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Tribuna
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Permanezcan asustados

El mando no está en las mejores manos ni se ve acompañado del acierto

“Por su seguridad, permanezcan asustados”, rezaba la leyenda de una viñeta de El Roto y en esas estamos. Nos están inoculando dosis cada vez mayores de miedo y están obteniendo de nosotros comportamientos cada vez más sumisos. Como escribía Milan Kundera, la víctima busca incansable su culpa. Necesita identificarla para encontrar sentido al castigo que está recibiendo porque lo que se le hace intolerable es el sinsentido. La conectividad nos asegura el nivel de inundación informativa suficiente pero, como siempre, la primera carencia de toda inundación es la del agua potable de la inteligibilidad. Todo son estímulos noticiosos fragmentarios y descontextualizados, arrastrados por la torrentera, con toda clase de materiales de la más variada procedencia sin garantía alguna. Se instaura la idea del vale todo, de lo mismo da.

Por eso en esta hora de desolación cobra mayor significado y merece máximo merecimiento el cumplimiento del deber. Es el honor que Kavafis rinde a quien defiende Termópilas aunque sepa que merced al Efialtes de turno los persas acabarán pasando. Es el temple que exalta Cervantes en el discurso de las armas y las letras de la segunda parte del Quijote al soldado que cumple aunque pueda volar al explotar la mina cavada bajo sus pies por el enemigo. El mando no está en las mejores manos ni se ve acompañado del acierto. Parece haber renunciado a la ejemplaridad y carece de autoridad moral para seguir reclamando sacrificios sin tasa. Se ahorran por completo las explicaciones, como cuando se predicaban las cruzadas el discurso se limita al Dios lo quiere que en este caso se traduce por “no nos gusta pero hay que hacerlo sin aplazamiento alguno, por exigencia de los mercados”, igual que se desnudaban nuestras actrices por exigencias del guión.

Así vemos y escuchamos al ministro de Hacienda y Administraciones Públicas, Cristóbal Montoro, apuntarse a la subida del IVA después de haber hecho mofa reiterada de semejante medida. Imposible reconocer bajo la misma fisonomía al defensor a ultranza de la curva de Laffer, según la cual para incrementar la recaudación fiscal el procedimiento a seguir es el de la reducción de los impuestos. Parece increíble pero es este mismo Montoro quien proclamaba en su anterior encarnación ministerial que se habían terminado los ciclos económicos, de modo que en adelante quedaba instaurado el progreso indefinido. El profesor Montoro pudo encumbrarse en la Universidad pero al calzarse de nuevo las botas de siete leguas y regresar al Gobierno de la nación, ahora de la mano del presidente Mariano Rajoy, ha renunciado a todos sus saberes teóricos y experimentales, contrastados durante la época de Aznar. Es cierto que hace días, al dar posesión de su cargo al gobernador del Banco de España Luis M. Linde, dijo que se aprestaba a situar de nuevo al país en el liderazgo europeo y como campeón en la creación de empleo, pero las cifras del paro se resisten y todo son anuncios de subidas de impuestos.

Tan solo hubo un guiño de complacencia a los defraudadores en forma de amnistía fiscal para que repatriaran sus dineros, sin nada que temer ni tributar, pero los destinatarios se han mantenido escépticos. Falta imaginación para hacer una oferta adecuada y configurar un habitat atractivo a las grandes fortunas. Todavía no se ha caído en la cuenta de que son una especie amenazada que requeriría especial protección porque siempre está en condiciones de emigrar hacia climas más favorables como los de los paraísos fiscales que multiplican sus ofertas de acogida. Quedan muchos resabios de ese catolicismo tridentino, contrarreformista, siempre sospechoso de la riqueza, encerrado en la consideración de la parábola evangélica del rico Epulón y el pobre Lázaro, cuya suerte se invierte al cruzar el umbral de la vida eterna. Empeñado en multiplicar la dificultad de que los ricos entren en el reino de los cielos hasta equipararla a la que representa hacer pasar un camello por el ojo de una aguja. Parecería que se ha evaporado la modernización aportada a la vida española por monseñor Escrivá, decidido a terminar con las manos muertas, en línea con el protestantismo, heraldo de que la prosperidad en esta vida es signo de predestinación para la otra.

Se advierte timidez, falta audacia para dar el paso consiguiente. Porque si la prosperidad es meritoria y debe reconocerse el mérito de quienes la alcanzan, la pobreza es también un demérito, una culpa merecedora de castigo. Por eso, los liberales sin complejos quieren terminar con la sopa boba de los conventos, liquidar los servicios públicos, reconocer solo los derechos económicos que derivan de la propiedad y acabar con los sistemas de protección social que representan un despilfarro y reducen nuestra competitividad.

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