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Aliyeh Ataei, escritora iraní: “Escribo sobre la violencia con frialdad porque crecí en ella”

La autora, de origen afgano, acaba de publicar en español ‘La frontera de los olvidados’, una novela donde mezcla autoficción y memoria colectiva para narrar las guerras de Afganistán desde la mirada de quienes han quedado al margen de la historia

Aliyeh Ataei, escritora iraní
Patricia R. Blanco

“Cuando desde pequeño has visto que un ser humano puede matar a otro, es posible que ya no sientas nada ante la muerte”. La frase pertenece a La frontera de los olvidados (Editorial de Conatus, 2025), la novela recién traducida al español de la escritora iraní con raíces afganas Aliyeh Ataei (Zahedán, Irán, 44 años) en la que condensa las cicatrices invisibles que le dejaron criarse en un territorio en el que las líneas se desdibujan y en el que la violencia es un elemento más del paisaje. “A veces me llaman escritora iraní, otras, afgana; pero en realidad soy de la frontera”, dice Ataei, criada en Darmián. Esta ciudad, en el este de Irán y a unos 100 kilómetros de Afganistán, significa “irónicamente” en persa “entre” o en “mitad de”, apunta la autora.

“Tengo una relación tóxica con la frontera; la amo y la odio; es mi casa y también mi herida”, afirma en una entrevista con EL PAÍS el pasado lunes en la Residencia de Estudiantes de Madrid, donde intuye que esas paredes impregnadas de arte le aportan una calma que no siente en otros lugares. Ahora vive en Francia, pero las fronteras siguen siendo una de sus obsesiones. No son para ella solo líneas en el mapa. “Veo fronteras por todas partes, incluso ahora veo una frontera entre tú [en alusión a la periodista] y yo, entre hombres y mujeres, entre quienes hablan y quienes callan… Incluso en la libertad hay fronteras”.

Y desde la frontera en la que nació y se crio, Ataei narra las guerras de Afganistán, las luchas tribales o la persecución de los comunistas desde la perspectiva de lo que ella considera “los olvidados”: los niños, las mujeres o las familias que luchan por sobrevivir en un entorno donde la violencia se normaliza. “Cuando eres niña, no entiendes la guerra. Piensas que todo lo que se destruye tiene que ver contigo, que tú has hecho algo mal”, describe. “Recuerdo ver cadáveres de niña y nadie nos protegía de eso. Lo consideraban normal. Esa normalidad es la verdadera tragedia”, afirma. Y así explica por qué en Irán, cuando publicó su novela, algunos críticos la tildaron de “libro frío sobre la violencia”. “Escribo sobre la violencia con frialdad porque crecí en ella, y por eso no grito ni exagero, pero escribir es mi manera de resistirla”, dice.

Tengo una relación tóxica con la frontera; la amo y la odio; es mi casa y también mi herida

Ataei presenció la crueldad de la que el ser humano es capaz cuando siendo muy pequeña vio cómo introducían en una ambulancia el cadáver mutilado y amortajado de su tía política Mahbubé, asesinada junto a su familia en una aldea afgana tras ser acusada de comunista. También cuando con 18 años recibió la noticia de que su prometido había sido asesinado en Kabul y que el homicida “había arrancado la mano de su cuerpo en señal de odio”. O cuando su tía Anar regresó a casa sin lengua, porque los “talibanes se la habían cortado por enseñar inglés a los niños.

“Empecé a escribir el libro tras la muerte de mi padre, porque quería hablar de su vida, de su enfermedad y de su dolor, pero solo lo hice en un capítulo; el resto, son historias de los demás, es una novela sobre los muertos, que no molestan a nadie porque ya no puedes influir en su destino”. Cuando habla de su padre, un excombatiente que regresó de la guerra con secuelas mentales, le tiemblan las manos. “En la guerra, los hombres que mueren son héroes; pero nadie ve a los que regresan enfermos. Mi padre estuvo olvidado 28 años”, cuenta. De esa invisibilidad nació su necesidad de escribir esta novela. “Al principio pensé que quería contar su historia, pero luego entendí que quería contar la de todos los que quedaron al margen de la épica y del heroísmo”.

Escribir para entender, “no para recordar”

Sin embargo, aunque muchas de sus historias y de otros personajes son reales, evita definir su obra como autobiográfica y prefiere el término “autoficción”. “No escribo sobre mí directamente, sino sobre el concepto de nosotros”, explica. “Escribo para entender, no para recordar. Porque la memoria no siempre te salva, a veces te hiere”. En su libro, el dolor personal se mezcla con la historia colectiva, los personajes se mueven entre la realidad y la fábula y las metáforas revelan tanto las vivencias individuales como las de todo un pueblo.

Quería contar la de todos los que quedaron al margen de la épica y del heroísmo

Así ocurre en el episodio en el que narra cómo cazaba escorpiones de pequeña junto con su primo. Metían a estos arácnidos en un frasco de cristal para observar cuál era el más fuerte, hasta que su padre le prohibió hacerlo ante la llegada de una invasión de “escorpiones marrones” de otra especie, que en una noche mataron a 80 niños por la picadura mortal de su veneno. “Pero sí es real que de niña jugaba con escorpiones y no con peces, y que me picaron varias veces; por eso cuando escribí ese pasaje pensé en ese dolor, en cómo todos luchan y al final se destruyen entre sí; en cómo antes de que llegue el enemigo, ya nos hemos matado los unos a los otros”.

Entre sus personajes preferidos, Ataei destaca el que quizás más está vinculado a la idea de las fronteras difusas: Mohammed Hozmoud, un contrabandista que ayuda a personas a cruzar entre Irán y Afganistán, un hombre en los márgenes del bien y del mal. “Es una persona real”, dice Ataei. “Caminé con él muchas veces. En el libro puede parecer un traficante, pero en realidad salvó vidas. Lo acusan de criminal, pero yo lo veo como alguien que hizo lo que el Estado no hacía: ayudar a la gente a sobrevivir”. Ataei se reconoce en él. “Él vende personas y yo vendo libros. Ambos tratamos de cruzar fronteras”.

En su vida y en su obra, esa idea de traspasar límites va más allá del territorio: se convierte en una forma de estar en el mundo. “Un día le dije a mi padre que odiaba mi vida, y él me respondió: ‘No eres un árbol, tienes pies, puedes caminar’. Desde entonces entendí que no tengo raíces, sino que tengo pies”. Asumió, también, que no busca una patria. “La patria para mí no es una tierra, es una lengua. El farsi es mi hogar. Y a veces también lo son las personas. A veces, la bondad puede ser una patria”.

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Sobre la firma

Patricia R. Blanco
Periodista de EL PAÍS desde 2007, trabaja en la sección de Internacional. Está especializada en desinformación y en mundo árabe y musulmán. Es licenciada en Periodismo con Premio Extraordinario de Licenciatura y máster en Relaciones Internacionales por la Universidad Complutense de Madrid.
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