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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La Constitución de todos en cuestión

Ninguna minoría tiene el derecho a quebrar la unidad política y constitucional de España

SCIAMMARELLA

Se elaboró con el deliberado propósito de quebrar un proceso histórico de textos constitucionales de partido. Se buscó redactar una Constitución de todos y para todos. Sus preceptos nacieron así de un consenso con frecuencia unánime y, en el peor de los casos, abrumadoramente mayoritario. Fue un pacto integrador, sin exclusiones, único en nuestra historia, que nos ha proporcionado 40 años de estabilidad política e institucional, de Estado social y democrático de derecho y de progreso socioeconómico. Balance sin parangón que por ello exige prudencia a la hora de plantear su reforma, porque implica abrir un proceso constituyente, algo que solo ha sido pacífico en la elaboración de la vigente Constitución.

El debate, sin embargo, es siempre positivo. Nadie puede ignorar lo que ocurre en Cataluña que, además, puede contagiarse. Pero, a mi juicio, es preciso huir de las grandes palabras (federalismo, federalismo asimétrico, confederalismo, profundización autonómica) porque ocultan más que definen y concretar los preceptos que necesitan reforma y el sentido de su reforma. Para afrontar y paliar las pretensiones independentistas se da por supuesto –casi de manera dogmática– que hay que reinterpretar la Constitución y transferir más competencias a la Generalitat de Cataluña. En términos de ciencia política, se propugna así transferir más poder del Estado central a las instituciones autonómicas. Es la salida fácil. Como se pide todo –y todo no es posible porque haría falta otra Constitución– procede transferir todo lo que se pueda, bordeando la constitucionalidad si es preciso y además sin necesidad de exigir, con carácter vinculante y como contraprestación mínima, lealtad constitucional.

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En debate con esta posición hay otra que aspira a garantizar no tanto la fortaleza del Estado central –que también– como su capacidad de actuación y funcionalidad en defensa de los intereses generales definidos por el Parlamento. Por ejemplo, el monopolio del Estado en política exterior que el Tribunal Constitucional ha socavado al reconocer la posibilidad de una “acción exterior” de las comunidades autónomas en la proyección de sus competencias; la garantía efectiva de la unidad de mercado; la exclusividad competencial de las Cortes Generales en la incorporación de las directivas comunitarias al ordenamiento jurídico español; la incondicionalidad del derecho de asistencia sanitaria en todo el territorio del Estado; la eliminación de la posibilidad legal de que las comunidades autónomas puedan regular la enseñanza y uso de la lengua oficial del Estado; la regulación eficaz de un proceso educativo común en lo básico bajo una vigilancia académica estatal efectiva; la introducción en las conferencias sectoriales de mecanismos de cooperación institucional vinculantes para todas las comunidades autónomas. La lista podría ser más larga y, sin embargo, compatible con un notable grado de descentralización política y administrativa.

El esfuerzo que ha hecho la sociedad española para integrar a los nacionalismos llamados culturales o periféricos en la unidad política y constitucional de España no tiene parangón ni en nuestra historia ni en ningún otro país. El fruto es el Estado de las autonomías, que algunos declaran insuficiente. Hoy, dado el grado de descentralización política alcanzado, no se puede obviar desde un punto de vista cuantitativo –fundamental porque los votos se cuentan– la dimensión de los nacionalismos –pequeña– en un país que tiene 47 millones de habitantes.

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Sus singularidades históricas y culturales merecen respeto, reconocimiento y garantías proporcionales. Pero no un poder que pueda poner en jaque al Estado y a la sociedad. Plantear la deslealtad constitucional en el ámbito de la política o de “lo político” exclusivamente, es decir, en el campo del poder, al margen de la eficacia normativa directa del texto constitucional, es colocarse en el campo de juego que trazan quienes aspiran a liquidar la Constitución. Ninguna minoría tiene el derecho, desde los derechos que la Constitución reconoce, a quebrar la unidad política y constitucional de España.

Creo que es bueno incidir en estas cuestiones cuando celebramos con preocupación el 40º aniversario de la Constitución… con el propósito de que dure al menos otros cuarenta.

Rafael Arias-Salgado fue diputado constituyente. Secretario general de Unión de Centro Democrático (UCD) 1978-1980.

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