcación son, a veces, borrosas. El sufrimiento psicológico se debe entender como un continuo, desde el malestar emocional, las dificultades adaptativas y las reacciones de estrés hasta los trastornos mentales propiamente dichos, que requieren en estos casos de un diagnóstico y de un tratamiento adecuados. Lo que puede ayudar a situar el punto en este continuo es el tipo de problema psicológico planteado; la intensidad, duración y frecuencia de los síntomas; el grado de interferencia en la vida cotidiana (adaptación académica, laboral, familiar o social); la historia de dificultades previas; y el grado de vulnerabilidad personal y psicosocial.
Muchas de las consultas a los psicólogos clínicos hoy no se relacionan con trastornos mentales, sino con situaciones de infelicidad y malestar emocional. Se trata de personas que se sienten sobrepasadas en sus recursos psicológicos para hacer frente a las dificultades cotidianas y que, muy frecuentemente, carecen de una red de apoyo familiar y social sólida. Los objetivos de la intervención deben estar orientados en estos casos al apoyo emocional, a la implementación de habilidades sociales y de estrategias de afrontamiento, al control de impulsos y a la mejora de la autoestima. Los psicólogos clínicos tienen que adaptarse a esta nueva realidad, evitar la tendencia a establecer diagnósticos psiquiátricos y desarrollar unas técnicas de intervención en crisis que no son exactamente las mismas que han mostrado éxito en el tratamiento de los trastornos mentales propiamente dichos.
Por último, la sociedad, pero no necesariamente el sistema de salud, puede y debe dar una respuesta a la insatisfacción emocional de las personas que tienen dificultades, por ejemplo, para adaptarse a la conciliación familiar, a los exigentes requerimientos laborales actuales, a los nuevos modelos familiares o a los cuidados de las personas dependientes. Así, numerosas ONG realizan programas de acompañamiento de ancianos que viven solos. Hay grupos de autoayuda para pacientes con adicciones o para personas en duelo o con enfermedades crónicas en los que no intervienen profesionales de la salud mental. En las asociaciones contra el cáncer suele haber voluntarios que realizan una gran labor de acompañamiento con pacientes que se encuentran en situaciones complicadas. Es decir, la salud mental, más allá de una perspectiva meramente profesional, debe abordarse de una forma integrada con los recursos comunitarios y de toda la sociedad.
Enrique Echeburúa es catedrático emérito de Psicología Clínica de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU) y miembro de la Academia de Psicología de España.
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