Valle de los Caídos: dejen salir a los muertos
Las víctimas no pueden reposar junto a su asesino. Hay que buscar un espacio de dignidad democrática
Como un árbol de piedra con dos ramas extendidas, se aparece a lo lejos rompiendo la armonía de un bosque frondoso, una descomunal cruz que se apoya sobre las entrañas desgarradas de la tierra. Cuando ya seamos el olvido que seremos, los habitantes de nuestra tierra seguirán contemplando, no sé si con resignación o fervor, ese monstruo petrificado por deseo de un dictador que acumula sobre su biografía la ingente cantidad de más de 200.000 asesinatos previamente anunciados y sistemáticamente ejecutados.
Las obras de la basílica sepulcral del Valle de los Caídos comenzaron el 1 de abril de 1940 con la significativa presencia de los embajadores de la Alemania nazi y de la Italia fascista. Todo se desarrolló según la parafernalia del régimen, incluso el Caudillo activó el primer barreno. El decreto que acuerda su construcción es suficientemente expresivo. Se trataba de honrar a los que cayeron en el camino de Dios y por la patria, a sus héroes y sus mártires. Es difícil darle la vuelta a la historia.
Nuestro país ha demostrado tener una memoria selectiva. Los tiempos, las actitudes y las víctimas son evaluados conforme a criterios de pura oportunidad política. Se ha constatado de nuevo con ocasión del comunicado reciente de la organización terrorista ETA. Al conocer su texto, el expresidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero, cuyos esfuerzos han sido decisivos para adelantar el final de la banda terrorista, pronunció una frase que comparto en su integridad: “Será una democracia sin terrorismo, pero no sin memoria”. Me hubiera gustado que cuando se inició la Transición, y sobre todo cuando entró en vigor nuestra Constitución de 1978, alguien hubiera proclamado: “Será una democracia sin franquismo, pero no sin memoria”.
Una vez más nuestro país corre el riesgo de padecer una amnesia desgarradora que dificulte nuestra convivencia. Solo en España es posible una reacción semejante. En otros países el debate sobre sus convulsiones internas fue más maduro y transparente. ¿Qué ocultan o no quieren expresar los que se instalan en el desdén y en el reproche a quienes queremos rescatar la democracia de las ataduras del dictador? ¿Por qué no se posicionan de manera clara y sin tapujos en favor de la dictadura? Nada les impide sostener, con entera libertad, que su régimen fue una era prodigiosa que lanzó nuestro país hasta cumbres y metas nunca jamás alcanzadas. Si admiten generosamente que es posible que hubiera excesos pueden justificarlos acudiendo a la teoría de la legítima defensa. Si tienen problemas, su líder y san Agustín pueden sacarles del apuro: era necesario para salvar a España. No había otra alternativa que eliminar los miembros podridos.
Tapan sus vergüenzas dialécticas y sus carencias éticas bajo la demagogia más burda. Sostienen que es maniqueo decantarse por quiénes fueron los buenos y cuáles los malos. Para evitarlo se refugian en la más árida simpleza argumental. Con la más desenfadada demagogia, formulan preguntas que consideran demoledoras ¿A quién le importa esta antigualla? Lo que realmente importa a la gente es el paro. Doscientos mil asesinatos, previamente calculados y fríamente ejecutados, ¿a quién le importan? Nos importan a muchos que, como dice Thomas Mann, pensamos que “pasarlo todo por alto con elegancia, no siempre es lo más adecuado y les pone las cosas demasiado fáciles a los canallas”.
No faltan los conformistas y los calculadores. Se sienten incómodos con los que solicitamos verdad, justicia y reparación. Consultaron a lumbreras demoscópicas que les dijeron que no era un buen negocio electoral. Según sus sabias previsiones perderían votos. Efectivamente, tenían razón, más de cuatro millones.
La comisión de expertos, nombrada por el anterior Gobierno, ha dictaminado que Franco debe salir de la montaña horadada y José Antonio ocupar un puesto junto a los restos de los republicanos desenterrados subrepticiamente por sus asesinos.
Me desconcierta que se conceda la última palabra a la Iglesia. No soy especialista en derecho canónico, pero me permitirán manifestar mi perplejidad ante la sumisión de la dignidad democrática a los mágicos efluvios de una posible sacrali-zación de las piedras. La Iglesia no tiene nada que decir, en todo caso, aunque tarde, pedir perdón por su complicidad decisiva para que esta tragedia se consumase.
Sigo pensando que nunca es malo ni tarde para rectificar un error. En todo caso, si los poderes públicos deciden seguir calculando y claudicando, que dejen salir a las víctimas. Es insoportable que reposen junto a su asesino. Sabremos buscarles un espacio de dignidad democrática, donde, como en los cementerios emblemáticos de los países que han luchado por la libertad, puedan recibir el homenaje de sus conciudadanos. La montaña horadada y el risco que soporta la cruz pueden ser ocupados, cada 20 de noviembre, por los cánticos fascistas hasta que la maleza los cubra piadosamente sepultándolos en el olvido.
José Antonio Martín Pallín, abogado, fue magistrado del Tribunal Supremo y comisionado de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra).
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