La vida en el hoyo 19
Un grupo de inmigrantes argelinos duerme en chabolas cerca del campo de golf de Melilla
El swing de los jugadores de golf se dibuja sobre el tapete verde que cubre el Club Campo de Golf de Melilla, de 18 hoyos. Un paisaje de tupida hierba, recortada al milímetro, a cien metros del hogar de Rachid Layadi. Este argelino de 43 años observa a diario, desde su "casa", ese mundo tan lejano que tiene tan cerca. Lo cuenta acurrucado en su chabola, sobre palés de madera que ejercen de suelo y pared; bajo roídos plásticos colocados como techo y sujetos por piedras y la rueda de un coche. "No me dejan entrar en el CETI (Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes) porque no tengo documentación".
Si la tuviera, "tan solo debería pasar por la comisaría, identificarse y recibiría un número para quedarse en las instalaciones", comenta Carlos Montero, director del CETI. Pero muchos carecen de ella. Y otros no lo hacen, añade, porque un acuerdo entre España y Argelia permite deportarlos al cabo de un tiempo.
Y aquí sobrevive Rachid. Entre botellas, escombros y bolsas. Resguardado tras la maleza que lo oculta a simple vista de la carretera más cercana. A cinco minutos a pie del CETI y a otro tanto del paso fronterizo de Farhana. Porque Rachid y al menos otra docena de inmigrantes han erigido en los alrededores del Centro hasta una veintena de chozas para dormir. Desperdigadas. Escondidas junto a los arroyos que discurren por la zona.
José Palazón, de la ONG Prodein, denuncia: "Cuando el CETI se encuentra muy saturado —acoge en este momento a 1.300 personas, pese a sus 472 plazas—, lo más fácil es deshacerse de los argelinos por su parecido con los marroquíes, que no pueden permanecer allí".
Aunque estas chabolas no aparecieron tras los últimos saltos masivos de la valla. "Llevan meses", remarca Prodein, que recuerda cómo la Guardia Civil ya desmanteló en 2012 un poblado de más de 50 chozas en el cerro de Santa Palma. Por eso ahora las construyen separadas y escondidas. Para que no se las derriben.
Así lo hizo Mohamed Benfudda, argelino de 33 años, que levantó una chabola de apenas medio metro de alto en el recoveco que dejan dos laderas, cerca de la carretera ML-101. "Tampoco pude entrar al CETI porque no tengo pasaporte", relata. Lleva dos meses en Melilla; atravesó la frontera "a la carrera"; y, dice, nunca recibió el lote de bienvenida del CETI: ropa, zapatos, sábanas y enseres de aseo personal. Anhela el almuerzo que ofrecen allí.
Matan las horas a la espera de que alguna vez los metan en el CETI José Palazón, portavoz de Prodein, ONG que trabaja en Melilla
"Rebusco comida en la basura. Y mendigo para comprar bocadillos", detalla. Despeinado y enfundado en una roída chaqueta vaquera, narra que ya vivió en España tres años. Hasta que lo deportaron por no tener papeles. Una expulsión que para Benfudda —con una hija de un año y ocho meses en Pamplona, donde vive con su madre marroquí— solo supuso el inicio de otro viaje. La vuelta a la Península.
Un regreso que se ha estancado en Melilla, donde duerme junto a un veinteañero en un angustioso espacio de menos de dos metros de ancho. Sin acceso a la asistencia del CETI. "Atrapado". Sin poder trasladarse a la otra orilla del Estrecho al no tener papeles. Y sin querer dar marcha atrás para volver a Marruecos y, de ahí, a su país de origen. "Allí no me queda nada", sentencia el argelino.
"Matan las horas a la espera de que alguna vez los metan en el CETI", comenta Palazón. En chabolas que también usan durante el día otros sin papeles del centro. Para cocinar, por ejemplo. Y para conversar entre familiares sin el ajetreo de esas instalaciones, de las que pueden entrar y salir libremente.
Rachid apaga un cigarro en un vaso de plástico. Comparte tabaco con un "compañero" que vive en otra chabola. Conversan despacio en francés. Aunque cambia rápidamente al español para contar que cruzó la frontera a "la carrera" hace cuatro meses; que ya estuvo en España de 2002 a 2005; que volvió a Argelia por "asuntos de familia"; y que ahora se dirige a Francia, donde viven su hermana y sus cinco sobrinos. "Pediré la reagrupación familiar". Pero no se plantea volver a su país. Entonces, mira la valla de seis metros que separa Marruecos de Melilla. Dos mundos muy distintos. Y él se sienta en el suyo: su chabola.
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