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¿Realmente necesitamos a las empresas en la era digital?

La revolución de internet ha cambiado el entorno en el que se mueve la economía

Manuel G. Pascual

El auge de la economía digital ha reavivado el debate teórico en torno a la razón de ser de las empresas. ¿Tienen sentido en la era de internet? Ahora que es posible comunicarse y trabajar de forma remota con mucha agilidad, ¿por qué es mejor constituir una compañía con trabajadores en plantilla que contar con un ejército de microempresarios que realicen las mismas tareas? Desde el punto de vista social está claro; si nos ceñimos a la teoría económica, no tanto. Otra duda: si cada vez se subcontratan más servicios, incluidos algunos relacionados con el core business de la firma, ¿cuál es el tamaño óptimo de una organización en el siglo XXI? ¿Vamos hacia un ecosistema poblado por muchas pymes y micropymes y algunas grandes corporaciones?

Internet lo ha precipitado todo, pero el debate no es nuevo. Los economistas llevan casi un siglo discutiendo sobre cuál es la naturaleza de las empresas. Uno de los primeros en abordar el asunto fue el británico Ronald Coase (1910-2013), uno de los nombres propios de la escuela de Chicago. Distinguido en 1991 con el Premio Nobel de Economía, Coase expuso en su famoso artículo The Nature of the Firm (1937) su teoría de los costes de transacción, con la que argumenta que todos los intercambios que se producen en el mercado tienen costes. Todos, incluidos los relacionados con la externalización de procesos: subcontratar implica encontrar el proveedor correcto, pero también gestionar la relación con este y establecer flujos de trabajo, que a su vez deben controlarse. Cuando esos costes de transacción sean superiores a los beneficios que reporta, dice Coase, entonces convendrá realizar la tarea de forma interna; hasta entonces, merecerá la pena contratar esos servicios fuera del perímetro de la empresa.

Ese equilibrio varía también en función del tamaño de la empresa. A medida que esta crece, la burocracia puede aumentar los costes de transacción de mantener los procesos de forma interna. Coase dice que hay otra variable a tener en cuenta: la seguridad de la prestación del servicio. Si la tarea X es capital para el funcionamiento de la compañía, el gestor estará más tranquilo si quien debe realizarla está en nómina: los mecanismos de control son más sencillos y directos. Es más difícil que el responsable último se escaquee o no cumpla los plazos.

“Coase decía que los perímetros empresariales se construyen desde el principio de lo más barato, evaluando si es o no más económico recurrir a personal externo”, explica Ignacio Muro, experto en modelos productivos y miembro del colectivo Economistas Frente a la Crisis. “El mercado laboral se ha liberalizado desde que enunció su teoría, pero además, las tecnologías digitales han aportado muchísima transparencia en el conocimiento de los servicios externos, que a menudo se pueden prestar como si fueran internos aunque se realicen en Corea o la India. Eso es fundamental. Los perímetros de los que hablaba Coase se van estrechando”, argumenta.

Dicho en plata: las compañías cada vez necesitan menos tamaño orgánico. Tener colaboradores por todo el globo trabajando en un mismo proyecto (y que se coordinen entre sí) es relativamente sencillo. “Hemos pasado de un mundo multinacional a un mundo de individuos, en el que lo importante es contar con un informático en la India que aporte a tu cadena de valor con un golpe de ratón”, reflexiona Manuel Alejandro Hidalgo, profesor de Economía en la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla. “El problema es que a medida que las empresas se vayan sofisticando va a ser más complicado incorporar ese talento. La caída de los costes de transacción es un hecho. Pero al mismo tiempo están creciendo los asociados a la formación, a cultivar personal de alta cualificación”, opina. La existencia de grandes barreras de entrada en determinados mercados, como los costes de la información y formación, es lo que lleva a pensar a Hidalgo que las grandes corporaciones estén lejos de desaparecer a largo plazo. “Igual vamos hacia un mundo de dos estratos, con empresas muy grandes y otras pequeñas que trabajen para las primeras. Lo que parece improbable es que las primeras decaigan”, espeta.

El empresario, asesor y divulgador Geoffrey Moore opina que el grueso de la fuerza laboral se está desplazando en las sociedades occidentales de unas pocas grandes corporaciones a una red de empresas más pequeñas y ágiles. “Por mucho que crezca, el contratista especializado más próspero no alcanzará ni de lejos el tamaño de los gigantes de hoy en día, porque con ello no haría más que incrementar sus costes de transacción”, escribe en La naturaleza de la empresa (75 años después), su contribución al libro Reinventar la empresa en el mundo digital, editado por Open Mind BBVA.

Moore sitúa en los años noventa el momento que lo cambió todo. Fue entonces cuando la floreciente industria de la informática y la microelectrónica empezaron a estandarizar componentes, de forma que se pudieran subcontratar empresas especializadas para fabricar piezas. Eso era impensable en los setenta u ochenta, cuando firmas como IBM o Microsoft se encargaban de producir desde los microcircuitos hasta el software. Con la estandarización de interfaces entre las diversas capas de componentes de la torre, “los costes de transacción se reducían por varios motivos: menos decisiones de diseño, menos competencia entre proveedores, menos riesgos técnicos y acceso más rápido al mercado”, opina. Esos avances acabaron replicándose a todo el sector industrial y, a medida que maduraron las nuevas tecnologías, “permitió extender la externalización de tareas de bajo riesgo y escaso valor a procesos críticos para el cometido general de la compañía y de alto valor”, asegura Moore.

“La tendencia sigue siendo todavía establecer perímetros reducidos, pero la clave ya no está tanto en los costes como en garantizar la seguridad de los procesos. El debate ahora mismo es identificar qué elementos son los que generan el valor decisivo de las compañías. Y protegerlos”, dice Muro. Una empresa que se dedique a la generación de conocimiento, como Google, tendrá en nómina a muchos ingenieros trabajando en varios productos de forma simultánea, mientras que otros servicios los externalizará. Pero incluso en el caso del buscador no está claro que el grueso de su negocio, su core business, se vaya a cocinar siempre en sus oficinas. “Google es cada vez más capaz de comprar grandes ideas allí donde aparezcan. Si la seguridad aconseja realizar los procesos dentro de su perímetro, lo hará; si no, se centrará en algunos frentes y el resto lo irá subcontratando”.

El economista y periodista Ryan Avent llama capital social a ese valor al que se refiere Muro. “La revolución digital hace que resulte mucho más fácil y barato controlar a determinados tipos de trabajadores y evaluar su rendimiento. A resultas de ello, las fronteras de la empresa típica han cambiado. Empleos que en el pasado debían realizarse en el seno de la empresa se han externalizado”, escribe en su libro La riqueza de los humanos (Ariel, 2017). Siguiendo a Coase, Avent argumenta que la obsesión de las compañías debe ser salvaguardar ese capital social, el intangible que se nutre de la cultura empresarial y del saber hacer del equipo.

“A medida que disminuyen los costes de transacción, el valor de los servicios relacionados con los productos aumenta”, escribe Moore. Tal y como propone la economía colaborativa, ¿tiene sentido comprar un coche si se puede disponer de él cuando se quiera gracias a los modelos de consumo bajo demanda? Los productos, cada vez más, se convierten en servicios, argumenta el autor. Eso, a su vez, traslada más importancia a la famosa experiencia de uso, un elemento fundamental para distinguir entre los servicios que son o no satisfactorios para el cliente.

Por eso, porque las empresas están ahora enfocadas en los servicios (y por tanto en las experiencias), seducir al cliente es más importante que nunca. “La estructura de la empresa está evolucionando y sus fronteras se vuelven más porosas y menos definidas a medida que una cadena de valor digital facilita la participación no solo de terceros, sino de los propios consumidores, en el proceso general de creación de valor”, concluye Moore. La propiedad intelectual, y no la de los activos físicos, y los medios de distribución, que no de producción, ocupan ahora el centro ahora de las compañías.

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Sobre la firma

Manuel G. Pascual
Es redactor de la sección de Tecnología. Sigue la actualidad de las grandes tecnológicas y las repercusiones de la era digital en la privacidad de los ciudadanos. Antes de incorporarse a EL PAÍS trabajó en Cinco Días y Retina.

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