Aquí los verdugos, aquí las víctimas
El ruido de la crisis se ha vuelto infernal. Solo unos pocos no se dejan atrapar. El Roto es uno de ellos. Día tras día, la condensa en un aforismo virtual.
Hay quien asegura que las películas de terror más angustiosas no son aquellas en las que el espectador se ve amenazado por un violento y viscoso monstruo, repleto de dientes, garras y otros atributos igual de agresivos. Mayores tormentos causan las que saben reflejar cómo un intangible pero decidido espíritu maligno impregna la historia que carcome poco a poco la estabilidad de los protagonistas, que al final apenas si tienen fuerzas para mostrar su desesperación con un grito aterrador. The end.
Algo así nos está ocurriendo. La angustia privada, que tanto daña la convivencia y los afectos, se corresponde con un pesimismo público donde los únicos mensajes que nos llegan son solo para exigirnos unos sacrificios a todas luces excesivos, empeorados además por la constatación de la evidencia: los ricos son cada vez más ricos, y los pobres, cada vez más pobres. Demagogia tan barata como comprobable.
El parado español 5.624.312 sabe que no va a poder pagar la hipoteca. Y le han dicho que los culpables de su situación son los mercados. Pero 5.624.312 ignoran quiénes son esos mercados. Ahí es nada: los mercados. Entes multiformes e inconsútiles, tan escurridizos como implacables. Los mercados, sin embargo, necesitan que alguien se manche las manos que ellos no tienen, espectrales como son. Así es como nacen los banqueros, pero no esos señores tan majos de la esquina que nos han dado el crédito para el Seat Ibiza, no, si ellos son solo unos mandados, pobres. Son los de arriba, que si se empieza la escalera se suele acabar en Fráncfort, por no llegarnos a las Islas Caimán, tan soleadas, o, si no se quiere viajar tan lejos, a la céntrica Suiza. Pero los mercados y sus apéndices incestuosos, los bancos, tan indistinguibles unos de otros, se han demostrado muy hábiles, y a lo largo de la historia han buscado otros cómplices igual de anónimos: los políticos. ¿Quizá el concejal del distrito, el alcalde, el presidente de la comunidad autónoma, el presidente del país? Ni tan siquiera. Son los políticos. Así, en genérico, residentes en ciudades lluviosas, quizá Bruselas, quizá Berlín.
Entre los tres, mercados, banqueros y políticos —en ocasiones, socorridos por la inestimable ayuda de funcionarios deshonrosos o simplemente idiotas—, han conseguido hacer esta niebla espesa, esta bruma sofocante, este puré de guisantes que nos aprieta el corazón, nos estrecha la garganta y nos envenena el cerebro. Un batiburrillo indescifrable de datos y porcentajes, convenientemente adobado de términos ininteligibles, que han construido una malla inextricable de voces y órdenes de miles y miles de intermediarios de la que nadie —por mejor decir, los ciudadanos siempre perdedores, los más débiles o más humildes— se puede zafar. Es la pesca salvaje de los pezqueñines, mientras los grandes saurios se divierten en aguas plácidas.
Pero El Roto no se ha dejado atrapar por el ruido infernal que nos rodea. Día tras día nos ofrece, con una inteligencia deslumbrante, el mejor de los aforismos. O de los microrrelatos. Como el científico con el microscopio, ha barrido la faramalla de los palabreros y los hilos de los enredadores, y se ha quedado con lo esencial: el verdugo y la víctima. Para no equivocarse o perderse por las ramas de tanta trampa, ha decidido tirar por derecho y así nos lo cuenta, límpidamente: este es el asesino múltiple, el canalla, el ladrón o el violador, y estos otros de aquí son los inmolados a manos de esos sinvergüenzas. Y aún nos facilita más la lectura con una utilización magistral, y un punto novedosa, del primer plano del malvado, intimidatorio por el gesto feroz, para que no podamos escapar de la evidencia. O la cara del desgraciado, el dolor en la mueca que tampoco nos deja salida alguna.
Debe de ser muy fácil hacerlo. Un lápiz, un papel y ya.
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