Una avispa en la corte de Rajoy
Cristóbal Montoro es un protegido del presidente gracias a su abnegación en los recortes pese a estar reprobado
Cristóbal Montoro (Cambil, Jaén, 1950) es más Cristóbal Montoro en estas fechas tan entrañables. Que son los estertores de la declaración de Hacienda. Y los estertores de los contribuyentes, sometidos a la voracidad del ministro en su papel exterminador.
Montoro, obstinado montañero, hincha del Atleti, cae mal porque el ministro de Hacienda tiene prohibido caer bien en la propia definición vampírica de su cargo y hasta de su aspecto depredador, pero la aversión consustancial al recaudador, al enterrador, al undertaker ha conseguido Montoro llevarla al extremo de la propia caricatura.
Sirva como ejemplo la pedagogía con que pretendió encubrir hace unas semanas el brochazo de la amnistía fiscal. Su voz nasal, insolente y aguda sorprendió a las señorías de la comisión parlamentaria cuando explicó que la captura de peces gordos —los evasores— requería cebos atractivos —3% de impuestos— en el trance de la repatriación de dinero y de la finalidad recaudatoria. Era la alegoría del pescador Montoro. Que se jactaba de su audacia con la caña, relamiéndose en el eco de sus propias interjecciones. Había que reunir dinero de cualquier manera, como de cualquier manera se pescan esturiones en el mar Caspio, aunque el ministro de Hacienda, henchido de su propio cinismo, propuso en la misma sede parlamentaria prohibir “desde ahora” la amnistía fiscal que él había promovido.
De alguna manera tenía que admitir la sentencia del Constitucional que declaraba la amnistía nula. Y no por sus efectos retroactivos, pero sí como un reproche a la discriminación fiscal que el Gobierno de Mariano Rajoy introdujo concediendo un trato de favor a los contribuyentes de ultramar que menos podrían merecerlo.
Es un experto en eufemismos, como amnistía fiscal a la que llamó "regularización de rentas"
Consciente de la injusticia, Montoro ha tratado de disimularla con el edulcoramiento del lenguaje. Ha creado una neolengua el titular de Hacienda para relativizar las evidencias semánticas de su tarea ministerial. Que lleva desempeñándola toda una vida —de 2000 a 2004 como alfil de Aznar, de 2011 hasta nuestros días en la subordinación marianista— y que le ha permitido recrear un prodigioso diccionario de eufemismos. La amnistía fiscal, por ejemplo, fue denominada “regularización de rentas y activos”, del mismo modo que a la subida del IVA se le llamó “variación de la ponderación de impuestos”; el incremento del IRPF se describió filantrópicamente como “recargo temporal de la solidaridad”; el medicamentazo se convirtió en “tique moderador”, incluso la doctrina de la bajada de sueldos adquirió la gloria interpretativa de una “devaluación competitiva de los salarios”.
Montoro es un mago de las palabras y del dinero. Intimida, atemoriza, inquieta, pero sobre todo utiliza la información privilegiada para amenazar a los gremios —periodistas, artistas, titiriteros, políticos— y para despachar o despechar sus asuntos particulares, sus rencillas, desde la omnisciencia que le proporciona el Ministerio: sé quiénes sois, tengo vuestros nombres, queridos contribuyentes.
Que se lo digan al exministro José Manuel Soria. Sus cuentas en Panamá le constriñeron a la inmolación, pero también lo hizo la tela de araña que le había creado su colega de bancada. “Nadie que haya operado en paraísos fiscales puede estar en el Gobierno”, proclamó Cristóbal Montoro a semejanza de una sentencia premonitoria. La venganza de Soria en su presunto libro de memorias incendiarias —¿saldrá o no saldrá?— ha abierto una brecha entre los rivales de Montoro. Y ha revitalizado la fascinante teoría de los dos bloques. Que son los sorayos y los antisorayos.
Estos últimos repudian al ministro de Hacienda y los lidera María Dolores de Cospedal desde Defensa. Ya no puede contar en sus filas ni con García Margallo, que despreciaba la mediocridad intelectual de Montoro, ni con Fernández Díaz, castigado a la reserva de los eméritos, pero sí con Zoido (Interior), Rafael Catalá (Justicia), Isabel Tejerina (Agricultura) y Dolors Montserrat (Sanidad).
Intimida, inquieta pero sobretodo utiliza la información privilegiada para atemorizar
Subidos a boro del Orient Express en una subtrama de crimen colectivo, aspiran a vengar la maniobra de Montoro contra Soria y restregar a Soraya Sáenz de Santamaría la impopularidad y descrédito del ministro recaudador. Hasta el diario Abc, inédito en sus ataques al Gobierno, le ha organizado una estrafalaria campaña reprochándole el conflicto de intereses en que incurre su equipo económico.
Se antojan muy escasas las posibilidades de llamar la atención de Rajoy. El presidente del Gobierno es un hombre agradecido. Y Montoro le ha sido leal, especialmente cuando la doctrina y práctica de los recortes convirtió el Ministerio de Hacienda en la trinchera que amortiguaba los principales reproches al presidente del Gobierno. Cristóbal Manostijeras accedió a desempeñar el abnegado papel de encajador. Fue disciplinado en la gran tormenta. Incluso aceptó colocarse la máscara del actor triste.
La máscara del actor alegre la representaba Luis de Guindos. Era el forjador del milagro económico, el artífice del crecimiento, de forma que se originó entre ambos colegas un antagonismo ministerial que evocaba la bipolaridad de Gollum. Montoro era el lado oscuro, parasitario. Colaboraba él mismo a la caricatura maléfica del Señor de los Anillos con su forma de sonreír, su impertinencia, su “jejeo” gutural. Y su competencia, pues le ha sido Montoro muy competente a Mariano Rajoy, tanto para defender en el desierto la amnistía fiscal como para lograr el acuerdo que ha garantizado el consenso de los presupuestos generales.
Se hubiera truncado el porvenir del Ejecutivo de no haber logrado Montoro una negociación eficaz con Ciudadanos, los partidos canarios y el PNV. Ha requerido el acuerdo un desmesurado trato de privilegio al Gobierno vasco, pero la operación ha servido de blindaje a la legislatura. Lo demuestra el último éxito de Montoro antes de irse de vacaciones, o sea, la aprobación del techo de gasto. A Montoro no se le toca. La propia reprobación en el Parlamento se ha convertido en su mejor armadura marianista. Y puede estar tranquilo el ministro de Hacienda, al menos hasta que no termine cuestionado en la portada del Marca.
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