Jack el Destripador, caso abierto
EN LOS últimos meses de 1888 se cometieron una serie de terribles asesinatos en Whitechapel, la zona más violenta de Londres, un barrio donde la muerte y la miseria campaban a sus anchas. Sin embargo, a diferencia de muchos otros, aquellos crímenes nunca fueron olvidados. Salvo tal vez el magnicidio del presidente John Fitzgerald Kennedy en Dallas en 1963, ningún asesinato ha sido analizado tan minuciosamente ni ha proporcionado tantas teorías conspiratorias. Cada una de las pruebas obtenidas ha sido sometida a un infatigable escrutinio a lo largo de las décadas para, al final, seguir siendo un misterio dentro un enigma. Jack el Destripador, el asesino de cinco prostitutas entre el 31 de agosto y el 9 de noviembre, es todavía un caso abierto.
Cada año se publican libros que ofrecen nuevas teorías sobre la identidad del criminal. Pero, más que aclarar el asunto, lo oscurecen, porque existen muy pocos puntos de acuerdo entre los diferentes investigadores que rebuscan en los más mínimos detalles para sostener tesis muchas veces imposibles. El autor de novela negra y bibliófilo Otto Penzler ha recopilado una parte importante de esta información en The Big Book of Jack the Ripper (El gran libro de Jack el Destripador), editado recientemente en Estados Unidos. Sus 800 páginas reúnen no solo las principales teorías, textos y artículos de la época, sino también insólitos relatos literarios. Entre ellos, uno de la danesa Isak Dinesen, la autora de Memorias de África.
Fue el ejemplo más descarnado de violencia contra las mujeres. A través de sus crímenes se lee la inimaginable miseria del east end.
En su conocida novela gráfica From Hell (Desde el infierno), el guionista Alan Moore atribuye esta cita a Jack el Destripador: “Un día, la gente mirará al pasado y se dará cuenta de que conmigo nació el siglo XX”. Aquellos crímenes ofrecen muchos aspectos que enlazan con nuestra época. “Es una historia que nos fascina por muchos motivos”, explica Penzler, que también editó un libro que recopila historias apócrifas de Sherlock Holmes y es propietario de una librería especializada en literatura negra en Nueva York, The Mysterious Bookshop. “Los asesinatos fueron especialmente atroces. En ese momento, los diarios de Londres peleaban por los lectores y recurrieron a titulares muy sensacionalistas. Además, la fotografía en la prensa era relativamente nueva y se publicaron imágenes espeluznantes. El nombre, Jack el Destripador, también es extraordinariamente evocador: Jack el Asesino no sería lo mismo. Y el hecho de que sea una historia que no se ha cerrado nunca ha llevado a que sigamos especulando hasta ahora”.
Más allá del morbo, el caso sigue generando polémica. La apertura de un museo privado dedicado a los crímenes en el East End de Londres, una zona que se gentrifica a marchas forzadas con cafeterías especializadas en cereales y apartamentos a precios estratosféricos, ha provocado intensas críticas en los últimos meses. No solo por el aprovechamiento turístico de las atrocidades, sino porque, no se puede olvidar, la historia tiene como protagonista a un asesino de mujeres. Jack el Destripador, un nombre que triunfó inmediatamente en la prensa popular, fue el ejemplo más universal, brutal y descarnado de la violencia machista. Deborah Orr, columnista de The Guardian, calificó el nuevo museo de “desgracia”.
El centro ofrece una recreación bastante kitsch, con muñecos y reconstrucción de calles y habitaciones, de los escenarios en los que se produjeron los crímenes. Recurre a todos los tópicos, entre ellos el del asesino con sombrero de copa y capa. Mucho más tecnológico resulta el recién inaugurado City of London Police Museum, que dedica una sección a los homicidios de Whitechapel: los visitantes pueden interactuar con una versión digital de una de las víctimas, Catherine Eddowes, recluida en una celda de la comisaría de Bishopsgate. Poco después de ser liberada, esta prostituta se convertiría el 30 de septiembre de 1888 en la cuarta mujer asesinada por Jack –la segunda en la misma noche, ya que una hora antes había cortado la garganta a Elizabeth Stride–. El montaje de este museo de la policía, inaugurado en noviembre, nos transporta al contexto de drama y sordidez que rodea a estos asesinatos. Londres era entonces la ciudad más poblada del mundo, con un millón de habitantes. Era la capital de un imperio, pero albergaba una pobreza infinita.
¿Debe londres ganar dinero con estos crímenes?, debaten los historiadores. ¿es lícito usarlos para que crezca el turismo?.
A través de estos crímenes se puede leer la inimaginable miseria que se concentraba en esa época en el East End, el este de la ciudad, donde se instalaban los inmigrantes recién llegados –sobre todo, judíos que huían de las persecuciones en Rusia y Europa del Este–, entre tabernas miserables, prostitutas y violencia. Dickens fue el gran narrador de esa pobreza urbana. Pocos años después de los asesinatos, un periodista estadounidense retrató la vida en aquella zona de la capital británica en un libro titulado La gente del abismo. El autor se convirtió más tarde en uno de los grandes escritores de todos los tiempos, Jack London. “Hay una imagen bella en el East End y solo una”, escribió antes de describir a unos niños bailando en la calle. En esa obra, London hablaba de la “pobreza abyecta” del barrio y de las condiciones de “esclavitud” de los trabajadores.
La zona no tiene nada que ver ahora con lo que era entonces. Sigue viviendo allí una importante población inmigrante –sobre todo de Bangladés–, pero los precios suben sin parar. Los turistas se desplazan hasta el barrio en busca de restaurantes asiáticos, de una panadería de bagels que abre 24 horas –Beigel Bake, en Brick Lane, recuerdo de la importante población centroeuropea– o de tiendas de ropa hipster. Pero también recorren sus calles por la noche en visitas organizadas para seguir las huellas de Jack el Destripador. Su nombre ya no es tanto un símbolo de terror como de negocio. De hecho, en septiembre se organizó una mesa redonda en la que varios historiadores reflexionaron sobre los siguientes temas: “¿Debe Londres ganar dinero con Jack el Destripador? ¿Puede crecer la industria turística en torno a esos crímenes? ¿Estamos olvidando el sufrimiento de esas mujeres de la época victoriana?”. Las preguntas siguen ahí, flotando entre el morbo de la sangre y las vísceras y el indudable interés histórico del caso.
“Desafortunadamente, la horrenda muerte de varias mujeres en el Londres victoriano ha oscurecido la historia más interesante: sus vidas”, explica Sara Huws, cofundadora del East End Women’s Museum, un proyecto que se dedica a recopilar relatos de mujeres que vivieron en esas calles en el siglo XIX y que pretende construir un museo físico. “Se ha escrito mucha literatura sobre Jack el Destripador. La imagen de un hombre con capa y sombrero de copa es un mito, pero las prostitutas asesinadas en Whitechapel son reales. Y muchas veces han sido retratadas solo como caricaturas. Desgraciadamente, la misoginia es un negocio rentable”.
El mito es tan poderoso que resulta muy difícil aislar los datos de la leyenda. Y los hechos comprobados y aceptados por todos los expertos son relativamente pocos. Es más, ni siquiera existe un consenso sobre el número de mujeres que asesinó Jack el Destripador. “Como nunca fue capturado, no podemos saber con seguridad cuántas mujeres mató”, escriben los autores de la página web casebook.org, fundada en 1996 y que recoge toda la información disponible sobre el caso, hasta los más mínimos detalles. “La cifra generalmente aceptada es cinco, aunque podrían ser tres o siete. Las cinco víctimas canónicas fueron Mary Ann Nichols, Annie Chapman, Elizabeth Stride, Catherine Eddowes y Mary Jane Kelly”. Los cuatro primeros asesinatos se perpetraron en la calle entre el 31 de agosto y el 30 de septiembre de 1888. Dos de ellos se cometieron el mismo día. El quinto se llevó a cabo en la habitación de la víctima, en el mismo barrio, el 9 de noviembre. Todas las mujeres, menos una, fueron horriblemente mutiladas, y todos los asesinatos tuvieron lugar en un radio de apenas 1,5 kilómetros.
“cada libro y cada artículo ofrecen un caso tan sólido que me convencen hasta que leo el siguiente”, dice el novelista otto penzler.
Los crímenes de Whitechapel se produjeron en un momento de profundo cambio tecnológico, impulsado por la Revolución Industrial, cuando la ciudad crecía rápidamente y tenía que inventar nuevas soluciones urbanas. El metro de Londres, el primero del mundo, se abrió en 1863 para transportar a los trabajadores en un espacio cada vez más grande. Cada día llegaban a Londres nuevos inmigrantes. Era una ciudad de viejas familias, pero también de desconocidos; de ricos y de pobres. En ese contexto de crecimiento y caos, y gracias a la prensa sensacionalista –que también se estaba inventando sobre la marcha–, los crímenes alcanzaron una repercusión gigantesca.
Otra de las peculiaridades de este caso fueron las cartas. La policía y la prensa recibieron cientos de misivas del presunto asesino. De hecho, su nombre viene de la firma de una de ellas, recibida el 1 de octubre de 1888. Todas se consideran falsas menos una, del 16 de octubre. Este documento iba acompañado de un paquete con un trozo de riñón, uno de los órganos que habían sido extirpados a Catherine Eddowes. La carta estaba datada “Desde el infierno”. De todas formas, con los métodos forenses de entonces era imposible comprobar si el órgano pertenecía o no a la víctima.
Los sospechosos habituales van desde un carnicero hasta el cirujano de la reina o el príncipe Alberto Eduardo, sobrino de la reina Victoria. Este último no se encontraba en Londres cuando se cometieron la mayoría de los crímenes, pero eso no ha impedido que su nombre aparezca una y otra vez en la lista de presuntos culpables. Los libros que aseguran haber encontrado la solución definitiva se cuentan por decenas. Uno de los más celebrados fue escrito por la novelista Patricia Cornwell (Retrato de un asesino: Jack el Destripador, caso cerrado; Ediciones B, 2003), que se basó en pruebas de ADN. La saliva con la que se pegó el sello de una de las cartas, según esta autora, apunta al pintor Walter Sickert, que tenía 28 años en 1888.
Cornwell ha vuelto al asunto con otro libro, publicado a finales de febrero, titulado Ripper: The Secret Life of Walter Sickert (El Destripador, la vida secreta de Walter Sickert). La prensa anglosajona ha recibido la nueva investigación con grandes titulares y mucho escepticismo, por decirlo piadosamente, ya que Usa Today lo calificó de “ridículo” en una crítica que sostenía que, en vez de cotejar sus datos, obvia todos los indicios que ponen en duda su teoría, como que el artista estaba en París cuando se cometieron algunos de los crímenes.
“Cada libro y cada artículo que leo ofrecen un caso tan sólido que me convencen”, dice Otto Penzler. Hasta que el siguiente descuartiza, perdón por la palabra, la teoría anterior. Ahora mismo me han convencido los argumentos que ofrece Stephen Hunter”.
Autor de novelas de acción y policiacas y crítico de cine ganador de un Pulitzer, Hunter escribió en 2015 un best seller titulado I, The Ripper (Yo, el Destripador), un falso diario del asesino combinado con los recuerdos de un periodista que cubrió los crímenes. El método de Hunter se basa, más o menos, en la famosa frase de Sherlock Holmes: una vez descartado lo imposible, lo que quede, por absurdo que parezca, será la verdad. La clave para este autor está en la capacidad para escapar. Él apunta a Montague John Druitt (1857-1888), un abogado de buena familia, consumado deportista, caído en desgracia. Su aspecto –corpulencia, talla– cuadra con testimonios que lo sitúan cerca de cuatro de los cinco crímenes. A diferencia de otros, Druitt estaba allí. Su suicidio, arrojándose al Támesis, coincide con el fin de los asesinatos. Es el último sospechoso añadido a una lista interminable. Hasta que sea desbancado por el siguiente.
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