Instalados en el disparate
El diálogo bilateral no es la alternativa para desactivar el independentismo
En el mes de diciembre se cumplirán 35 años del referéndum de aprobación de la Constitución. En cualquier país 35 años de vigencia de una Constitución son muchos, pero en España lo son mucho más. Son prácticamente todos los años de nuestra experiencia constitucional democrática y son los únicos 35 años continuados en nuestra historia de los dos últimos siglos en que una Constitución no ha visto suspendida su vigencia ni un solo segundo en ninguna parte del territorio del Estado. En estos 35 años el Estado español se ha renovado por completo. La distancia entre el Estado español anterior al 29 de diciembre de 1978, fecha de entrada en vigor de la Constitución, y el posterior es enorme. Distancia que se ha ido haciendo mayor a medida que la vigencia de la Constitución se prolongaba en el tiempo.
Esta distancia es visible en todo, pero de manera muy especial en lo que a la articulación territorial del poder se refiere. Políticamente España es un Estado y 17 comunidades autónomas (más dos ciudades autónomas). En el momento de la inicial puesta en marcha de la Constitución pudo no haber sido así, pero el intento de interpretar el artículo 2 y el Título VIII de la Constitución a través de pactos bilaterales con País Vasco y Cataluña no prosperó y a partir de los Pactos Autonómicos de 1981 se impuso el Estado Autonómico tal como hay lo conocemos.
La posibilidad de la bilateralidad como vía interpretativa de la Constitución desapareció en el momento de la construcción inicial del Estado con base en dicha Constitución. El resultado del referéndum de ratificación de la iniciativa autonómica en Andalucía, el 28 de febrero de 1980, extendió el certificado de defunción de dicha posibilidad. A partir de entonces, la bilateralidad es un espejismo. Pretender gestionar la diversidad territorial de España a partir del principio de bilateralidad es desconocer la historia constitucional democrática del país.
Me temo que el nacionalismo catalán no ha acabado de entenderlo. Políticamente España no es la que ellos piensan que es. Ningún problema de estructura del Estado se va a poder abordar sin el concurso del conjunto de las comunidades autónomas. Ya no se puede ni siquiera intentar abordarlo como se hizo en el momento de inicial puesta en marcha de la Constitución. En el otoño de 1979, cuando se pactaron entre el Gobierno de Adolfo Suárez y la representación parlamentaria vasca y catalana los estatutos de ambas nacionalidades, todavía se podía intentar buscar solución a los problemas de estructura del Estado con base en una negociación bilateral. Hoy ya no es posible. Dejó de serlo inmediatamente después de que se produjera el intento.
La reacción que se ha producido ante el simple indicio de que se pudiera estar pensando en dar una respuesta singularizada a la financiación de Cataluña ha venido a confirmarlo. Ningún Gobierno de España puede hacer frente a la mera sospecha de parcialidad territorial. Ni siquiera en las filas de su propio partido. La recepción que ha tenido en el interior del PP la propuesta de Alicia Sánchez-Camacho habla por sí sola.
La negociación bilateral entre el Gobierno de la Generalitat y el Gobierno de la Nación, a fin de reconducir el debate independentista a unos términos aceptables para ambas partes, es una posibilidad que no existe. Tengo dudas de si, a estas alturas del guión, sería posible poner en marcha una iniciativa de esta naturaleza en el Parlamento de Cataluña, pero estoy convencido de que sería imposible hacerlo en las Cortes Generales. La negociación bilateral no es una alternativa para desactivar el independentismo.
La única alternativa para definir de manera distinta la posición de Cataluña en el Estado español pasa por la reforma de la Constitución. En mi opinión, sería la mejor de las posibles. Pero, me temo, que ni el PP ni los partidos más representativos del nacionalismo catalán están por seguir ese camino. En consecuencia, es una vía tan pensable jurídicamente como imposible en términos políticos.
Mientras tanto seguiremos con los memoriales de agravio, los plantones del president de la Generalitat a la vicepresidenta del Gobierno o la maniobra de la vicepresidenta del Gobierno para desairar al president, según la perspectiva desde la que se mire el incidente, y un etcétera interminable. Nos hemos instalado en el disparate y cada día parece más difícil imaginar siquiera como se puede salir de él. Nada me gustaría más que equivocarme y que se pudiera encontrar una vía de solución en la que nadie se sintiera humillado. Pero cada vez lo voy viendo más difícil.
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