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Un bar-tienda contra la despoblación y la soledad

La Diputación de Granada pone en marcha un plan para pueblos en los que no hay comercios ni cafeterías

Javier Arroyo
José Manuel Aguilar, vende pescado fresco en su furgoneta en el pueblo granadino de Lecrín.
José Manuel Aguilar, vende pescado fresco en su furgoneta en el pueblo granadino de Lecrín.fermín rodríguez
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En el pueblo granadino de Síllar Baja no hay partida de cartas ni de dominó en el bar desde hace tres años. Tampoco en el de Limones. Y no es que los lugareños hayan perdido el gusto por echar la partida. Es que en ninguno de estos dos pueblos hay bar. En ambos casos, el último cerró hace tres años y nadie tomó el relevo. En realidad, era cuestión de tiempo. Servir unos pocos cafés y cervezas al día no da de comer al propietario. En pueblos como Limones o Síllar Baja, con unas pocas docenas de habitantes, un bar no es rentable pero cumple una función social necesaria. Es la excusa para reunirse, charlar y socializar. Para sacar de casa a las personas mayores. Cuando el último bar de un pueblo echa la persiana para siempre, la vida cambia radicalmente.

Francisco Ruiz supera los 80 años y vive en Caparacena, otro pueblo sin bar: “Hace siete u ocho meses que cerró. Me paso días sin hablar con nadie”, cuenta mientras pasea. Solo, por supuesto. La provincia granadina tiene, como tantas otras, un serio problema de despoblación. Los pueblos se quedan vacíos o están habitados por personas mayores. Y así, los servicios básicos cierran o huyen.

En Síllar Baja, una pedanía de Diezma, cerca de Guadix, viven 67 personas, según Emilia Troncoso, su alcaldesa. El bar cerró hace tres años. Pero “hace ocho o diez” ya había cerrado la última tienda. La oferta comercial se limita a una furgoneta que pasa a diario vendiendo pan, otra que vende pescado los miércoles y una droguería ambulante que pasa por allí cada sábado. La carne, la fruta y las hortalizas hay que buscarlas en Darro, a siete kilómetros, o en Diezma, a diez. Pero “excepto una familia que tiene dos hijos jóvenes, todos, todos, son gente mayor o muy mayor”. En Síllar, tampoco hay farmacia.

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En otro pueblos, como Lecrín, hay dos supermercados y carnicería, no hay manera de comprar pescado fresco. Afortunadamente, para eso está José Manuel Aguilar Lirola, que cada día llega con su furgoneta y su mercancía recién traída del puerto de Motril, a media hora de allí.

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Al menos una veintena de pueblos o pedanías de Granada no cuentan con tienda ni bar. Algo más de una docena tiene una de ellas y no la otra. Esas son las cifras de un censo que está realizando la Diputación para darle una solución al problema. Su presidente, José Entrena, viaja de pueblo en pueblo y en más de una ocasión, cuando al terminar la visita oficial propone tomar un café o una cerveza, la respuesta es: “Pepe, aquí no tenemos bar”. Esto le puso en alerta y puso en marcha ese censo. Hace unos días anunció un plan que, si tiene éxito, permitirá que muchos de estos pueblos dispongan de un espacio multiusos que sirva de bar y de tienda para los productos básicos. Si los Ayuntamientos ceden espacio y sufragan el equipamiento, la Diputación se hará cargo de los proyectos de reforma. Un negocio para entrar a despachar porque, a partir de ahí, una concesión municipal y una ayuda de la Diputación a emprendedores debería facilitar que alguien quiera atender esa tienda-cafetería que dé vida y servicio al pueblo.

Limones está a 45 minutos de Granada. Rodeada de olivos, es una de las siete pedanías de Moclín. Lucía Lucena es su alcaldesa pedánea y, además, la última tendera. Lucena cerró hace ocho años su negocio de alimentación y droguería. Años después, cerró también un bar que aguantaba como podía en el hogar del jubilado. La compra ahora está marcada por el calendario: pan diario, un frutero-pescadero que llega los martes y sábados y la visita esporádica del butano, de una furgoneta-droguería y poco más. Un quesero que lleva también embutidos llega cada 15 días. La carne hay que encargársela a alguien.

El problema de las medicinas está resuelto desde hace un año. Tienen, a ratos, un farmacéutico —“muy necesario porque aquí todos estamos entre los 60 y los 80 años”, cuenta su alcaldesa— y lo que ellos llaman un “botiquín”. Es un espacio cedido por el Ayuntamiento al boticario de un pueblo cercano que, coincidiendo con las horas de visitas del médico, pasa por allí un par de horas cada lunes, miércoles y viernes y provee a los limoneros de medicinas

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