Mi máquina sí que me entiende bien
Lo que le falta a la inteligencia artificial es incorporar lo emocional. ¿Es empático tu dispositivo?
El teléfono inteligente ha decidido que es hora de que dé un paseo. Pensé que se estaba burlando de mí con este mensaje: “Enhorabuena, has completado la tarea de ponerte de pie”. Imposible, me digo, las máquinas no manejan bien el sarcasmo. Todavía. La nueva frontera de la tecnología de consumo es la inteligencia artificial emocional. No ya que las máquinas nos analicen todo el rato, sepan nuestros gustos, cuenten nuestros pasos. Sino que además sean empáticas, nos entiendan, nos cuiden por nuestro bien y, no hace falta decirlo, por el bien del negocio. Esto implica que los dispositivos detecten nuestro estado de ánimo —en los gestos, el tono de voz, las pulsaciones— y actúen en consecuencia. No se vende la misma mercancía al que está de duelo que al que está de fiesta. Las máquinas listas tienen que acostumbrarse, como las parejas, a nuestros cambios de humor.
Affectiva es una empresa nacida del MIT Media Lab hace casi una década dedicada a hacer entender a las máquinas la complejidad de las emociones humanas. Apuesta decidida de varios fondos de capital riesgo, contratada por decenas de grandes multinacionales, su sistema de AI emocional sirve para detectar riesgos al volante de un coche (¿estás cansado?), para estudiar la reacción de los clientes ante un producto (¿de verdad te gusta?) o para adaptar las experiencias digitales a cada usuario (¿qué quieres de mí?).
Hay más: The Google Empathy Lab trata de afinar ese asistente de voz que ha sido regalo de Reyes para tantos. Lo explica así Cathy Pearl, una de sus responsables, a The Wall Street Journal: “Por la mañana tengo prisa y quiero respuestas rápidas de un asistente, pero por la noche, cuando estoy lavando los platos, es posible que desee una conversación más larga sobre, por ejemplo, qué música escuchar”.
El dispositivo empático se aleja de la frialdad mecánica de los robots de ciencia- ficción. El pionero de la inteligencia artificial Marvin Minsky ya lo tenía claro en 1985, cuando escribió La sociedad de la mente. “Nuestra cultura nos enseña, equivocadamente, que los pensamientos y las emociones se encuentran en mundos prácticamente autónomos. En realidad, siempre están entrelazados”. Por lo tanto, “la cuestión no es si las máquinas inteligentes podrán tener emociones, sino si podrán ser inteligentes sin tenerlas”.
Queda mucho por hacer. El asistente de voz repite a menudo: “No te he entendido bien”. El navegador del coche no aprendió todavía a distinguir Madrid de Madridejos (“La dirección es ambigua”). Mi teléfono inteligente no sabe que ponerme de pie no es un reto por el que me deba felicitar. La próxima frontera de la soledad será sentirse incomprendido también por los robots.
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