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Por qué somos adictos a los sucesos

Los crímenes enganchan y conmueven como ninguna otra historia. Generan empatía y producen una descarga emocional colectiva

Manifestación contra la sentencia del ‘caso Marta del Castillo’, en 2012.
Manifestación contra la sentencia del ‘caso Marta del Castillo’, en 2012.manuel olmedo (EP)
Amelia Castilla

El fenómeno no es nuevo. Los trovadores cantaban en los romances de ciego las muertes más truculentas de pueblo en pueblo mucho antes de que los sucesos ocuparan masivamente las portadas de los periódicos o abrieran los informativos de televisiones y radios. El crimen y la violencia forman parte de nuestro ADN. La muerte de un niño o la violación y asesinato de una adolescente secuestrada en plena noche multiplican casi un 40% las audiencias. Internet ahora nos permite seguir en tiempo real la investigación y las consecuencias de un crimen, tocar prácticamente a esa madre que llora desgarrada por la pérdida de un ser querido.

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Las víctimas nos importan por su muerte y por lo que cuentan sobre el estado de la sociedad. Pero ¿qué mecanismos biológicos hay detrás de esa pulsión informativa que puede llegar a convertir un asunto penal en una cuestión de Estado? Psiquiatras y criminalistas coinciden en que la violencia nos genera emociones que nos mueven del espanto a la atracción por los sentimientos peligrosos. En paralelo a los sucesos, vivimos el auge de la novela negra, y el thriller también es una tendencia al alza en el cine y en las series, como lo son nuevos títulos literarios que recrean con herramientas de la ficción crímenes macabros en la senda de Truman Capote con A sangre fría o Emmanuel Carrère y El adversario.

España, uno de los países de Europa con las tasas de delincuencia más bajas, sigue compulsivamente los sucesos. A medida que una sociedad consigue mayor grado de desarrollo y bienestar, mayor es el estado de alerta que se genera ante los crímenes de nuestros vecinos porque ya no son hechos tan corrientes. "Seguramente vivimos en el siglo de la historia en que más se respetan los valores sociales. Por eso nos perturba tanto el mal", cuenta la psiquiatra Lola Morón. "Como seres sociales necesitamos controlar la parte más feroz de nuestra personalidad, esa agresividad que forma parte del ser humano. Por eso nos chocan tanto los individuos que no han logrado ese control". Las noticias sobre la desaparición de un niño o la de una nueva víctima de maltrato activan nuestra mente y nos ponen en alerta provocando lo que se conoce como la "visión túnel". Por un lado pesa el miedo, generándonos desasosiego: queremos saber quién es "el monstruo", esa figura que de algún modo se sale del entorno en el que convivimos con nuestros semejantes. Y, sobre todo, queremos mostrar nuestra solidaridad con las víctimas. A través de ellas percibimos un peligro que podría haberle tocado a cualquiera aunque esta vez hayamos escapado. "Manifestantes y rastreadores crean vínculos personales con los afectados. Comulgar con su angustia es una manera de acercarse a ellos", asegura Ivan Jablonka, profesor de Historia de la Universidad de París XIII y autor del libro Läetitia o el fin de los hombres (Anagrama), una desgarradora crónica del asesinato y descuartizamiento de una joven de 18 años que tuvo lugar en Nantes en 2011 y que conmocionó a Francia.

"La empatía con quien sufre genera también una descarga emocional que activa nuestra amígdala cerebral, una situación que nos atrae y nos pone en alerta al mismo tiempo", añade Morón. Y esa atención puede llegar a absorbernos hasta el punto de dejar de lado otras preocupaciones. La psicóloga lo explica con un ejemplo: quién no ha sufrido uno de esos atascos que se evaporan cuando nuestro vehículo pasa por delante del lugar de un accidente de tráfico. Indefectiblemente, reducimos la velocidad unos segundos para echar una mirada rápida en la cuneta al cuerpo caído, la policía y las luces parpadeantes de la ambulancia. No hay un motivo que justifique, más allá de la morbosa curiosidad, esa retención que acaba conformando un problema de tráfico y que genera pérdidas de gasolina y de tiempo para todos los actores.

La escena suele repetirse con ligeras variaciones en lo que podríamos denominar como los grandes casos, los que trascienden. Siempre están protagonizados por una extraña pareja representada por el asesino y su víctima, existe un misterio en torno a cómo sucedieron los hechos, una familia desconsolada, se produce la politización del caso y surgen los linchadores, que ahora imparten justicia en las redes sociales.

El psicobiólogo de la Universidad Complutense Manuel Martín Loeches considera que cada crimen o hecho violento tiene un relato, una historia que funciona: puede ser la del ángel entregado al monstruo o la una madrastra más malvada que el personaje de los cuentos infantiles. El arte para contarlo aprovechando la atmósfera creada ayuda a darle mayor difusión. "Cuanto más atípico y misterioso sea el caso, mayor impacto, porque la novedad siempre resulta más atractiva que la frecuencia. Tan sencillo como cuando uno se pone los zapatos, notas la presión al calzarlos, pero luego te olvidas", cuenta. Factores como el tipo de víctima y la cercanía ayudan a conseguir un mayor grado de interés mediático. "No es lo mismo un niño de 8 años que un adulto de 22, ni lo sentimos igual de cerca si sucede en Almería o en Bruselas".

Para Loeches, el sexo y la violencia son las dos variables más atractivas para el ser humano por su importancia para la supervivencia; el sexo nos permite tener descendencia. Y la violencia "nos confronta con los primates, algo fundamental para mostrar que el sujeto está bien adaptado".

La maldad forma parte de la condición humana desde que el hombre comenzó a andar erguido, desde su origen más remoto. Un testimonio mudo, un cráneo reconstruido a partir de unos cuantos huesos fósiles de homínidos de hace unos 430.000 años encontrados en Atapuerca, permitió al equipo de investigadores del yacimiento documentar el primer caso conocido de asesinato de la historia. El individuo fue golpeado con un objeto contundente antes de morir, probablemente en el curso de una pelea.

Los modus operandi de los asesinos han evolucionado a lo largo de la historia, pero las emociones que los mueven son las mismas: la sensación de placer y el poder en su acepción más rotunda, esa que implica la posesión de algo o de alguien. Paz Velasco de la Fuente, abogada y criminóloga, desmiente que los asesinos en serie, que protagonizan series y novelas de éxito, sean producto de nuestras sociedades modernas y de las nuevas formas de socialización. "En 1888, con Jack el Destripador, considerado como el primer asesino en serie de la historia moderna, llegó el terror. Aún seguimos sin conocer su verdadera identidad, pero nos transmitió un mensaje: cualquiera puede matar a personas desconocidas de una manera secuencial". En Estados Unidos, donde se acuñó el término en los años setenta del siglo pasado, existe un mayor registro de este tipo de delitos, muy comunes también en Europa, pero no tanto en España, donde se cuentan con los dedos de la mano. Casos como el de El Arropiero en los sesenta o el de Antonio Rodríguez Vega en los ochenta, conocido como el asesino de las viudas, se hicieron muy populares.

En España se denuncia una media anual de 10.000 desapariciones al año, de las cuales un centenar acaban archivadas tras perderse su pista para siempre. ¿Por qué nos interesamos por Diana Quer, Marta del Castillo, Mari Luz Cortés o Gabriel Cruz y hacemos de ellos personajes públicos? "Las víctimas no cuentan solo por su muerte, su vida también nos importa porque son hechos reales", argumenta el historiador francés en Läetitia o el fin de los hombres. Muchas otras víctimas no tuvieron la misma atención mediática, no murieron en el lugar adecuado ni en el momento justo.

El escritor y activista asociado a la izquierda radical británica Owen Jones sostenía en su aclamado ­Chavs: la demonización de la clase obrera que se trataba de una cuestión de clase. Así justificaba que "el caso de" Madeleine McCann (así quedan archivadas las víctimas en Wikipedia), hija de dos médicos ingleses, desaparecida en el Algarve portugués en 2007 en el curso de unas vacaciones, hubiera protagonizado portadas en toda Europa frente a otra pequeña desaparecida en Mánchester cuya ausencia pasó desapercibida. Martín Loeches matiza cómo puede influir en la atención que generan en determinados sucesos el hecho de que se trate de personas o familiares de personajes influyentes porque "al ser conocidos nos resultan más próximos".

Vicente Garrido, psicólogo y criminalista de la Universidad de Valencia, prefiere poner el foco en "los malos", como se denomina en el argot policial y de los periodistas de sucesos a los agresores. "El crimen es importante para nuestra supervivencia. La literatura, el cine o la información de los medios nos enseñan cosas importantes, se trata de un aprendizaje vicario", añade. "Nos educamos sin pasar por la experiencia, lo que nos proporciona cierto alivio. En paralelo se produce una identificación con la víctima que puede llenarte de ira contra el agresor, lo que puede justificar las reacciones furiosas y los insultos contra los detenidos".

El perfil del asesino varía según los países. Juan Madrid (Málaga, 1947), periodista y escritor de novelas policiacas, algunas protagonizadas por el expolicía Toni Romano, considera que no hay tradición de crímenes muy elaborados en España. "La costumbre imponía crímenes más temperamentales basados en el odio, la herencia o la disputa de lindes. Somos más de la puñalada en la ingle o la patada en la yugular". Antes de decantarse por la ficción, empezó escribiendo sucesos en Cambio 16. Recuerda cuando su director le reclamaba a voces y con poco éxito "¡menos literatura!" a la hora de redactar sus crónicas. "Como yo no había estudiado periodismo, le daba la estructura de un cuento a cada relato, era una manera de narrar de forma diferente lo absurdo de esas muertes cotidianas. Lo normal entonces era hacer un relato muy gris de los hechos, algo que cambió con la llegada de las libertades y las nuevas generaciones de reporteros". El periodismo, argumenta, cuenta con el marchamo de la verdad. "No me gusta leer lo impresionados que se sienten los periodistas cuando llegan al lugar de los hechos", dice. A esos amantes de las crónicas cargadas de adjetivos suele recomendarles que demuestren, a través de los hechos y con datos, cómo se articula el dolor ajeno sin necesidad de incurrir en datos morbosos que poco aportan a los hechos.

A sus 69 años, el autor de Un beso de amigo ha vivido muchos episodios sangrientos y visto la evolución del género en España. Desde el franquismo, cuando llegaron a ocultarse crímenes para negar que hubiera delincuencia o se inculpó a inocentes para demostrar la eficacia policial, hasta el abuso mediático en busca de la exclusiva que puede llegar a interferir en las investigaciones policiales. Conoció a Margarita Landi, legendaria periodista de El Caso, semanario de sucesos fundado en 1952, muy popular durante los años de la dictadura. "Se imponía cierta censura de prensa en los sucesos y hasta en los cataclismos naturales", añade Madrid. "Había que dejar claro que era el bien el que triunfaba, y en algunos casos el narrador participaba en el crimen con adjetivos de su cosecha del tipo 'el muy canalla le pegó tres tiros".

Paz Velasco, autora de Criminal-mente (Ariel), un detallado estudio sobre el mundo de la criminología, apunta nuevos datos sobre la evolución humana en términos de violencia y muerte. "Los científicos sociales consideramos que en nuestras sociedades convivimos con un 5% de personas tóxicas, perversas, crueles y dispuestas a hacer el mal". Pero no todos matan o cometen delitos. "De ese porcentaje, un 1% integra las estadísticas policiales, el resto lo conforman personas integradas, individuos cuya conducta e instinto no han convulsionado aunque nos amarguen o hagan la vida imposible; son psicópatas a los que la educación, la familia y el ambiente mantienen hibernados".

Hay elementos que caldean el interés del público, como que el crimen fuese cometido por una asesina. Las mujeres dejan el toque femenino, pero muestran las mismas dosis de crueldad y sangre fría. "Dos de cada 10 asesinos son mujeres. En general, los hombres se comportan como cazadores que salen en busca de presas fáciles. En algunos casos actúan como inductoras o acompañantes, pero cuando lo hacen en solitario se muestran más metódicas y recurren con menos frecuencia a la fuerza física que el hombre. Usan más las armas o el veneno que las manos y eligen a sus víctimas entre personas vulnerables y próximas a su entorno, que no suelen poner en peligro su integridad", añade Velasco. En general no buscan placer, en las mujeres son más frecuentes los crímenes emocionales, motivados por el odio, los celos o la envidia.

"Socialmente, las mujeres asesinas provocan mayor impacto porque transgreden el anticuado estereotipo de género que las sigue identificando como seres frágiles, sumisos y maternales", añade la criminóloga. Fue el caso de Ana Julia Quezada. La madrastra del pequeño Gabriel utilizó un hacha y sus manos para estrangular a su hijastro, de ocho años. A falta del peritaje que realice el forense para determinar la motivación final del infanticidio, Ana Julia pudo actuar por motivos emocionales. Consideraba al niño un estorbo, alguien que se interponía entre ella y su amante. Mantuvo la sangre fría durante días, hizo declaraciones, encabezó los rastreos en busca de Gabriel, siguió durmiendo con el padre del pequeño hasta que fue detenida. Una asesina de catálogo.

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