La malnutrición es la derrota del Estado
Un nuevo libro pone el foco en la necesidad de gobernar el sistema alimentario para acabar con el hambre y la obesidad
Uno de los ensayos más peculiares que he leído se titula Seeing Like a State (algo así como La perspectiva de un Estado), del profesor James C. Scott. Se trata de un libro sobre los grandes fracasos de los gobiernos en su empeño por mejorar la condición humana. Entre perlas como la colectivización soviética o el ujamaa tanzano, se cuela un capítulo sobre el descalabro del sector público a la hora de promover un modelo de agricultura justo y eficiente. Desde el intervencionismo planificador de los sesenta a la tecnofilia de los donantes en los noventa, el Estado moderno se ha mostrado incapaz de diseñar un modelo global de producción de alimentos compatible con las necesidades de las personas y del planeta en el que habitan.
Recordé a Scott leyendo Obesidad y desnutrición: consecuencias de la globalización alimentaria, de la investigadora y profesora Kattya Cascante. Este estupendo retrato del sistema alimentario mundial sitúa al Estado en el centro del análisis: primero, para describir su derrota ante la concepción más cruda de economía de mercado; después, para reclamar su responsabilidad en la gobernanza de los bienes públicos globales que están en juego en esta batalla.
La publicación no podría haber sido más oportuna. Como recordaba la Cumbre Alimentaria de la ONU celebrada el pasado otoño, el sistema se enfrenta a una verdadera tormenta perfecta: subidas de precios en alimentos e insumos; alteraciones de la oferta como consecuencia de los conflictos, las restricciones al comercio y los shocks naturales extremos; la crisis de endeudamiento de Estados y familias; y el desplazamiento o desaparición de los pequeños productores.
Dentro de poco, clima y demografía se conjurarán para reducir al mínimo nuestro margen de maniobra
El resultado: hasta 811 millones de personas padecieron hambre en 2020, un 20% más que en el año anterior. Otros 2.000 millones largos padecen sobrepeso u obesidad, en muchos casos como consecuencia de la pobreza.
Nada sugiere que esta tendencia vaya a cambiar en el corto plazo. Como recuerda Cascante, lo que hoy estamos viendo es el resultado de un proceso puesto en marcha hace décadas. Desde el productivismo de la revolución verde a las contradicciones de la Agenda 2030 (apostar por un modelo sostenible y basarlo a renglón seguido en un crecimiento ciego es decir una cosa y la contraria, sin dientes para hacer cumplir ninguna de ellas). Todavía contamos con medios de producción y alimentos suficientes, pero catastróficamente mal distribuidos. Dentro de poco, clima y demografía se conjurarán para reducir al mínimo nuestro margen de maniobra.
Solo hay una cosa más peligrosa que un mal Estado, y es la ausencia del Estado. Y aquí es donde la profesora Cascante desarrolla la tesis más sugerente del libro, en mi opinión: necesitamos embridar el sistema. Los Estados (y las organizaciones supranacionales que estos componen) deben recuperar la iniciativa en la gobernanza de desafíos esenciales para nuestro futuro alimentario como la ausencia de investigación, la especulación financiera, el acaparamiento de tierras o la pérdida de biodiversidad. El hecho de que esta propuesta llegue precisamente cuando la pandemia ha cambiado la doctrina acerca del papel del sector público en lo común, la hace aún más pertinente. Si los Estados pueden intervenir para financiar y gobernar la salud global y la recuperación frente la crisis, ¿por qué no hacerlo en un ámbito no menos relevante como el de la producción y consumo de alimentos?
Si se le puede hacer un reproche a Obesidad y desnutrición es que no llega a elaborar en detalle las propuestas que articularían esa gobernanza. Tal vez esta sea la excusa para un nuevo libro, que me encantaría leer.
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