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El territorio de la intimidad en el mundo digital

La confusión por la transformación de nuestro mundo nos genera un inquietud que fluye al amparo de la conexión continua, la exposición en redes sociales y el rastro de nuestra actividad online

Getty Images

La serie Black Mirror, con su historia Crocodile, revuelve el sedimento de temor que en el fondo inconsciente guardamos los humanos de no poder ocultar nuestros actos. De no tener el refugio de la intimidad. De que estemos expuestos a una mirada superior y omnipresente, o a las miradas de los otros, o a que todas nuestras acciones dejen huella.

En estos tiempos de confusión por la transformación que está teniendo nuestro mundo, nos sentimos más sensibles a estos miedos. Fundamentan esta inquietud, la conexión continua, la exposición inconsciente en las redes sociales, el rastro nebuloso —pero interpretable y aprovechable por otros— que vamos dejando de nuestra actividad digital.

Fotograma de Black Mirror
Fotograma de Black Mirror

La ficción de Crocodile nos lleva a un escenario —con un paisaje islandés impresionante— donde la tecnología posibilita que se visualicen en una pantalla los recuerdos de las personas. Traducir el registro enmarañado de las neuronas a ristras de ceros y unos y que estas tomen forma con los píxeles de una pantalla. Así que el recuerdo de una persona con la que te cruzas, de otra que te mira distraídamente desde el edificio de enfrente al asomarse a la ventana… son improntas en la memoria de esas personas que no has llegado a conocer, pero que afloran en la pantalla.

La primera inquietud que excita la historia es la de no poder retener tu intimidad, ya que en la pantalla brotan imágenes de acciones —aunque sea tan solo una mirada subrepticia que ha cedido a la tentación— que no se quisiera dar a conocer a otra persona. En este caso, la persona es una investigadora de seguros de accidentes que indaga en la memoria de los posibles testigos de un atropello. Porque en esa sociedad de la historia se permite la penetración en la intimidad por este medio para los casos en que la información obtenida pueda ser beneficiosa para la colectividad, como en la investigación policial.

Los objetos conectados a la Red entregan datos de todo lo que les sucede y, por tanto, de nuestras acciones sobre ello

Pero quizá más inquietante resulta saber que cualquiera de nosotros va dejando huella —que se puede recuperar en una pantalla— en todas las personas que nos acompañan, que se cruzan en el camino, que tan solo nos miran sin nosotros advertirlo. Una desnudez ante los otros que se enraíza en nuestra naturaleza grupal: necesitamos la proximidad de otros para la supervivencia. Así que es imprescindible el cobijo del grupo, pero a la vez hay que esforzarse en individualizarse dentro de él. Hay que trazar, por tanto, el territorio de la intimidad, garantía de la identidad, para no diluirla en las miradas de los demás. Y, como tal territorio, decimos que algo o alguien invade nuestra intimidad, y con ello se pone en peligro lo que sobre ese lugar se levanta: nuestra identidad. Si esta «territorialidad» que necesita nuestra identidad, el sentirnos individuos, se ve amenazada, despierta en nosotros la reacción ancestral de miedo y defensa que cualquier invasión del lugar físico que habitamos provoca.

La historia de Black Mirror guarda otro escalofrío. Y es que un animal casero puede guardar en su cerebro la impronta que deja su visión y, digitalizada, mostrarse en la pantalla. Así que también un animal es testigo de nuestros actos, desvela con su presencia nuestra intimidad.

Esta sacudida emocional encuentra su resonancia en nuestras primeras experiencias de lo que ya se nombra como internet de las cosas. Es decir, que los objetos, conectados también como nosotros a la Red, entregan datos de todo lo que les sucede y, por tanto, de nuestras acciones sobre ellos. Se convierten en informantes del entorno que compartimos. Ya no es solo la mirada inteligente, ni los sentidos de otros seres vivos, sino también otra percepción no sensorial de lo inanimado, de los objetos poseídos por la Red.

La intimidad ha sido un terreno conquistado y dilatado a lo largo de nuestra evolución y de nuestra historia reciente. Ahora, el mundo digital lo está asediando y contrayendo, por lo que una nueva reacción expansiva nos espera en busca de otras fronteras distintas para albergar nuestra identidad.

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