‘Lehendakaris’ europeos
Los comentaristas despiezan analíticamente a Urkullu y Mas para ver cómo exponen su hecho diferencial y sus proyectos inmediatos
Los mensajes de Año Nuevo de los presidentes de las Comunidades Autónomas, que tradicionalmente se recogían como una más entre las noticias rutinarias de las Navidades, han pasado a convertirse ahora en objeto de un nuevo interés hermenéutico. Sobre todo en el caso de dos de ellos, los de Mas y Urkullu. Los comentaristas han empezado a despiezarlos analíticamente para ver cómo exponen su hecho diferencial y sus proyectos inmediatos. El primero de ellos ha sorprendido con su giro social asociado a la búsqueda del soberanismo, mostrando que ERC está condicionando ya de forma efectiva al nuevo gobierno catalán. Urkullu, por su parte, aunque sin prisas, ha hablado de la necesidad de “ganar un nuevo horizonte europeo para Euskadi”. La expresión es lo suficientemente ambigua como para no tener que preocupar en exceso, pero apunta también en la dirección que Mas viene reclamando para Cataluña, lo de crear un nuevo Estado en Europa.
Todos sabemos que esta insistencia en lo europeo es para evitar asociar la independencia a un aventurismo político de poca viabilidad. Fuera de Europa hace demasiado frío y resultaría a todas luces inimaginable para cualquiera de estas dos comunidades. Con todo, no deja de sorprender ese continuo recurso a Europa, porque, que se sepa, ya están en ella. No como Estados, desde luego, que es a lo que aspira con mayor o menor énfasis el nacionalismo catalán y vasco, pero sí como regiones que gozan de algunas de las mayores cotas de autonomía política. A donde quiero llegar es a que, escuchándolos, uno no puede dejar de pensar que quizá hay también un sentimiento más o menos inconsciente de que estando en España no acaban de ser europeos de verdad. En esto tiene mucho que ver la propia deriva de nuestro continente hacia una Europa de primera y segunda división, que hoy algunos son más europeos que otros. Y nuestros dos lehendakaris parece que quieren jugar en la Champions, desprenderse del lastre ibérico.
Esta idea me trajo a la memoria una estupenda anécdota del libro de M. Ignatieff, El honor del guerrero (Taurus, 1999), donde el autor refleja un comentario de un soldado serbio en plena guerra civil yugoslava refiriéndose a sus enemigos: “Los croatas se creen más que nosotros. Les encanta pensar que son unos europeos muy finos, pero, ¿sabe lo que le digo?, que todos somos mierda de los Balcanes”. Esto le lleva al escritor canadiense a reflexionar con perplejidad sobre por qué en vez de partir de aquello que les une, “ser mierda de los Balcanes”, y actuar conjuntamente para acabar de una vez con esa lacra, se empecinaban en acentuar sus pequeñas diferencias y combatirse con crueldad. Hoy, muchos miles de muertos después, se están reencontrando poco a poco en Europa —hasta Serbia acabará entrando en la UE— e incluso se votan entre sí en Eurovisión. Después de tanto tiempo de crímenes y miseria, el “horizonte europeo”, si no se frustra, está sirviendo en esta zona también, como ya hiciera antes entre Francia y Alemania, para recrear una nueva —aunque difícil— unidad.
Está claro que no nos consideramos mierda de Iberia, ni somos vistos así por los más conspicuos independentistas catalanes o vascos. Eso ya lo tenemos superado desde después del franquismo. Pero, curiosamente, para nosotros “el horizonte europeo” se está convirtiendo en el principal motivo actual de nuestra ya histórica desvertebración. Europa no parece ser ya la orteguiana solución de España. Y no porque nuestros dos lehendakaris quieran integrarse en ella con sus regiones como Estados propios, sino por la propia deriva de la UE hacia la acentuación de los egoísmos estatales y la fragmentación nacionalista. Es como si una Europa desestructurada tuviera la consecuencia de provocar el mismo efecto en nosotros. O, en otras palabras, no podemos pensar el futuro de nuestra organización territorial como algo independiente de la empresa europea; de ella depende, además, nuestro más amplio destino social, económico y político. Vivimos ya, lo queramos o no, dentro de lo que los politólogos llaman un “gobierno multinivel”, que funcionará a trancas y barrancas, pero que tampoco tiene una alternativa mejor.
El problema consiste en que no hemos conseguido lubricarlo con la legitimidad necesaria como para que el cruce de identidades nacionales se armonice dentro de esa compleja estructura reticular de instituciones superpuestas. Ni en Europa ni en España. Pero para ello hay que moverse. En Europa y en España. Buscar el encuadre en el que las piezas encajen cómodamente. Atender a la realidad, no aferrarse a fetichismos constitucionalistas o a las ensoñaciones de una Europa partida en nuevos feudalismos estatalistas.
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