A la revolución en pijama
En un clima político-naif el campo de visión se ha estrechado tanto que ya se reduce a asombrarse de cómo la guardia civil pueda irrumpir en una chocolatada escolar
Lo extraño de mezclar los colegios en todo esto es lo que pasó anoche en la escuela Jaume I del barrio de Sants, en Barcelona: dos niñas de unos 6 años iban repartiendo papeletas del referéndum entre la gente. Era su colegio, allí estaban sus padres, se había organizado una fiesta, con merendola como en cualquier tarde escolar, pero luego por allí estaban esos papeles, el único elemento anómalo, pero real, en un entorno en el que los adultos jugaban a simular que aquello era normal. Y entonces los niños también jugaban con esos papeles de mayores, en su caso con auténtica inocencia. En el de sus padres, con ingenuidad sobrevenida.
El clima en tres colegios visitados de Sants era político-naif: se armaba la ficción de un fin de semana de actividades lúdicas —taller de mirar las estrellas, partidos de fútbol, papiroflexia, vermut, chocolatadas— para poder responder a los Mossos, cuando llegaran, que aquello no tenía nada que ver con el referéndum, y así mejor ellos hacían como que se lo creían y decían que volverían al día siguiente. Se posponía el momento de la verdad, la distorsión desagradable en un relato amable, para el domingo. En el colegio Proa, por ejemplo, celebraban aparentemente los 50 años del centro, y en la asamblea, con unas 200 personas, nadie mencionaba el elefante en la habitación, el por qué estaban realmente allí. Había un clima de juego del gato y el ratón, tomando precauciones para que no les pillen, como de guardias y ladrones, sin ninguna gravedad. En el Joan Pelegrí, otro caso, los actos coinciden con las fiestas del barrio. Cada cual se buscaba su coartada, para continuar con la ilusión de que está pasando otra cosa. En los centros con bachillerato se une el entusiasmo juvenil de dormir con los amigos y amigas, llegaban ya a las cinco con mochilas y esterillas. Una de las mayores crisis políticas de España en cuarenta años se afronta con una fiesta de pijamas. También es verdad que la sociedad catalana es muy vital, un enjambre de asociaciones acostumbradas a movilizarse para batallas vecinales, implicando a los niños en un ambiente familiar. Aquí ya no se trata de conseguir un carril-bici, pero se lo están tomando igual, y no es exactamente lo mismo.
En los colegios había recelo con los periodistas. Principalmente, acusaban, porque “tergiversan” hechos y palabras: algunos no ven lo que ellos ven, y es verdad. Claramente aquí en Cataluña hay un conflicto de subjetividades, pero para eso suele estar la ley como baremo. “Esto no va de independencia, ya va de democracia”, es la frase más repetida, dentro de un eco de consignas en el que cuesta encontrar opiniones complejas e interesantes. Se inserta en un proceso de deconstrucción conceptual, como una reducción de cocina de vanguardia, que está llegando a la esencia. Es la representatividad al revés, descendiente. La mayoría del censo se difumina ante la mayoría que gobierna; la Constitución, ante el Parlamento catalán; la oposición, ante las leyes que este aprueba; en la calle, la mayoría que se queda en casa, frente a la que se manifiesta; en colegios de 900 niños, los padres de muchos frente a asambleas de 200 personas, de los cuales al final se quedan a dormir 40 ó 50. En esta espiral colectiva el campo de visión se ha estrechado tanto que ya se reduce a asombrarse de cómo la guardia civil pueda irrumpir en una simple chocolatada escolar. La respuesta es siempre la misma, están convencidos de que representan a la mayoría, de que están con ellos todos los que no están. No es matemático, es una convicción. Y tiene un nombre: ellos son, serían, “el pueblo”.
Estos padres son en su mayoría majetes, sensatos, muchos con estudios universitarios, viajados, pero llega un punto en el que se suspende la lógica, ante un argumento que parece el más elemental existente: “Es que es mi derecho a decidir”. Lo dicen con perplejidad de no ser comprendidos, y la culpa es de los demás. Posiblemente sean nacionalistas sin saberlo. Se combina con la convicción de que, por sus buenas intenciones, son inofensivos. “No creo que ningún policía tenga el valor de actuar ante gente que solo quiere votar”, dice Enric, un padre del colegio Proa. No son los locos ni los desalmados que se están cargando el Estado que se imagina fuera de Cataluña, en este juego de incomprensión mutua atizado por declaraciones incendiarias, pero sí que son los subversivos radicales que ni ellos mismos imaginan, o están dispuestos a reconocer, porque sus formas no son esas, solo están pasando allí la tarde con los niños. En el colegio Jaume I, por ejemplo, hacían literalmente castillos en el aire: los castellers del barrio ensayaban en el atrio de entrada, donde suelen hacerlo cada viernes de nueve a doce de la noche, y ayer aprovecharon para sumarse a la iniciativa. “Es una oportunidad magnífica para mantener la escuela abierta y que podamos votar el domingo”, explica Pere Camprubí, cap de colla, jefe, del grupo. “Creo que si realmente la sociedad se moviliza e intentamos mantener los colegios abiertos y con mucha gente, y actuando todos de forma pacífica, entre todos podremos llegar a votar y decidir nuestro futuro”. ¿Pero qué pasará a la hora de la verdad, cuando llegue la policía a echarles? “Entiendo y me imagino que va a haber proporcionalidad. Si hay muchísima gente dentro difícilmente creo que la policía pueda entrar y desalojarlos de forma violenta, si hay una dentro una actividad pacífica. Lo que se está haciendo quizá no cumple su legalidad, pero en todo caso esperamos que la gente pueda decir su opinión y votar con normalidad”. El objetivo, resume, es llenar los colegios de gente para que se pueda votar y también "para divertirnos y pasar de forma alegre el fin de semana". Nadie parecía asumir la responsabilidad real de lo que está haciendo, sus serias consecuencias, y un fin de semana alegre no es precisamente lo que está previsto.
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