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Las últimas horas de Pedro Uriguen

El equipo de Francisco Etxeberria exhuma cerca de Gernika los huesos de un gudari enterrado y llorado en secreto

Fotografía de Pedro Uriguen en la cruz de madera junto a su tumba
Fotografía de Pedro Uriguen en la cruz de madera junto a su tumbaGORKA LEJARCEGI

“Vete Julián, márchate, que estos van a venir otra vez”. Pedro Uriguen Perea se quedó apoyado en un árbol, con unos enormes agujeros en su cuerpo y a punto de morir. Todavía se escuchaban los motores de los aviones alemanes alejándose después de destrozar la columna de gudaris del batallón Otxandiano que se acercaba a Gernika para intentar cortar el paso a los nacionales. Mataron a más de treinta de ellos y dejaron malheridos a otros tantos en una de las zonas que protegían a Bilbao en el denominado Cinturón de Hierro. Para entonces, Gernika ya no tenía defensa, aunque poco podían haber hecho ellos, salvo entorpecer, quizás un día o dos, el avance de las tropas nacionales equipadas con artillería y carros pesados.

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El camino que siguió Pedro, natural de Amorebieta, entre el monte Oiz y el caserío Goitia en el barrio de Marmiz, en Mendata, en el extremo sur de la comarca de Gernika-Bermeo, fue el último que hizo en defensa de la libertad, de la república española y de Euskadi. Aquel 28 de abril de 1937, dos días después del bombardeo de Gernika, no le quedó más remedio que quedarse junto a aquel árbol esperando la muerte, como antes les había sucedido a muchos otros de sus compañeros de bando y a sus hermanos y a sus contrincantes. Las heridas eran tan graves, tan profundas, y el batallón había quedado tan diezmado que ya no había opción para que se produjera el milagro de un traslado a un puesto médico.

Posiblemente en ese último abrazo sintió el calor de su amigo Julián, quien también posiblemente, con lágrimas en los ojos, intentaba convencerle para llevarle, aunque fuera arrastras, a un lugar más seguro. Pero no había lugares seguros aquellos días. Y para él tampoco había futuro. Con las tropas de Franco pisándoles los talones él y sus compañeros solo tenían dos opciones, escapar o morir, y a Pedro Uriguen le habían arrancado la primera. A Pedro se le estaba acabando la vida cinco horas después de desayunar unos duros pero sabrosos talos con leche de caserío. El frio que pasó después, y los últimos kilómetros de caminata en columna, entre los comentarios fatales y el recuerdo confuso todavía, pero grave, del bombardeo de Gernika, el primero contra población civil en una de las llamadas guerras modernas, fue un mal presagio. Las charlas estratégicas, las indicaciones tácticas, la experiencia en el campo de batalla cuando se escuchaba el rugir de los motores de los aviones, ya no sería para nada.

Todo eso había perdido sentido ya. Julián le contó a su hijo, Vicente, que Pedro le soltó los brazos para que pudiera escapar y salvar la vida; que le dejó allí, en el árbol, y que después de tanto sufrimiento y tanta desgracia, abandonar a su amigo a una muerte segura era un dolor que todavía le embargaba cada mañana, cada vez que miraba a los montes de Marmiz, cada puesta de sol. Ni siquiera le consolaba saber que un casero, con mucho miedo pero con determinación, robó a hurtadillas su cadáver del árbol en el que pasó las últimas horas, y lo enterró en una tumba anónima mirando al Gorbea, hacia las tierras más secas del sur, hacia Álava. Esa tumba ha permanecido oculta durante décadas en un cómplice secreto. Solo una cruz semioculta a escasos metros permitía saber que allí seguía escondido, pese a estar muerto, un soldado que tuvo la mala suerte de encontrarse con un proyectil de la aviación enemiga.

Cada año le lloraban

Un secreto que también compartieron sus familiares más directos. Varios monjes conocidos de Uriguen recibieron de forma clandestina la documentación del soldado muerto, con las indicaciones de dónde había sido enterrado. Cada año le lloraban sin que se notara su sufrimiento. El pasado 27 de agosto sus huesos fueron exhumados en una ladera de Mendata. La tumba estaba rodeada de laurel y aquel día de sus seis sobrinas, emocionadas. Ya nadie podrá certificar si, como se dice, Pedro no murió de las balas de la aviación alemana sino de un disparo de gracia que le habrían dado los nacionales al negarse a gritar Viva España. Podría ser, pero el equipo del forense Francisco Etxebarria, de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, no puede asegurarlo por el estado en el que quedaron los huesos de la cabeza.

Qué más da. Como dice José de Arteche en el Abrazo de los Muertos, un libro censurado por el franquismo y de lectura prohibida por los nacionalistas, “nadie tiene ojos para recordar los crímenes ajenos; nadie tiene ojos para considerar los crímenes del campo propio. Es inútil hablar a estas alturas de cómo hubieran sucedido las cosas si estos, aquellos o los de más allá hubiesen obrado de esta, de la otra o de aquella forma; la verdad más simple y pura es que la Guerra Civil es la guerra más espantosa de todos los tiempos”. Arteche, era secretario de la ejecutiva del PNV de Gipuzkoa cuando estalló el alzamiento, pero luchó con las tropas franquistas. Al final de su libro, una especie de diario que terminó en 1956, escribe: “Los hombres de mi generación…permanecen instalados en sus criminales puntos de partida. Nadie dice que hay que rectificar. Nadie dice que hay que pedir perdón”.

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