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República Centroafricana: que nadie le robe la esperanza a los niños

En su primer año en el cargo, el representante de Unicef en el país africano repasa las necesidades allí de la infancia y cuenta cómo la escuela es un poderoso instrumento para ayudarles a mitigar los efectos del conflicto en su día a día

Beindori Noelhas imparte clases a los alumnos de la escuela primaria Elien, al noroeste de la República Centroafricana.
Beindori Noelhas imparte clases a los alumnos de la escuela primaria Elien, al noroeste de la República Centroafricana.James Oatway (© UNICEF)

Hace no mucho, en septiembre, cumplí mi primer aniversario en República Centroafricana como representante de Unicef. Recuerdo las primeras sensaciones que tuve el día que llegué al aeropuerto de Mpoko: el calor húmedo, que pronto se convertiría en lluvia torrencial como anticipo de un pueblo cálido y expansivo, me dio una linda bienvenida. Sin duda, ya en cuanto al clima fue un cambio con respecto a mi anterior destino en Siria, aunque no en cuanto a la gente y el equipo. Afortunadamente, hay cosas hermosas en todos los lugares en los que sirvo que se mantienen.

Mi decisión de venir a este país fue fruto de la convicción de que, da igual el sitio donde esté con Unicef, puedo sumar mis esfuerzos para mejorar –aunque sea un poquito y uno a uno– la vida de las niñas y los niños, su bienestar y sus derechos. He tenido la oportunidad de viajar a muchas regiones de este país, donde nuestros equipos implementan los programas, siempre estando cerca, física y emocionalmente, de las personas a las que nos hemos comprometido a servir.

Dichos viajes me han ofrecido la posibilidad de conocer, discutir, compartir, planear y también reír con muchos de nuestros aliados, quienes llegan cada día a sitios bien difíciles dadas las complicaciones logísticas y de seguridad a las que nos enfrentamos. Pero, como siempre, lo más gratificante es escuchar y dialogar con la gente, sobre todo con los niños y jóvenes, y revivir sus historias y cómo el trabajo de Unicef ha mejorado sus vidas, a veces poco, a veces mucho, pero siempre hay algo bueno.

Fran Equiza, en una de sus visitas por República Centroafricana.
Fran Equiza, en una de sus visitas por República Centroafricana.Unicef

Como el caso de Michel, reclutado durante un tiempo por un grupo armado de los muchos que hay en el país, al que contribuimos a liberar y ayudamos a volver a estudiar y aprender un oficio; hoy se gana la vida con la tierra y criando animales. Michel aún tiene pesadillas, horribles pesadillas, y algunos muy ingratos recuerdos que le vienen a la mente cuando se queda sin hacer nada. Dice que aprender le ayuda a olvidar. “Por eso sigo aprendiendo y trabajando”, nos cuenta.

Lo más gratificante es escuchar y dialogar con la gente, como con Michel, reclutado durante un tiempo por un grupo armado de los muchos que hay en el país, al que contribuimos a liberar y ayudamos a volver a estudiar y aprender un oficio

Como representante he sido testigo, a través de los años y países, cómo la escuela, la esencia del entorno que ofrece y la oportunidad de aprender —no importa en qué forma se materialice—, es un poderoso instrumento para ayudar a los niños y niñas a mitigar los efectos de la inseguridad y el conflicto en su día a día.

Centenares de miles de personas en República Centroafricana están afectados por la inestabilidad y han sido obligados a dejar sus casas y convertirse en “personas desplazadas” buscando lugares más seguros. Siempre que esto sucede, la escuela es una de las primeras víctimas y se interrumpe, privando a los chavales de su educación.

Tan pronto como podemos llegar a ellos y ellas, les ofrecemos refugio y, en la medida de lo posible, levantamos una tienda y la convertimos en escuela; con ello pueden seguir aprendiendo, pueden sentir una cierta normalidad y pueden seguir siendo niños. A veces no es un maestro o maestra quién da las clases, sino un maitre-parent, un “maestro-padre”, o más comúnmente una “maestra-madre”, que se pone a disposición de los chicos y chicas.

Las mamás me pedían, sobre todo, que los niños y niñas tuvieran educación, que abriéramos una escuela, o que pudieran volver a la que se había cerrado

Recuerdo mi último viaje a Bouar, en el oeste del país, dialogando con los desplazados. Las mamás me pedían, sobre todo, que los niños y niñas tuvieran educación, que abriéramos una escuela, o que pudieran volver a la que se había cerrado. No tenían casi nada, pero sí la confianza de que la escuela es lo que los chavales necesitan para crecer, aprender y estar a salvo, pero sobre todo para que nadie les robe lo más importante, la infancia, que es donde reside la esperanza.

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