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Planeta Futuro
Tribuna
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Cooperación española: en el jardín de las dudas

La actual política de desarrollo demanda agencias dinámicas, bien dotadas técnicamente, con capacidad para ofrecer respuestas innovadoras a los problemas complejos del desarrollo sostenible

Cooperacion española
Despliegue del hospital de campaña START de la cooperación española en la emergencia humanitaria en Turquía, tras el terremoto del pasado febrero.Miguel Lizana (AECID)

Entre las demandas más compartidas con las que se inició la pasada legislatura en España figuraba la necesidad de reformar en profundidad el sistema de cooperación para el desarrollo. No se trataba solo de revertir los efectos de una larga década de recortes, sino también de reconfigurar sus instituciones y políticas para ponerlas en línea con las nuevas formas de concebir la acción de desarrollo. A ello obligaba, entre otros factores, el afán por recomponer la imagen y proyección internacional de España, seriamente dañadas tras la crisis de 2008. Quienes accedieron a la responsabilidad de gobierno coincidían en esa necesidad, aunque no parece que tuvieran entonces mucho más que decir sobre el tema. A cambio, apelaron a un objetivo con el que desbrozar el proceso: aprobar una nueva ley de cooperación que sustituyese a la ya desfasada de 1998.

Durante los dos primeros años de la legislatura, las reiteradas proclamas de voluntad reformista por parte de las autoridades no se tradujeron en iniciativa alguna. Hubo que esperarse al relevo en el seno del ministerio responsable para que el proceso se activase, ya a punto de cruzar el ecuador de la legislatura. Finalmente, en febrero de 2023 se aprobó la nueva ley, que mereció un amplio consenso social y parlamentario. Es cierto que el texto legal todavía rezuma una visión vertical de la cooperación que resulta poco acorde con la nueva realidad internacional y con los vientos decoloniales que sacuden la ayuda, pero aun así constituye un buen punto de partida para echar a andar la reforma. El retraso con el que se comenzó el proceso tuvo, sin embargo, consecuencias, porque impidió que el desarrollo normativo de la ley se tramitase antes de la convocatoria electoral.

Culminar ese proceso inacabado será, por tanto, la primera y más urgente tarea de las autoridades responsables en esta nueva legislatura. No se trata de un empeño simple ni rutinario. La ley aprobada, aunque prolija en la enunciación de principios, es muy parca en lo que se refiere al diseño y regulación de los mecanismos operativos del sistema. Lo que vaya a ser el futuro sistema de cooperación dependerá, por ello, del alcance y orientación de esos desarrollos normativos pendientes. Y es aquí donde los interrogantes superan a las certezas, alimentando una densa sombra de dudas que alcanza a algunos de los pilares de la política de cooperación.

Es necesario refundar la AECID para dejar atrás su actual tono ‘ministerial’ y dotarla del pulso vivo propio de una institución emprendedora

Es el caso, por ejemplo, de la reforma de la AECID: ¿cuál es el modelo de agencia de desarrollo que se quiere proponer? Es difícil anticipar una respuesta. Lo que demanda la actual política de desarrollo son agencias dinámicas, bien dotadas técnicamente, con capacidad para ofrecer respuestas innovadoras a los complejos problemas del desarrollo sostenible y con experiencia para construir los partenariados que las hagan posibles. Esto está alejado de lo que hoy hace la AECID, que se presenta como una institución anquilosada, sometida a una regulación disfuncional, abrumada por las tareas de gestión, mal dimensionada en sus equipos técnicos y con una cultura de trabajo francamente desfasada. Basta revisar sus boletines informativos o su página web para confirmar el tono añejo de una institución más bien ensimismada. La responsabilidad no está tanto en profesionales que trabajan en la AECID cuanto en el modelo institucional adoptado. Transformar ese modelo requiere algo más que cambios cosméticos o un mero lavado de cara: es necesario refundar la AECID para dejar atrás su actual tono ministerial y dotarla del pulso vivo propio de una institución emprendedora. Eso requiere revisar funciones, estructura organizativa y cultura de trabajo y dotar a la institución de la capacidad de captar en el mercado el capital experto que necesita. ¿Está dispuesto el Gobierno a acometer esa transformación?

Similar indeterminación existe con respecto a la cooperación financiera, uno de los pilares básicos de los modernos sistemas de cooperación para el desarrollo. En la mayor parte de nuestros países vecinos, esta modalidad ha adquirido creciente relevancia ante las limitaciones de las donaciones para financiar una agenda compleja como la 2030, encomendándose la gestión de estos instrumentos a instituciones especializadas, en muchos casos bancos públicos de desarrollo.

Nuestro instrumento de cooperación financiera, Fonprode, más modesto y parroquial en su concepción, nunca ha logrado funcionar correctamente, en parte por dotarse de una regulación y estructura de gobernanza manifiestamente inadecuadas. La nueva ley transforma ese instrumento en un nuevo fondo, FEDES, ampliando el ámbito de sus operaciones y flexibilizando los procesos de decisión. No obstante, se mantienen inalterables tres importantes limitaciones: la carencia de personalidad jurídica del fondo, las restricciones para operar en los mercados de capital y el anclaje de su gestión en una institución (la AECID) carente de especialización financiera. Estas limitaciones probablemente no impedirán que el nuevo FEDES tenga una vida más decorosa que su antecedente, pero desde luego condenará a la cooperación española a seguir jugando en una liga menor, restándole capacidad de iniciativa y liderazgo en el campo internacional.

El instrumento de cooperación financiera de España nunca ha logrado funcionar correctamente, en parte por dotarse de una regulación y estructura de gobernanza manifiestamente inadecuadas

El prometedor propósito de ordenar el fragmentado panorama de los instrumentos públicos de financiación internacional en torno a un conglomerado unitario (acaso un banco público de desarrollo) parece haberse enfriado, quizá por falta de ambición o quizá por el mezquino afán de unos y otros ministerios por preservar lo que es propio. En este contexto, ¿seremos capaces de articular un instrumento que contribuya a elevar nuestra ayuda y sitúe a España entre los grandes actores europeos de la cooperación financiera?

Uno de los rasgos más singulares y reconocidos de la cooperación española es la entidad que adquiere en su seno la cooperación descentralizada, que protagonizan comunidades autónomas y entidades locales. Además de acercar la acción solidaria a la ciudadanía, esta modalidad enriquece la política de cooperación al aportar sensibilidades y modelos de gestión diferenciados. Para que esa riqueza no se traduzca en dispersión, es bueno que exista algún mecanismo de diálogo y colaboración entre los diversos niveles de la Administración. El mecanismo previo, la Comisión Interterritorial, arroja un balance poco luminoso, de modo que la nueva ley encomienda esa tarea coordinadora a una Conferencia Sectorial, similar a las existentes en otras esferas de la política pública. No obstante, la restrictiva regulación de estas instancias hace que difícilmente se las pueda considerar como genuinos mecanismos de cogobernanza: su estructura vertical de control se aviene mal con el espíritu cuasi federal que las debería inspirar. No es extraño, por tanto, que aquellas comunidades autónomas con sistemas de cooperación más potentes revelen muy poco interés en esta propuesta. ¿Será capaz el desarrollo normativo de compensar este vicio de origen?

Por último, la sombra de la duda se extiende también sobre los compromisos presupuestarios: de poco valdría la reforma si los recursos asignados a esta política la condenaran a la irrelevancia. Es cierto que el Gobierno se comprometió a situar la ayuda, en 2027, en el 0,55% de la renta nacional y a alcanzar el 0,7% en 2030. No obstante, el hecho de que todas las promesas similares formuladas en el pasado fueran incumplidas resta confianza al propósito. Si se quiere que esta vez sea distinto, habrá de establecerse una senda clara y pública de evolución de los recursos a lo largo de la legislatura. No ayuda a ese proceso la confusión existente en torno a las cifras de las que se parte, pero admitamos que cerramos 2023 con una AOD cercana al 0,30% de la renta nacional, eso exigirá que durante los próximos cuatro años los recursos de la ayuda crezcan a una tasa anual cercana al 20%. El propósito es exigente, máxime si tiene en cuenta el esfuerzo de consolidación fiscal y reducción de la deuda al que obligan las recién restauradas reglas fiscales de la UE. ¿Será el Gobierno capaz de compatibilizar ese ejercicio con el sostenimiento de su compromiso presupuestario en materia de ayuda internacional?

Los cuatro aspectos señalados confirman que, si bien estamos ante un momento crucial en la modernización del sistema español de cooperación, es todavía mucha la incertidumbre acerca del escenario al que nos abocamos. Hacer que las dudas se despejen y la balanza se incline hacia las opciones más optimistas, reclamará del Gobierno mantener el pulso reformista del final de la pasada legislatura e insuflar mayor claridad y ambición a sus propuestas. Sabemos que no son buenos tiempos para la lírica, pero tiene que quedar algún resquicio para la audacia.


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