La utilidad de la violencia
La apuesta de la oculta dirección independentista trata de rebajar aún más el límite de la tolerancia social de los catalanes con los actos violentos
No hay secesión sin ruptura. Y difícilmente hay ruptura de un Estado legalmente constituido, y menos si se trata de un Estado de derecho moderno y democrático, sin el uso de la violencia. Eso lo saben los independentistas auténticos, que son aquellos que han situado siempre por encima de todo la secesión de un Estado que detestan sin que les importen los costes para la creación de uno nuevo.
A un nacionalista auténticamente independentista no le importa ni siquiera el tipo de régimen o de ideología que pueda servir de vehículo para hacer realidad su idea: si conviene fascista o comunista, como si es más útil liberal, democristiano o socialdemócrata. Los regímenes son accidentales, mientras que la nación es la cuestión sustancial a la que hay que sacrificarlo todo. Como son accidentales los medios: para los fundamentalistas auténticos, de cualquier religión, incluidas las de las naciones soberanas, solo importan los fines, y a ellos hay que sacrificarles incluso las vidas humanas, a ser posibles ajenas, pero sin excluir las propias. Nuestras sociedades aburguesadas y acomodaticias tienen encomiables dificultades con el radicalismo, especialmente el de los hechos. Se entiende perfectamente el engaño del nacimiento de la nación independiente sin pecado original, ideado para no asustar a los niños. En la última década, sin embargo, el umbral de tolerancia ante la violencia se ha ido relajando, especialmente gracias a las redes sociales, pero sigue costando mucho pasar de las palabras a la acción. Especialmente en países de pasado guerracivilista, donde la memoria de los crímenes de unos y otros, y del sufrimiento de todos, todavía se conserva viva en generaciones más adultas.
Para postre está la rentable contrapartida de los réditos propagandísticos y dialécticos tan tentadores que ofrece el pacifismo, que hace inevitable incluso la oportunista conversión de los más feroces excombatientes del terrorismo independentista en dulces corderitos predicadores de la no violencia. Los discípulos de Lenin, Mao y el Che exhiben ahora retratos de Gandhi, Mandela y Luther King, aunque los más viejos del lugar sepan leer perfectamente la sonrisa de hiena con la que acompañan sus actos propagandísticos.
La apuesta de la oculta dirección independentista, que la hay y está dando muestras de poseer una sólida inteligencia estratégica, trata en la actual etapa de rebajar aún más el límite de la tolerancia social de los catalanes con la violencia. Una maniobra parecida se ha producido antes con los perversos efectos económicos del procés: sabemos que los hay y que son de envergadura, también sabemos que son de evaluación discutible (es una parte esencial de los combates propagandísticos) pero lo más importante, sabemos que la sociedad catalana ya se ha habituado a contar con la factura económica de la desestabilización.
Si queréis la independencia, tendréis que pagarla, vienen a decirles esos dirigentes, en algunos casos tan ocultos como ocultas están las fortunas de los políticos corruptos y los evasores fiscales que participan en ella. No es posible olvidar la estela de fortunas y de dirigentes de historial político pujolista comprometidos en el procés, puede que algunos en la dirección oculta del movimiento. El reciente libro de Thomas Piketty, Capital e ideología, revela una comprensión exterior del problema probablemente más precisa que la que se pueda obtener desde el interior del conflicto. Según Piketty, se trata de una secesión de las clases más ricas de la región más rica, en perfecta sintonía con el secesionismo burgués, propietarista según su vocabulario, adicta a los paraísos fiscales y hostil a la solidaridad. Tal como se supo durante octubre de 2017, esta burguesía propietarista puso sus ahorros a buen recaudo, de forma que puede seguir aceptando unos sacrificios económicos que no le afectarán personalmente en sus patrimonios.
La Barcelona incendiada de estos días es un nuevo episodio en el entrenamiento al que nos está sometiendo el independentismo. Si queréis la independencia, tendréis que contar con la violencia. Como con los efectos económicos del procés, la dirección independentista se aferra a su negación más rotunda de la violencia y salvaguarda sus intereses económicos, pero simultáneamente saca todo el provecho posible de los disturbios. Por la tarde y en las anchas avenidas desfilarán los pacifistas, y por la noche atacarán las comisarías los jóvenes violentos. La conexión verbal es nula; incluso es negacionista. La argumental es mucho más intensa: los desengañados de las tardes reivindicativas de la libertad de los presos y del referéndum terminarán engrosando los ejércitos de la rabia en las noches de fuego y barricadas. La tercera y más importante conexión, la organizativa, habrá que localizarla y demostrarla, labor en la que deberían esmerarse más y mejor las fuerzas de seguridad, aunque ahí está para ocultarla la nueva clandestinidad de las redes sociales, que puede convertir a un multimillonario con residencia en Suiza en jefe de una partida revolucionaria.
El reproche que se le hacía al procés hasta ahora era de calado histórico: Cataluña no ha tenido nunca —y sigue sin tener— suficiente capacidad coercitiva para conseguir algo tan difícil como la secesión de España. Se lo hacían con arrogancia desde Madrid y con realismo desde Barcelona. Ahora ya merece alguna matización. El Leviatán catalán, todavía por nacer, ha sacado su zarpa sangrienta del claustro materno para devolver el sucio zarpazo que recibió el 1 de octubre de 2017 del Leviatán realmente existente. Quizás no es suficiente todavía, pero ya apunta modos y busca y obtiene respuestas que alimentan la espiral. Hay que abrir bien los ojos para leer el mensaje siniestro de guerra incivil que han mandado unas elites dirigentes de un lado y del otro con sendas decisiones irresponsables. Todos quieren diálogo, pero antes aparece la pistola encima de la mesa. Quien no se aparte se arriesga a recibir un balazo, y quien se aparte, desgraciadamente, también.
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