Solo enumero las horas claras
Tan solo una fraternidad universal, la conciencia de una solidaridad humana, podrá hacer mejor la sociedad, resolver las injusticias y las desigualdades
La época covid que estamos viviendo nos ha alejado más de nuestras sociedades y nos ha convertido en autómatas dependientes de tranquilizantes y ansiolíticos. Resulta paradójico que por un lado nos hemos dado cuenta de que somos fundamentalmente seres sociales, que necesitamos de los otros para ser, y por otro lado se ha consolidado una sociedad anestesiada que no parece haber aprendido ninguna lección de este encierro.
Hemos tenido tiempo suficiente para conocernos mejor y sin embargo no hemos hecho otra cosa que mirarnos el ombligo. La estupefacción y el temor han sido la norma. En definitiva, podíamos haber aprovechado para interrogarnos a nosotros mismos, para saber qué debemos ser. Preguntarnos cómo pensar, cómo vivir. ¿Nos ha servido todo este tiempo para ser mejores?
“El ingrediente fundamental para la felicidad, la salud y el bienestar son las buenas relaciones interpersonales, familia, amigos y comunidad”. Estas son las conclusiones del estudio que ha realizado Telefónica, La importancia de las conexiones humanas, y que ha contado con la participación de Robert Walfinger, catedrático de la Universidad de Harvard. “La ciencia dice que la empatía y la conexión humana son esenciales para nuestra salud y bienestar: cuando meditas te das cuenta de que todo cambia continuamente y es incontrolable, eso te acerca a los demás, porque todos sufrimos dificultades en la vida”.
El coronavirus ha desenmascarado los límites del neoliberalismo y nos ha mostrado sus contradicciones. Los problemas son de todos, porque todos vivimos en sociedad. Sin embargo, seguimos paralizados. ¿Cuántas horas hemos pasado aletargados frente a las pantallas de nuestros dispositivos?
Hemos tenido tiempo suficiente para conocernos mejor y sin embargo no hemos hecho otra cosa que mirarnos el ombligo
Somos tan poca cosa que estamos en el umbral de convertirnos definitivamente en nada. ¿O ya estamos ahí, en la nada, y no hay nada más que una vana ilusión de ser algo?
¿Qué movimiento, líder, idea o plataforma existe en este momento que nos arrope? Los ismos y los dogmas de fe parece que no son capaces de responder a las grandes preguntas. ¿Es la economía liberal, y por ende el consumismo, el único espacio en el que se nos permite ser y coincidir? La comunidad humana global se consume en un individualismo de lucha a muerte por la subsistencia.
En realidad, estamos faltos de resistencia al presente. A mi alrededor solo veo pereza, desconfianza y resignación. ¿Qué puede salvarnos? “No solo un dios; no solo la creación artística; no solo la oratoria política, también la proximidad”, Heidegger dixit.
En definitiva, desde la Grecia clásica, Aristóteles ya nos advirtió de que somos animales políticos (zoon politikón). Animales cívicos, ciudadanos, seres que se integran en una comunidad superior, la polis. No somos sino en sociedad. La sociedad comienza con la aparición y el reconocimiento del otro. Sin los demás no somos nada. Incluso necesitamos de los que no piensan ni actúan como nosotros. Necesitamos al diferente, que nos enriquece, nos complementa y nos ayuda a replantearnos quienes somos. La duda como motor de cambio y mejora.
Lo contrario de lo que estamos viendo con algunos de nuestros representantes políticos: confrontación, crispación y falta de voluntad para cambiar un sistema que les resulta favorable. El conflicto como motor de la historia y como forma de dominación. Da la impresión de que cuanto más obscuras son sus ideas, más beneficios obtienen. A fin de cuentas necesitan vender que el contrincante es malo de una sola pieza. Demonizarlo hasta la náusea. No importan las mentiras, son fundamentales para llegar al poder. A más maldad, más rédito. ¿Quién quiere un mundo donde reine el populismo fascistoide?
La única alternativa que veo capaz de asumir es la de la resistencia íntima. Honestidad y generosidad. No hay otra opción. Y no siempre es fácil. La soberbia y el egoísmo certifican y reafirman su presencia. No es un cambio de época, es un cambio de dimensión. De lo que se trata es de anestesiar a la ciudadanía. Deberíamos poner en valor la imaginación, la sensibilidad y el sentido del humor como armas de resistencia.
Mi madre se está muriendo. Este hecho me está provocando la alarmante sensación de que “se me esté moviendo el piso”, como dicen los argentinos. Lo que necesito es creer en algo lo suficientemente poderoso como para no caer en el abandono o la melancolía.
El alma humana es un anhelo de retorno. Por eso dice Novalis que la filosofía es la nostalgia de estar en casa. Deseamos empero, regresar a un hogar que de hecho nunca existió, ―tal cual lo guardamos en nuestro imaginario―. Necesitamos volver a nuestro hogar primigenio para salvarnos, para sentirnos amados e incondicionalmente protegidos.
Según Kant, “la felicidad es un ideal, no de la razón, sino de la imaginación”. Sin embargo, ¿existe alguna fórmula que disminuya el sufrimiento? ¿Alguna terapia que nos salve del horror de las ausencias?
Cuando mi madre ya se encuentre muy débil y parece que esto no tardará mucho―, es posible que la más leve molestia sea suficiente para que concluya su existencia. Oh, muerte, ven callada como sueles venir en la saeta. Pensar que no volveré a verla nunca más me paraliza.
Todos los seres humanos estamos relacionados entre nosotros. No somos islas, somos un mismo continente.
En un mundo robotizado y digitalizado, tenemos que empezar de una vez por todas a cuestionar nuestra conducta hacia los demás. Si corremos el riesgo de aislarnos todavía más, también podemos correr el peligro de perder la perspectiva sobre la importancia de la necesidad del otro. Es cuando estás a punto de perder a alguien amado que el vértigo de su anunciada ausencia nos hace constatar que necesitamos de los otros para existir, y para existir bien.
Todos los seres humanos estamos relacionados entre nosotros. No somos islas, somos un mismo continente. “La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti” (John Donne). Solo una fraternidad universal, la conciencia de una solidaridad humana, podrá hacer mejor la sociedad, resolver las injusticias y las desigualdades. Si somos indiferentes, si no somos solidarios y generosos con los demás, no podremos vivir en un mundo mejor, no podremos cantar felices. Ahora ya no canta nadie, ni en las casas, ni en patios, ni en las calles.
A nuestra madre le gustaba cantar. A decir verdad, la mayoría de las veces no nos dejaba escuchar la música de las películas porque ella hacía de intérprete. La recuerdo en momentos muy difíciles, en los que sin embargo se levantaba de la cama con una energía extraordinaria. Despertaba a mi hermana pequeña, que tiene parálisis cerebral, cantando todas las mañanas.
Todo empezó a cambiar cuando se quedó a vivir sola y su círculo social se redujo notablemente. Cuando la presencia de mi hermana se volvió infinita y la vejez llegó de golpe como un naufragio. Los últimos años los vivió recluida como si tuviese que pagar el precio de haber traído a mi hermana pequeña a este mundo.
Desde hace dos años padece un cáncer, estamos ya en la recta final. En líneas generales, podría decir que me enfrento a uno de los momentos más delicados de mi vida. Lo primero que me viene a la cabeza es aislarme, y sin embargo no ceso de repetirme lo mucho que necesito de los demás para seguir adelante.
Pienso en aquella frase de Borges que decía: “Solo enumero las horas claras”. Que es muy lindo porque se refiere a las horas de felicidad. Tengo que apropiarme de esta misma idea, aprender a vivir sin su presencia y preguntarme: ¿Seré capaz de cantar después de los tiempos oscuros?
“Suena el reloj. Qué duro es despertar por las mañanas, de dormir mal estoy cansada. Ya empieza a clarear el día, mi alma se ensancha. El día es hermoso, me acerco a su cama.
Qué bonita es y que plácidamente descansa. Los brazos hacia arriba inclinados, como una bailarina de ballet, recostada en la almohada. Mi madre también se despertaba así por las mañanas. Sus manos largas suaves, como plumas de cisne parecen de hada. Huele a fragancia de limón y arbolada.
Le doy un beso y al despertarla, se abren sus inmensos ojos negros. Un solo beso, y recibo mil en forma de alas. “Hola, mamá”, me dice con cadencia de niña mimada. Cuánto amor inspiras criatura, cuánto amor me das cada mañana”.
Esther Álvarez Rodríguez, 1982
Poema dedicado a Helvia Giralt, su hija con parálisis cerebral. En la actualidad Helvia tiene 52 años.
Josep Giralt es periodista. Trabajó en Canal Plus, en el Congreso de los Diputados y como fotoperiodista en América Latina, África y Asia. Es coautor del libro ‘Sentir Etiopía’, (RBA).
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