Nuevos bríos para la Corona
Felipe VI ha logrado que la Monarquía gane enteros en las encuestas tras asumir el trono en un momento de descrédito de la institución. Pero aún debe superar escollos en el horizonte, como el desafío catalán y el juicio por el 'caso Nòos'
No siendo comparables los momentos ni las condiciones en las que Juan Carlos I y su hijo, Felipe VI, accedieron al trono, sí que existe, en cambio, una simetría respecto a los escenarios adversos en los que ambos asumieron la Jefatura del Estado. No se trató, en ninguno de los dos casos, de un trámite suntuario.
El sentimiento monárquico en la España que dejaba el general Francisco Franco era residual. Juan Carlos I representaba una esperanza para los adictos a la Corona y poco más. Para la mayoría de demócratas antifranquistas, la Monarquía había quedado obsoleta en 1931 y el Rey era ampliamente percibido como una prolongación remozada de la dictadura de la que heredaba el trono. Juan Carlos I tuvo que ganarse a pulso el respeto de la mayoría de los españoles con su trabajo: desactivando la dictadura, impulsando un régimen democrático plural y defendiéndolo en el momento en que un grupo de militares lo puso en peligro. Solo así, transmitiendo sensación de que la Monarquía podía ser útil en el tiempo nuevo, pudo vencer buena parte de las resistencias con las que se encontró.
En teoría, para Felipe VI todo iba a ser más sencillo. Se le iba a proclamar sobre unas bases democráticas muy asentadas, como una consecuencia dinástica asimilada y con profesionales globalizados en los cuarteles. Sin embargo, son muchos los factores desfavorables que le aguardaban el día de su coronación, el 19 de junio de 2014.
Para empezar, la credibilidad de la Monarquía estaba en ese momento bajo mínimos. Desde la Transición, la Corona no había tenido una percepción peor en España: los españoles suspendían a la institución con 3,72 puntos sobre 10. A las consecuencias negativas de la imputación de la infanta Cristina por los supuestos negocios irregulares de su marido, Iñaki Urdangarin, llevados a cabo a la sombra de la institución, se unían los sucesivos errores cometidos por Juan Carlos I con sus cacerías y devaneos.
Ambos factores, combinados con los efectos devastadores de la peor de las crisis sufrida en la España democrática y los escándalos extendidos de corrupción, con la consiguiente desafección de la sociedad por las instituciones y el bipartidismo, que ha sido el sostén de la Corona, habían erosionado gravemente la imagen de la Monarquía.
Lo que a ojos de los españoles había sido un instrumento clave para rescatar a España del pasado e insertarla a en el futuro, a mediados de 2014 era percibido como una institución gravosa y de dudosa utilidad. Ese debilitamiento dio alas al sentimiento republicano latente. No solo habían vuelto a casa muchos de los que no siendo monárquicos habían contemporizado con la institución bajo el eufemismo de juancarlistas, sino que, además, con la eclosión de las nuevas formaciones políticas surgidas contra el bipartidismo, el republicanismo rebrotaba no ya como una emoción romántica sino como un compromiso radical proactivo.
Felipe VI ha tenido que afrontar el problema desde el principio con una serie de decisiones encaminadas a revertir esa situación desfavorable. Sin duda, la más difícil para él (y la más estridente) ha sido la de revocar el título de Duquesa de Palma a la infanta Cristina para establecer un cortafuegos ético entre la institución que representa y su propia hermana, acusada de dos delitos fiscales como supuesta cooperadora necesaria en el caso Nóos.
Asimismo, ante el imperativo de regeneración ética de la Monarquía que heredaba en el deteriorado contexto social español, el Rey ha tenido que fijar objetivos para la institución más allá del cumplimiento de sus funciones constitucionales. La hoja de ruta para recuperar la imagen de la Corona está en su discurso de proclamación, y en ella la aproximación de la institución a los ciudadanos (mediante la transparencia, la integridad, la honestidad, la sobriedad y la ejemplaridad), constituye el eje prioritario.
Las encuestas han valorado los pasos dados por Felipe VI en ese sentido. La Monarquía ha ganado enteros entre los españoles según indican las encuestas con el nuevo Rey, que frente al reverdecimiento antimonárquico ha realizado constantes gestos de aproximación al exilio republicano, como en sus recientes viajes a París y a México, donde homenajeó a los republicanos españoles que participaron en la liberación del yugo nazi y elogió la labor intelectual llevada a cabo por los vencidos en Guerra Civil en la capital azteca.
Con todo, las dificultades para Felipe VI no terminan ahí. La crisis territorial derivada del desafío soberanista catalán, desarrollado durante la última legislatura con el PP en la Moncloa, supone su principal contrariedad. Una prueba de fuego para el Rey, que simboliza la unidad y permanencia del Estado y tiene que ejercer una función arbitral y moderadora del funcionamiento de las instituciones estatales como el Gobierno central y la Generalitat de Cataluña.
Es cierto que Juan Carlos I también tuvo que afrontar la tensión territorial de Euskadi, aunque ese es un episodio (por el terror impuesto por una minoría fuera del sistema democrático) difícilmente equiparable al proceso que está impulsando el Parlamento catalán pese a su falta de legitimidad para adoptar decisiones que subvierten la legalidad y arrollan a la Constitución. La situación que convulsiona Cataluña, con una sociedad partida en dos mitades, no constituye un asunto del Ministerio del Interior, como lo fue y es en gran parte ETA, sino que, fracasadas las vías de la política en las instituciones en litigio, interpela directamente al jefe del Estado en sus atributos constitucionales.
El Rey, aunque su discreta posición lo pudiera sugerir, no ha asistido como un oyente impasible a esta crisis que aumenta de tamaño cada día que pasa. Sus atribuciones, que le obligan como símbolo de la unidad del Estado, sin embargo, le impiden un protagonismo acorde con la trascendencia del conflicto que socava el propio Estado. Detrás de la refriega política y judicial ha mantenido las puertas abiertas al diálogo y ha forzado encuentros para tratar de encauzar el enfrentamiento hacia una solución que no suponga una mutilación del Estado. En un escenario en el que los representantes políticos no han propiciado ninguna salida que no sea el choque de trenes, muchos españoles han girado sus ojos hacia el Rey como última farmacia de guardia.
El problema que enfrenta a catalanes entre sí y a una parte de ellos con el resto de España iguala en intensidad al que su padre tuvo que afrontar en 1980 y cuyo desenlace disparó el valor de la Monarquía entre los españoles. La amenaza independentista se interpone en el reinado de Felipe VI con toda la gravedad del 23-F, pero también como una oportunidad para representar la utilidad de la Monarquía y asegurar su continuidad. La actuación del Rey frente a la disgregación del Estado puede constituir un revulsivo en ese sentido. La contundencia del aplaudido discurso que pronunció el pasado 12 de noviembre con motivo de la entrega de acreditaciones a los embajadores de la Marca España, en el que se situó como jefe de Estado “al lado de todos los españoles”, abunda en esa posibilidad. Felipe VI ha dejado los gestos y las metáforas y ha irrumpido en una crisis en la que la política se ha atascado.
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