Tras la ola de calor
Los datos son pésimos, y hay que considerar medidas más allá del recorte de emisiones
Con cada nuevo informe del panel de expertos que asesora a Naciones Unidas sobre el clima, con cada décima de grado que sube la temperatura media del planeta, con cada diluvio catastrófico, ola de calor insoportable o tornado tropical escapado de su zona de confort, con todo eso delante de la cara, hasta un gobernante debería percibir que sus promesas difusas sobre un futuro descarbonizado ―que ya se cumplirán cuando gobierne otro― no cuelan. La cuestión es tan grave que ni siquiera el adjetivo urgente le hace justicia. Aun cuando dejáramos por completo de emitir mañana lunes, el CO2 que ya hemos emitido a la atmósfera seguirá calentando el planeta durante siglos.
La sociedad en general, y en particular las generaciones más jóvenes, están muy decepcionadas con la galbana climática de sus gobiernos, lo que indica que los partidos están planeando un suicidio político a corto plazo. Vale que las corporaciones energéticas son muy poderosas, pero más lo son aún las multinacionales tecnológicas, y Europa ha tenido el coraje de enfrentarse a ellas en asuntos de privacidad, monopolio y política fiscal. Todo esto es cierto, y podemos seguirnos quejando amargamente hasta que el Sol se apague. Pero eso en sí mismo es inútil. Lo que necesitamos es enfrentarnos racionalmente a la situación, y esto implica adoptar soluciones imaginativas y factibles. Por mucho que escandalicen a las religiones modernas.
El Acuerdo de París de 2015 fue el primero en que los gobiernos acordaron limitar el calentamiento “bastante por debajo de 2º, preferiblemente 1,5º”, para finales de este siglo. Si tenemos en cuenta que ya hemos gastado 1º de ese margen desde la revolución industrial, el acuerdo implica en la práctica que no basta con recortar emisiones, aunque desde luego es lo esencial, sino que necesitamos nuevas tecnologías que frenen el calentamiento por otros medios.
Seis años después, el último informe del IPCC reconoce que el objetivo de los 1,5º es inalcanzable si nos conformamos con recortar emisiones. Aunque el documento no lo hace explícito, basta hacer un cálculo en el reverso de un sobre para ver que necesitamos “terraformar” la Tierra, utilizar una ingeniería tan avanzada que apenas existe aún para convertir nuestro propio planeta en un lugar más habitable y justo. La idea más madura es seguramente la del premio Nobel Paul Crutzen, que propuso en 2006 inyectar en la estratosfera trillones de micropartículas de sulfato, un compuesto de azufre.
La idea le vino inspirada por la erupción en 1991 del volcán Pinatubo, en Filipinas, que mandó a la estratosfera 20 millones de toneladas de azufre que devolvieron al espacio la luz solar, como si fueran espejos. La temperatura media del planeta se redujo nada menos que medio grado en 1992, el año siguiente a la erupción. En los últimos tiempos Harvard y otras universidades han iniciado algunos tímidos experimentos con globos estratosféricos y unas “microsombrillas” que no llevan azufre, sino el mismo bicarbonato que usaban los padres de los boomers tras una comilona.
Pero la geoingeniería se enfrenta a una cuestión ética. Si logramos reducir la temperatura global pese a seguir emitiendo, ¿por qué vamos a dejar de emitir? Un experimento sueco muy preliminar fue cancelado en marzo por las presiones ecologistas. Pero resolver ese dilema está al alcance de un legislador inteligente. Basta hacer las dos cosas.
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