Garantizar el derecho a la educación en contextos de crisis encadenadas
Las aulas cerradas por conflictos o catástrofes naturales se han convertido en un síntoma global de fragilidad

En los últimos años hemos aprendido a vivir entre crisis encadenadas. Guerras, desastres climáticos, pandemias, desplazamientos forzosos. Cada emergencia ocupa durante un tiempo los titulares, pero hay un daño menos visible que se acumula silenciosamente: la pérdida educativa. Las aulas cerradas por conflictos o catástrofes naturales se han convertido en un síntoma global de fragilidad. Y mientras el mundo reacciona tarde y de forma fragmentada, millones de niños y niñas ven interrumpido su derecho más básico: la educación.
Las escuelas están en el epicentro de este nuevo mapa del riesgo global. Son destruidas por huracanes, terremotos o inundaciones; se convierten en refugios improvisados o, en contextos de guerra, en objetivos militares. Cuando una escuela se derrumba, no solo se pierden pupitres: se rompen rutinas, se interrumpe la alimentación escolar, se suspenden servicios de salud y protección, y se debilita el tejido social que sostiene a la comunidad. En contextos de conflicto y emergencias, la educación protege. Una escuela segura no solo enseña: salva vidas.
En Gaza, la educación se ha convertido en una víctima más de la masacre. En esta ventana para la esperanza que se abre con el anuncio de alto el fuego, es clave que se priorice el retorno de los niños y niñas a las aulas. Garantizar el derecho a la educación es urgente. Gaza es uno de los lugares del mundo más afectados por violaciones graves al derecho a la educación: cientos de miles de niños y niñas permanecen fuera de la escuela y, en estos dos años, numerosas instalaciones educativas han sido dañadas o destruidas. Más de 13.500 estudiantes han perdido la vida, 785.000 han visto interrumpido su aprendizaje y más de 800 docentes han muerto o resultado heridos, según datos del gobierno gazatí. Muchas escuelas se han transformado en refugios improvisados o han sido utilizadas con fines militares, lo que incrementa el miedo entre la población estudiantil. Se calcula que la pérdida educativa acumulada equivale ya a tres años escolares, una herida profunda en el presente y el futuro de toda una generación.
En el Sahel, más de tres millones de niños y niñas han sido privados de educación por el cierre de más de 8.000 centros a causa de la inseguridad. En Bangladés, 35 millones de alumnos vieron interrumpidas sus clases el último año por ciclones, olas de calor e inundaciones que dañaron casi 4.000 escuelas. En Filipinas, regiones enteras perdieron más de un mes de clases por desastres climáticos. En Centroamérica, las aulas se vacían por la doble amenaza de la violencia de las pandillas y los huracanes.
Cuando una escuela se derrumba, no solo se pierden pupitres: se rompen rutinas, se interrumpe la alimentación escolar, se suspenden servicios de salud y protección, y se debilita el tejido social que sostiene a la comunidad
Según los datos más recientes, el año pasado 242 millones de niños y niñas vieron interrumpida su escolarización por fenómenos meteorológicos extremos.
A esta crisis se suma la desigualdad. Los países de renta baja pierden una media de 45 días de clase al año por causas climáticas, frente a los seis días que se pierden en los países ricos. Y esa brecha se amplía cada vez más. La pobreza educativa —la incapacidad de leer y comprender un texto sencillo a los diez años— afecta ya al 70% de los niños y niñas en países de ingresos medios y bajos. Un dato que no solo mide aprendizaje, sino oportunidades futuras: menos educación significa menos ingresos, menos salud, menos capacidad de adaptación ante las crisis que vendrán.
La frecuencia de desastres naturales no ha disminuido; por el contrario, los daños económicos y humanos se han duplicado en la última década. La crisis climática ya no es un riesgo futuro: es el contexto en el que debemos aprender a educar. Si no adaptamos los sistemas educativos a esta nueva realidad, los cierres escolares serán cada vez más prolongados, las pérdidas de aprendizaje más profundas y la desigualdad, más estructural.
España tampoco es ajena a este fenómeno. Ocupa el octavo puesto mundial en riesgos climáticos, con el calor extremo como principal amenaza. Más de mil centros educativos están ubicados en zonas inundables, y tras la dana, más de un centenar de escuelas resultaron afectadas, ocho de ellas con daños estructurales graves. A pesar de ser firmante del Marco de Sendai para la Reducción del Riesgo de Desastres, España no ha avanzado en la implantación del indicador de escuelas seguras ni se ha adherido al Marco Integral de Seguridad Escolar, a diferencia de otros países europeos. Si queremos que nuestro sistema educativo sea resiliente, debemos asumir que el cambio climático también pasa por nuestras aulas.
Sabemos por experiencia que la pérdida educativa tiene muchas aristas. Lo vivimos con la pandemia de la COVID-19, cuando más de 1.600 millones de estudiantes quedaron fuera de la escuela y los sistemas educativos cerraron, de media, 141 días. Las consecuencias fueron profundas y desiguales: los alumnos más vulnerables no solo perdieron contenido académico, sino también apoyo emocional, alimentación y protección. Cinco años después, los efectos aún se notan.
La educación no puede seguir siendo una víctima colateral de cada crisis. Debe formar parte de la respuesta. Esto implica integrar la gestión del riesgo en las políticas educativas, garantizar planes de continuidad en cada centro, formar al profesorado en enseñanza híbrida y en apoyo psicosocial, y asegurar recursos tecnológicos y conectividad para que ningún niño quede fuera. También exige invertir en infraestructuras resilientes, adaptar las escuelas a las nuevas condiciones climáticas y dotarlas de sistemas de alerta temprana que conecten con las comunidades locales.
En 2024 más de 400 millones de estudiantes en todo el mundo se vieron afectados por cierres de escuelas relacionados con el clima, y 242 millones de niños y niñas vieron interrumpida su escolarización por fenómenos meteorológicos extremos
Pero sobre todo requiere una decisión política clara: destinar financiación estable y suficiente a la educación en emergencias. Hoy apenas el 3% de la ayuda humanitaria global se dedica a garantizar la educación durante una crisis, cuando debería ser al menos el 10%. Educar en medio del desastre no es un lujo, es una necesidad. Las escuelas son espacios que protegen, alimentan, orientan y devuelven la sensación de normalidad a la infancia. Son también fuente de resiliencia, los lugares donde se aprende a comprender los riesgos y a prevenirlos.
Educar cura en el sentido más amplio del término: restablece vínculos, sana el trauma, ofrece un horizonte cuando todo alrededor se derrumba. En las emergencias, una escuela abierta puede significar la diferencia entre la esperanza y la desesperación. Por eso, garantizar la educación en todo contexto no es solo un compromiso con la infancia, sino una estrategia de supervivencia colectiva.
Si queremos un mundo más justo y sostenible, debemos empezar por asegurar que cada niño y niña pueda seguir aprendiendo, incluso cuando el mundo a su alrededor es convulso e incierto.
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