Sembrar orgánico en la tierra de los agroquímicos
Costa Rica es el país que más plaguicidas utiliza por hectárea, según la FAO. La producción orgánica es un sector minoritario que lucha por abrirse un espacio y llevar comida libre de químicos a las mesas de los costarricenses
“Tigre, para servirle”, dice al presentarse Rodolfo Zamora, de 65 años. Lleva ese apodo desde joven y lo hace con orgullo, como dejan ver las pinturas, dibujos, peluches y demás objetos inspirados en tigres que se encuentran alrededor de su finca en Oreamuno, una zona montañosa de la provincia de Cartago, en Costa Rica. Recorre el terreno junto a su mujer, Hannia Villalobos, también de 65 años, mientras ambos relatan con emoción la historia de su proyecto, el Rinconcito Orgánico Irazú: un cuidado espacio de 7.000 metros cuadrados en el que siembran entre 60 y 70 productos desde que, en 2006, Tigre decidió renunciar a su trabajo en un banco para ser agricultor.
Tigre y Hannia, a primera vista, son solo dos productores más en una zona predominantemente agrícola. Pero esta pareja representa a una minoría. Para mostrarlo, Tigre señala el terreno de sus vecinos: “Se ve verde, pero es un terreno sin nutrientes”. El suelo, además, está visiblemente afectado por la erosión de la tierra. El paso entre una finca y otra es la frontera entre dos mundos: la división entre la producción con agroquímicos ―el 98% del total nacional― y la producción orgánica.
La agricultura orgánica, que busca sacar máximo provecho de los recursos naturales en un sistema circular, representa el 1,9% del área total agrícola nacional, según el Programa Estado de la Nación, un informe elaborado por las universidades públicas anualmente. Todos los productores orgánicos deben estar certificados ante el Ministerio de Agricultura y Ganadería (MAG).
Costa Rica, aunque promociona y apuesta por prácticas ecológicas desde hace décadas, es el país que más plaguicidas usa por hectárea, según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). La organización analizó el uso de estos agroquímicos en 100 países entre el 2000 y 2020 y el estado centroamericano encabezó la lista con un promedio de uso de 23,4 kilogramos por cada diez mil metros cuadrados.
Existe amplia evidencia del peligro de estos productos representan para la salud, por lo que están fuertemente regulados en la Unión Europea. En Costa Rica no es así, y para encontrar las consecuencias no hay que ir muy lejos de donde viven Tigre y Hannia. En 2023, en dos poblaciones de la provincia de Cartago, alrededor de 10.000 personas se quedaron sin acceso a agua potable después de que un acueducto fuera contaminado con el plaguicida Clorotalonil, considerado como una sustancia cancerígena y prohibido en la Unión Europea (aunque se produce en Alemania). El pasado noviembre, después de años de presión de los ambientalistas hacia diferentes Gobiernos, el Ejecutivo prohibió el Clorotalonil.
En armonía con el suelo
Mientras muestra las fresas que crecen en su invernadero, Tigre explica que la diferencia entre su fruta y una con químicos se nota al instante: “El sabor es riquísimo, tierno, es otra cosa”. La finca de Tigre y Hannia es considerada un ejemplo. Han ganado premios nacionales e internacionales, reciben visitas de universidades prestigiosas de Europa y Estados Unidos y dan cursos a personas interesadas en comenzar a sembrar orgánico. “Les impacta ver este proyecto clavado entre lo convencional”, afirma Hannia.
Pero lo orgánico, ambos enfatizan, va más allá de solamente abstenerse de usar químicos. En el aula que tienen habilitada en la finca para los cursos, la pareja da una verdadera cátedra de lo que conlleva el proceso: no depender productos externos, que la tierra lleve una mínima labranza, sin usar maquinaria pesada, que produzca su propio abono, cosechar el agua de la lluvia, trabajar cultivos por familias o incluso cómo tocar las plantas para que crezcan mejor. “Todo converge de forma natural y armónica”, explica Tigre.
La diversificación de los productos que se siembran es fundamental para la salud del suelo. El monocultivo causa desgaste; la variedad lo hace rico. Rotar los cultivos por familias, como lo hacen Tigre y Hannia, provoca que las plagas se dejen de reproducir y se vayan. En una plantación convencional, donde se siembra lo mismo una y otra vez, las plagas proliferan y no queda más opción que usar químicos para matarlas. Lo orgánico imita a la naturaleza, donde todo crece mezclado.
Para la pareja, una de sus frustraciones es no lograr que la producción orgánica sea replicada en la zona. Quieren convencer a los otros agricultores de que lo convencional se ve más afectado por cambio climático y tiene precios más inestables. Aunque esto tampoco significa que lo orgánico esté exento. La sequía que este año afecta a Costa Rica, por ejemplo, ha dejado a Tigre y Hannia con reservas de agua mucho más bajas de lo que acostumbran en esta época del año.
Más allá de los beneficios económicos, lo orgánico destaca porque pone en evidencia lo dañinos que son los plaguicidas, tanto para los consumidores como para quienes siembran la tierra, explican. Uno de los jornaleros que trabaja para Tigre y Hannia, Cristian Rivera, de 48 años, lo sabe bien. Antes de venir al Rinconcito Orgánico, trabajaba en otra finca de la zona aplicando los químicos. Los efectos en su cuerpo se hicieron evidentes: “Ya ni siquiera podía correr”. Se sentía constantemente agotado y falto de aire. Ahora, lejos del trabajo con agroquímicos, ha recuperado la vitalidad, explica mientras aplica el abono natural en el invernadero.
Un mercado pequeño, exclusivo y limitado
― Disculpe, ¿sabe dónde está el puesto de Bryan?
―“¿El de Papaya? Está por allá”, dice una mujer señalando a un puesto por el que corren tres perros.
Uno de estos perros es Papaya. Su dueño, Bryan Didier, de 44 años, tiene una caseta en la Feria Verde, un espacio donde solo venden productores orgánicos certificados en el centro la capital, San José. El perro de Bryan se llama igual que una de sus frutas estrella. Mientras atiende a los clientes, bien temprano por la mañana, les ofrece un trozo de papaya fresca. “Es otra cosa, sabe diferente”, explica este productor, que tiene su finca en La Fortuna a unas tres horas en coche de San José. El terreno lo trabaja junto a su padre desde 2006 y actualmente siembran unos 70 productos.
La Fortuna es una zona dividida entre el turismo y el gran monocultivo. La finca de Bryan está rodeada de grandes empresas y de muchos plaguicidas. Para evitar que su tierra se contamine, implementó una “barrera viva” de amapola verde. Ha funcionado. Su finca, en contraste con las desérticas plantaciones de monocultivo, está llena de animales silvestres que llegaron a la zona por su cuenta. Los cuatro osos perezosos que cuelgan de sus árboles lo enorgullecen.
Junto a dos trabajadores, entrega los productos a los clientes. A una mujer mayor le explica cómo comer la cáscara del limón, a otra le enumera en inglés qué productos tiene disponibles y cuáles no.
El inglés se escucha bastante en la Feria Verde. Y no solo en el puesto de Bryan, que es mitad estadounidense, sino en todo el lugar. Este espacio es una representación de algunas demográficas muy específicas de la ciudad. Estadounidenses, europeos y costarricenses pudientes: la esfera privilegiada de la sociedad capitalina. Muchos de los productores que venden en la feria son conscientes de que le venden a un público que puede pagar los precios más altos de los productos orgánicos y que está informado sobre los daños que causa la agricultura convencional.
Para los productores orgánicos, sin embargo, vender al mismo precio del mercado convencional no es una opción. Para mantener su certificación, no solamente tienen que pagar todos los años una tarifa de unos 1.000 dólares, sino que deben maniobrar a través de un laberinto burocrático para realizar todos los trámites. El MAG, además, tiene derecho de hacer inspecciones sorpresa en cualquier momento y quitar el certificado si no se cumple con todos los requisitos del reglamento. “El Gobierno nos pisa. Hoy yo no haría todo este proceso de nuevo”, se queja Bryan.
Hay otros problemas, como lo que Moisés Gómez, de 29 años califica de “competencia desleal” en lo orgánico. Aquellos productores que dicen estar certificados y no lo están o que mezclan productos de una finca orgánica y una convencional.
Moisés conoce bien este mundo porque toda su familia se dedica a la agricultura orgánica en Dota, un cantón del sur de San José. Junto a sus padres y sus tres hermanos cultivan varias decenas de productos que él vende en la Feria Verde.
El suyo es el primer puesto que se ve al entrar a la feria. Desde antes de las seis de la mañana tiene mucho movimiento de clientes, sin un segundo para descansar. A diferencia de Bryan y de Hannia y Tigre, que están rodeados de agricultores convencionales, Moisés viene de un lugar considerado entre los de más producción orgánica en el país. Explica que muchos de sus vecinos siembran orgánico igual que él y su familia, por lo que la preocupación por la contaminación de sus productos es mucho menor.
Moisés coincide, sin embargo, en que hay una problemática generalizada de que al productor orgánico se le penaliza en lugar de impulsarlo. Una posición que también sostienen Bryan, Tigre y Hannia.
Dinamarca, el país que más agricultura orgánica produce ―un 90% de sus productos― se caracteriza porque el Gobierno subvenciona a los productores y los impulsa. En Costa Rica sucede lo opuesto y todavía está profundamente arraigada la siembra con agroquímicos. “Nos gustan las cosas listas y fáciles y nos acostumbramos. La gente tiene que entender que la medicina más barata es la comida. Que vale la pena el esfuerzo”, sentencia Bryan.
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