El avance tecnológico necesita dirección, no solo velocidad
En la primera revolución industrial se aprendió una lección crucial: la tecnología, por sí misma, no garantiza la mejora social a menos que se enfoque en el progreso de la mayoría
Quizás hayan escuchado esa fábula sobre el futuro de las fábricas, donde solo trabajan un perro y una persona. El humano, no para ejercer de humano, sino para dar de comer al perro, y el perro, no para ser perro, sino para asegurarse de que el humano no moleste a los robots. Y en ese futuro, que parece ciencia ficción pero que podría no serlo, surgen preguntas: ¿Qué harán los trabajadores que antes se dedicaban a fabricar productos? ¿Cómo pagarán su alquiler en un mercado donde su labor ya no tiene cabida? ¿Serán capaces de reconvertirse a alguna de esas profesiones “con” futuro? ¿En qué momento preciso se reinventarán profesionalmente? ¿Cómo afectará a su salud mental ser desplazados por máquinas? Hasta que no tengamos las respuestas deberíamos cuestionarnos la esencia del progreso tecnológico que estamos promoviendo.
Cada salto tecnológico reaviva el debate sobre la automatización laboral. Hay quien resta importancia a las discusiones sobre el impacto de la inteligencia artificial, comparándolas con las que surgieron con la introducción de los telares, las líneas de montaje o los ordenadores. Esta simplificación arrastra el debate hacia las emociones: los optimistas, que ven en la tecnología un sinónimo automático de progreso, y los pesimistas, preocupados por la pérdida de calidad en los empleos y el aumento del desempleo.
El temor a no ser capaces de mantener el ritmo de los cambios tecnológicos ha sido una constante en el discurso de los economistas desde los tiempos de la primera revolución industrial. Personajes como Keynes y Ricardo auguraron un desempleo masivo, pero la realidad les llevó la contraria. Con aquella automatización dio tiempo a crear nuevos empleos, especialmente durante la segunda revolución industrial. Se produjo un aumento de la productividad que dio paso a nuevas ocupaciones y a un incremento general de la actividad económica. Surgieron nuevos sectores e industrias auxiliares, ofreciendo trabajo a aquellos perfiles laborales que se veían desplazados, a menudo con una necesidad mínima de actualización en sus habilidades.
En la primera revolución industrial se aprendió una lección crucial: la tecnología, por sí misma, no garantiza el avance social a menos que se enfoque en el progreso de la mayoría. Hubo mucho sufrimiento hasta que la lucha obrera y los avances en los proto-estados de bienestar lograron que las ganancias se repartieran entre trabajadores y empresarios.
Avanzamos hasta principios de la década de 2010. Tras la crisis financiera, comienza una época de entusiasmo tecnológico, con avances importantes en inteligencia artificial. Google crea una red neuronal capaz de reconocer vídeos de gatos sin saber lo que es un gato. Académicos de Oxford estiman que el 47% de los puestos de trabajo está en peligro por los avances en el aprendizaje automático, y afirman que las tareas que requieran creatividad, inteligencia social y trabajo manual no repetitivo se salvarán. Periodistas, abogados y arquitectos serían intocables. En política, el tema se trata con cierta indiferencia, repitiéndose los mantras de que, como en revoluciones anteriores, la tecnología trae consigo creación de empleo y progreso.
Sin embargo, desde los años ochenta, el trabajo ha ido perdiendo su peso en la renta nacional de las economías avanzadas. Esta disminución se ha atribuido a diversos factores, incluyendo la tecnología, la globalización y el cambio hacia un capital más intangible. La tecnología en particular ha reemplazado muchas funciones de los trabajadores de habilidades intermedias, lo que ha resultado en una división más marcada entre trabajos de alta y baja cualificación. Los efectos del estancamiento han sido demoledores sobre la clase trabajadora, algo que los economistas Angus Deaton ―premio nobel de economía en 2015― y Anne Case han llamado “muertes por desesperación”. La conclusión es inequívoca: sin un rumbo que beneficie al conjunto, la tecnología garantiza desigualdad.
Cuando hace un par de años publiqué mi primer libro bajo el título ¿Te va a sustituir un algoritmo?, avisaba que la oficina iba a ser la siguiente parada de la automatización y, por tanto, afectaría a los países como el nuestro. Proponía una caja de herramientas para los gobernantes que quisieran abordar el cambio social que estábamos a punto de experimentar, un cambio que trascendería las tareas que realizamos, e impactaría nuestra identidad alterando el propio sistema.
Aún no existía ChatGPT y se afirmaba en todos los foros que el trabajo del futuro era escribir código o ser diseñador gráfico. Con la explosión de la inteligencia artificial capaz de generar código, imágenes y texto hemos confirmado que no hay empleos seguros. Hay 200 millones de personas usando una aplicación, ChatGPT, cuya web tiene, cada mes, 1.700 millones de visitas. La adopción de esta tecnología es imparable porque es polivalente, fácil de utilizar y no requiere grandes inversiones. Goldman Sachs calcula 300 millones de empleos en riesgo por esta tecnología en Europa y EE. UU. El Fondo Monetario Internacional avisa de que el 60% de los trabajos en economías avanzadas se verá afectado. El 80% del trabajo de las mujeres está expuesto. Pueden estar todos equivocados, pero parece improbable.
El Foro Económico Mundial predice una pérdida neta de empleos del 2%, el equivalente a 14 millones de puestos, y la Organización Internacional de Trabajo añade que lo complicado es entender cómo van a evolucionar las profesiones gracias este salto tecnológico. Hay 281 millones de personas en una zona gris, desconocida, cuyo futuro dependerá de cómo se haga el cambio; si la inteligencia artificial se usa para aumentar sus capacidades o para sustituirles responderá a decisiones políticas y empresariales.
Muchas empresas lo tienen claro, IBM ha calculado que podría reemplazar al 30% de sus empleados con tecnología. ¿Quién dará voz a los trabajadores? Debemos pedirle a la política que no se mantenga equidistante ante una disrupción de este calado, y que haga que este salto productivo se reparta. Que no la reduzca a la recualificación porque se trata de algo mucho más complejo; que afecta a nuestra vida, nuestro sistema y a nuestra sociedad.
Esta vez sí se notarán los efectos directos del cambio tecnológico en el empleo porque hay mayor adopción y ya se registran aumentos de productividad. Para traducirlo en progreso, hace falta repartir las ganancias con quienes las producen. Estamos ante un momento decisivo en la reconfiguración económica a través del mercado laboral. Pretender que, en una sociedad sin tiempo, la exhausta clase trabajadora se busque la vida para reinventarse y sacarle partido, es una aspiración propia de quien sabe que cuenta con ese lujo.
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