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La ‘aïta’ es la legendaria canción de protesta del folclore marroquí

Interpretado por mujeres llamadas ‘cheikhats’, que alentaron levantamientos contra las injusticias desde tiempos remotos, este género salido de ambientes rurales se renueva en puestas en escena satíricas y en raperas como Widad Mjama

Widad Mjama, de espaldas, en una actuación de su grupo, Aïta Mon Amour, durante el Festival Gnaoua de Músicas del Mundo, en junio.
Widad Mjama, de espaldas, en una actuación de su grupo, Aïta Mon Amour, durante el Festival Gnaoua de Músicas del Mundo, en junio.Festival Gnaoua de Músicas del Mundo
Analía Iglesias

Lo femenino que alguna vez fue revolucionario ha pasado a la historia como algo licencioso (y si no era lujurioso, entonces era fuente de infortunio). Este es el caso de la aïta, un género musical popular, que hunde raíces en los ambientes rurales marroquíes, y que cantan mujeres a las que se denomina cheikhats (se pronuncia “shíjats”), quienes han trascendido hasta el presente como unas damas excesivamente libres.

Esta forma musical se erigió sobre un grito guerrero para convocar al pueblo a combatir la injusticia, ya desde la Edad Media, etapa en la que algunos cronistas sitúan sus inicios, coincidiendo con la instalación de las tribus árabes beduinas en territorio magrebí. Aïta significa grito o llamada, en el darija o árabe dialectal, pero también refiere a un lamento de amor y deseo. De ahí la estigmatización de las mujeres que la cantaron.

Romance y rebelión se fusionaron musicalmente con vigor contra todas las inequidades del poder y los caíds (gobernadores) de turno, o se convirtieron en ofrendas a los santos locales de cada comunidad. Y aquellas letras acerca de la actualidad de diferentes épocas quedaron grabadas como crónicas imborrables en los miembros de distintas tribus y regiones.

Jamal Zerhouni —quien, junto a su hermano Abidinne, recopila e interpreta piezas de esta tradición musical— expone que “la aïta era una forma de escribir la historia, ya que de cada acontecimiento histórico importante queda una canción específica”. Así, “los jeques se reunían para escribir piezas de aïta sobre un acontecimiento, como la oposición de la legendaria Kherboucha, de Safi, a la autoridad del caíd Aïssa Ben Omar; o acerca de las reconciliaciones entre miembros de diferentes cofradías”. De este modo, argumenta el músico, “la aïta sigue siendo siempre un marcador temporal que escribe la historia de lugares y tiempos, y se transmite oralmente”.

El intérprete y estudioso del género subraya que este “patrimonio cultural antiguo, escrito por hombres y mujeres nobles de la época, destaca por su longevidad”. En este sentido, lo curioso era que, en ocasiones, los trovadores que las entonaban se vestían de mujer, acompañando a las cheikhats, que eran las intérpretes profesionales.

Aquellas mujeres que animaban a sus hombres a enfrentar las injusticias han estado siempre muy ligadas a la tierra y a su comunidad, sin poder desprenderse de ese hábito social de ser nombradas en voz baja. Ellas eran como velas que alumbraban deshaciéndose, tal como lo mencionaba la veterana artista Aïcha en el documental de Ali Essafi Blues des shikhats (2004). Y así llega esta poesía amorosa y subversiva a los cabarets del siglo XIX en Marruecos. Hasta hoy, la aïta y sus intérpretes arden e iluminan al mismo tiempo.

La joven música casablanquesa Widad Mjama explica —tras el set de su grupo Aïta mon amour en la última edición del Festival Gnaoua de Músicas del Mundo, celebrada en junio en Esauira— que “lo extraño es que el término cheikh (jeque, en masculino) no resulta algo ofensivo o peyorativo, pero cuando se pasa al femenino sí se convierte en un insulto”. La rapera y exintegrante de N3rdistán aboga por abandonar esa interpretación, “porque no hay ninguna diferencia entre una cheikha y una artista”.

Al contrario, afina la cantante, que actualmente reside en Montpellier (Francia): “La cheikha es la guardiana de una gran parte de nuestro ADN y de nuestra tradición oral”. “Lo que más me entristece es que a mediados del siglo XX había cientos de compañías de cantantes exclusivamente femeninas que brindaban el repertorio de la aïta, y ahora quedan muy pocas y se van marchando una tras otra; es como si perdiéramos un trocito de nosotras mismas y de nuestra identidad”, alega.

Con su actual grupo, Aïta mon amour, Mjama —acompañada por el músico tunecino Khalil Epi— aborda de un modo desenfadado, histriónico y con bases electrónicas un repertorio tradicional que tiene sus orígenes en el siglo XII y “que todo el mundo conoce”, por lo que sus espectáculos se transforman pronto en una celebración… y una fiesta esencialmente femenina, que incluye a las clases más populares.

En las zonas rurales, los hombres y las mujeres no se mezclaban, por lo que cuando estas mujeres eligieron ser artistas, se encontraron completamente al margen
Widad Mjama, cantante

“En las zonas rurales, los hombres y las mujeres no se mezclaban, por lo que cuando estas mujeres eligieron ser artistas, se encontraron completamente al margen”, reseña la rapera. “De hecho, creo que esta expresión toca los límites de la aceptación de ciertas cosas y representaciones de lo femenino, y una mujer fuerte siempre da miedo, por partida doble”, añade.

Entre sus anhelos, se cuenta el de aprender algún día a tocar tradicionalmente como una cheikha y convertirse en una de ellas. “Ahora mismo aún no lo soy”, justifica. Para ello, sostiene, “hace falta conocer todo el repertorio codificado, reconocer la rítmica y las melodías, a fondo”, porque esto “no es algo fácil, sino todo un aprendizaje”, resume.

Desde el teatro musical, otra troupe contemporánea que se ha acercado al género de la aïta para rendir tributo a estas artistas legendarias es la de los casablanqueses Kabareh Cheikhats, nacida en 2016. Diez músicos y actores, liderados por Ghassan El Hakim, ponen en escena canciones del folclore del Magreb, caracterizados de mujeres. Hoy hacen giras por Marruecos y Europa, maquillados y vestidos con sus mejores caftanes.

En este caso, los Kabareh Cheikhats recrean, en tono de comedia, el ardor de aquellas damas, que cantaban y bailaban acompañadas por cuerdas (laúdes y violines) e inconfundible percusión.

Según El Hakim, el director de escena, su espectáculo pone el estatus de la cheikha sobre todo lo demás. “Somos hombres que queremos ponernos vestidos” porque “ellas son la llave para desembarazarnos de la masculinidad tóxica y dulcificar la relación entre hombres y mujeres” en sociedades en las que no siempre la gente ha podido vestirse o bailar como le place. Se trata, en suma, de un rescate de las tradiciones de la música popular marroquí, a la vez que un revulsivo de género, que promueve la inclusión y la aceptación de la diversidad.

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Sobre la firma

Analía Iglesias
Colaboradora habitual en Planeta Futuro y El Viajero. Periodista y escritora argentina con dos décadas en España. Antes vivió en Alemania y en Marruecos, país que le inspiró el libro ‘Machi mushkil. Aproximaciones al destino magrebí’. Ha publicado dos ensayos en coautoría. Su primera novela es ‘Si los narcisos florecen, es revolución’.
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