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Ellos se ocultan, el mundo les olvida

Muy estigmatizados y casi olvidados por la cooperación internacional, la comunidad científica y la industria farmacéutica, los supervivientes de dolencias como la lepra o la úlcera de Buruli, que causan discapacidad si no son tratadas a tiempo, rehacen sus vidas con dificultad, sin apenas apoyo y con el recordatorio del mal que padecieron marcado en su cuerpo

Beatrice N'Guessan rehizo su vida después de padecer lepra de niña. Aún vive con su esposo y varios de sus nueve hijos en la antigua leprosería en la que le trataron la enfermedad hacer medio siglo.
Beatrice N'Guessan rehizo su vida después de padecer lepra de niña. Aún vive con su esposo y varios de sus nueve hijos en la antigua leprosería en la que le trataron la enfermedad hacer medio siglo.alex iturralde
Alejandra Agudo

Desde que el doctor N’Dri Koffi detectó el primer caso de úlcera de Buruli en Costa de Marfil, en 1980, supo que no bastaría con tratar médicamente la enfermedad, sino que haría falta también erradicar el estigma asociado.

“Era una profesora”, recuerda. “No sabíamos qué dolencia era ni cómo iba a evolucionar, por lo que al principio se conocía como ‘la enfermedad misteriosa de Daloa”. Un equipo del que el médico formaba parte inició una investigación para ponerle nombre a lo que estaba provocando aquellas úlceras en la maestra y en más afectados en comunidades limítrofes. Mientras obtenían respuestas, trataban a los pacientes a ciegas con antifúngicos y antibióticos.

“Recuerdo a una joven con las dos piernas que se habían convertido en muñones… y no por una amputación, sino porque las heridas las habían devorado. Vivía sola en una infravivienda y le daban de comer y beber con un palo. Me puse a llorar como un niño”, rememora emocionado, cuatro décadas después. “La gente pensaba que era magia negra; algunos creían que se podían contagiar solo con estar cerca y se les apartaba”.

No era la mística, sino la ciencia la que podía ofrecer respuestas. “Tomamos muestras, las mandamos a Abiyán y, desde allí, se enviaron a la Organización Mundial de la Salud (OMS), que pudo compararlas con unas muestras de Uganda y comprobar que era la misma enfermedad”. Ya tenían al culpable: la bacteria Mycobacterium ulcerans.

Bacteria 'Mycobacterium ulcerans', causante de la úlcera de Buruli, vista por el microscopio.
Bacteria 'Mycobacterium ulcerans', causante de la úlcera de Buruli, vista por el microscopio.alex iturralde

Aquel fue solo el inicio de un lento y largo camino que aún está lejos de concluirse para evitar la propagación de esta enfermedad tropical desatendida ―de la que aún se desconoce el modo exacto de contagio―, y para mejorar la detección de casos y el tratamiento existente con el fin de aniquilar a la bacteria antes de que devore la piel, los músculos, los tendones… hasta llegar al hueso y derivar en discapacidad.

El descubrimiento de Koffi supuso también el comienzo de una lucha contra los mitos, el estigma, la discriminación y las cicatrices psicológicas. “Me di cuenta de que no se necesitaba únicamente un tratamiento médico, sino sensibilización social”, apunta quien después llegó a ser el coordinador del programa de control de la enfermedad en Daloa, en el centro-oeste del país.

La úlcera de Buruli es una de las 20 enfermedades tropicales desatendidas (ETD) que afectan a más de 1.000 millones de personas en el planeta, principalmente a los más vulnerables de los países más empobrecidos. Casi la mitad de esta lista de dolencias afectan a la piel y tejidos blandos de quienes las padecen, lo que significa que en la mayoría de los casos provocan cicatrices y discapacidad, secuelas visibles que impiden que ni los pacientes ni su entorno olviden la enfermedad, dejando marcados a los supervivientes física, social y emocionalmente.

Es el resto del mundo el que las olvida. En el último decenio se han conseguido avances en la lucha contra las ETD: la población que necesita asistencia por ellas disminuyó en un 25% entre 2010 y 2021, pasando de 2.190 a 1.650 millones, según la OMS. Y a finales de 2022, 47 países habían eliminado al menos una de ellas. Pero las que afectan a la piel son consideradas las más relegadas entre las desatendidas, pues reciben menor atención de los investigadores científicos, la industria farmacéutica, los donantes internacionales y los gobernantes para investigarlas, combatirlas y asistir a los supervivientes. “Son enfermedades de pobres, personas con muy poca posibilidad de reclamar sus derechos”, especifica rotunda Berta Mendiguren, doctora en Antropología de la Medicina y cooperante en República Centroafricana. “Y son las más olvidadas por la cooperación internacional y los grandes donantes, que prefieren financiar las que son prevenibles y tratables mediante la administración masiva de pastillas, antes que las de la piel, que atacan a pocas personas, pero requieren un manejo integral prolongado en el tiempo”.

Los afectados cargan con el doble lastre del estigma y el olvido.

Las enfermedades tropicales desatendidas de la piel dejan secuelas físicas si no son tratadas a tiempo, lo que acaba afectando a la salud mental de los supervivientes.Foto: Alex Iturralde | Vídeo: Fundación Anesvad

La importancia del tiempo

Un diagnóstico precoz es crucial para evitar males mayores cuando se trata de enfermedades tropicales de la piel. La lepra o la úlcera de Buruli, ambas endémicas en Costa de Marfil, son curables, pero no así sus secuelas si se las deja avanzar sin tratamiento. Desde los primeros signos de las ETD de la piel, un bulto como la picadura de un insecto, una erupción o una pequeña herida, un sinfín de obstáculos económicos, políticos, culturales y sociales interfieren el acceso a la atención necesaria: las supersticiones, el aislamiento, la falta de recursos humanos para la búsqueda activa de casos, la miseria de los afectados, la exclusión social... Y el tiempo que se pierde en salvarlos es vital.

Djaya Konan Martial, coordinador del programa de control de la úlcera de Buruli en Daloa, señala una de las principales barreras que, en su opinión, se interponen entre el enfermo y la medicación: la desinformación. “Aunque formamos a agentes de salud comunitarios, la población no acude a ellos porque creen que sus síntomas son una maldición y van a curanderos tradicionales. Tenemos que incidir con campañas para que no lo vean como algo místico y vayan al médico”, dice. “Y también trabajamos con los curanderos para que refieran a las clínicas los posibles casos de Buruli”, continúa Konan. Una labor que, según la antropóloga Mendiguren, no es fácil, pues estos pueden interpretar que los agentes de salud comunitarios o los profesionales sanitarios son “enemigos” de su trabajo y su sustento. La experta sugiere dedicar tiempo a conocer lo que hacen y detectar si realizan prácticas nocivas, formarles en consecuencia y que, finalmente, se conviertan en “aliados” y remitan a los pacientes fuera de sus posibilidades de atención.

Las mujeres se ven doblemente afectadas por las enfermedades en general y las olvidadas en particular. Si son ellas quienes la padecen, se ven abocadas al autocuidado. En la imagen, una joven que ha padecido úlcera de Buruli en su brazo pasea por su aldea en Costa de Marfil.
Las mujeres se ven doblemente afectadas por las enfermedades en general y las olvidadas en particular. Si son ellas quienes la padecen, se ven abocadas al autocuidado. En la imagen, una joven que ha padecido úlcera de Buruli en su brazo pasea por su aldea en Costa de Marfil.alex iturralde

El consultorio especializado en esta dolencia lo es también para el Pian (otra ETD de la piel y que está muy cercana a su erradicación) y la malaria. Las instalaciones son humildes pero limpias y de un tamaño adecuado al volumen de pacientes. Aquí hacen pruebas PCR a los sospechosos para confirmar o descartar la úlcera de Buruli, curan a los que tienen lesiones de poca envergadura y les proporcionan el tratamiento antibiótico indicado para dos meses, que se llevan a sus a casas. A los más graves los mandan al hospital de Saint Michel, en Zoukougbeu, fundado por las Hermanas Misioneras de Cristo Rey en 1994.

Situado a 450 kilómetros de Abiyán, este centro privado de medicina general es conocido por las gentes de Zoukougbeu como “el de cosas raras”. Es su manera de explicar que es además el hospital nacional de referencia para la úlcera de Buruli. Fundación Anesvad contribuyó a abrir un quirófano en 2001 para posibilitar las cirugías de los pacientes de esta ETD; el otro que hay fue una donación de la embajada de Japón y la ONG Farmacéuticos Sin Fronteras.

Una mujer, acompañante de un paciente, extrae agua para el consumo de un pozo en el hospital Saint Michel de Zoukougbeu.
Una mujer, acompañante de un paciente, extrae agua para el consumo de un pozo en el hospital Saint Michel de Zoukougbeu.Alejandra Agudo Lazareno

“Aunque haya instalaciones sanitarias, hay veces que la población no sabe cómo acceder a ellas”, lamenta Amari Akpa, sociólogo que trabaja desde hace 10 años para la Fundación Anesvad en Costa de Marfil. “Las campañas de divulgación se hacen por radio o televisión, pero en muchas aldeas no llega la señal. Y casi siempre son en francés, no en las lenguas locales. La gente debe saber cómo se contraen y cómo obtener un tratamiento”.

Otro escollo para la obtención de una atención temprana es lo que Akpa llama “aspectos sociales” de la enfermedad, que en la práctica es algo tan elemental como disponer de recursos para costear el traslado y encontrar quien lo facilite. “Muchos pacientes vienen de muy lejos en moto porque no les admiten en los transportes colectivos por el olor de sus heridas. Son rechazados”.

A la izquierda, en la camilla, Ouali Safiatu, de 19 años, con un peso que ayuda a su pierna izquierda a doblarse, mientras Edmond Bruno Akassou Gbamo termina de colocar un brazo en cabestrillo a una joven embarazada de 20. Ambas son pacientes de úlcera de Buruli en el hospital de Saint Michel en Zoukougbeu.
A la izquierda, en la camilla, Ouali Safiatu, de 19 años, con un peso que ayuda a su pierna izquierda a doblarse, mientras Edmond Bruno Akassou Gbamo termina de colocar un brazo en cabestrillo a una joven embarazada de 20. Ambas son pacientes de úlcera de Buruli en el hospital de Saint Michel en Zoukougbeu.Alejandra Agudo

Es lo que le pasó a Ouali Safiatu, de 19 años. “Llegó muy mal, tuvo que estar varios días en observación”, recuerda el enfermero Deabo Romy. Al aparecer los primeros síntomas, acudió al curandero tradicional, pero la herida en su pierna izquierda seguía aumentando de tamaño. Fue un médico en el hospital de Babua, quien la refirió finalmente a Zoukougbeu, adonde llegó acompañada de su madre y su hermano aún lactante en un camión. Evita recordar cómo fue aquel viaje, con la enorme lesión que padecía. Después de un mes ingresada, sigue en tratamiento antibiótico y se puede levantar de la cama por primera vez para acudir a la sala de curas y luego a fisioterapia. Su extremidad está completamente vendada desde el tobillo hasta la ingle y Safiatu, que camina ayudada por un andador, se agacha para acariciarse la pantorrilla cada pocos pasos, como si el gesto le fuera a calmar el dolor.


Se dirige a la sala de fisioterapia, donde Edmond Bruno Akassou Gbamo termina de colocar un brazo en cabestrillo a una joven embarazada de 20 que aparenta 15 y apenas se tiene en pie. Safiatu se sienta en la única camilla en la estancia, con un enrejado a los pies del que cuelgan pesos. El fisioterapeuta coloca uno a la joven en el tobillo, para que la rodilla ceda unos grados por efecto de la gravedad. El aspecto de la estancia engaña: parece una sala de torturas con artilugios metálicos, una vieja bicicleta estática y prótesis usadas para reciclar. El gesto y los bufidos de Safiatu y el resto de pacientes aumenta la sensación de habitación de los martirios, pero de lo que sucede aquí depende en gran medida que la discapacidad que padecerán sea la menor posible.

“Las ETD no están entre las prioridades de los gobiernos, no hay suficientes recursos para implementar campañas, para medicamentos o curar las heridas”, resume el sociólogo Amari Akpa. La OMS suministra los medicamentos necesarios para tratar enfermedades desatendidas que tienen cura, como la úlcera de Buruli, que se ataca con antibióticos. La provisión de recursos humanos y materiales para la búsqueda de afectados y su atención es, sin embargo, un desafío. Las víctimas de estos males, casi siempre extremadamente pobres y de aldeas aisladas, tampoco disponen de ingresos con los que pagar el traslado a las clínicas, los costosos ingresos hospitalarios, la medicación y la estancia lejos de casa de cuidadores. Los países y las personas dependen en gran medida de las ONG. Tal es el caso de Costa de Marfil.

“Antes, los enfermeros hacían la detección activa de casos en las comunidades, pero ya no. Por eso llegan con la enfermedad muy avanzada”, explica Romy. Esta medida para ahorrar costes —para no pagar que los sanitarios salgan de sus consultorios, sino que sean agentes de salud comunitarios quienes deriven los casos a las clínicas y estas a los centros de referencia— sale más cara a la larga, razona. “Ya no atendemos casos con un estadio 1 de la dolencia, cuando solo es un nódulo; vienen con las heridas abiertas, por lo que la curación es más larga y costosa”. Y es más probable que deje secuelas visibles e irreversibles.

Kanjatou Nakanabo, de 14 años, en la sala de curas, donde el enfermero Deabo Romy le venda el brazo afectado.
Kanjatou Nakanabo, de 14 años, en la sala de curas, donde el enfermero Deabo Romy le venda el brazo afectado. alex iturralde

Tras un mes de ingreso, Kanjatou Nakanabo, de 14 años, todavía sigue en tratamiento antibiótico para aniquilar a la bacteria que ataca su brazo derecho y que le ha causado una herida tan grave que habrá que hacerle un injerto de piel. “Estaba necrosado cuando llegó, necesitará una operación y tendrá limitada la movilidad”, explica Romy mientras le retira las vendas dejando a la vista la enorme herida abierta. Sentada en el banco de azulejos blancos de la sala de curas, luminosa, impoluta y espaciosa, Nakanabo se retuerce ahogando sus ganas de gritar. Expresar el sufrimiento no está bien visto.


Su calvario empezó en enero, cuando apareció un edema en su extremidad. Un médico de su ciudad, Gabiadji, a unos 200 kilómetros de Zoukougbeu, la refirió al hospital de Saint Michel para confirmar si era úlcera de Buruli. Llegar no fue fácil. Como las heridas emanan un fuerte olor, las pacientes no suelen ser admitidas en transportes colectivos como los autobuses. “Mi hijo mayor nos pagó una moto”, relata la madre de Nakanabo.

“Es raro que nos lleguen en los primeros estadios porque la gente recurre antes a la [medicina] natural”, confirma Florence Bilonda, la directora del hospital de Zoukougbeu desde 2018. “Y cuando es temporada de cosecha, vienen menos, porque necesitan trabajar”, comenta.

Los pacientes de úlcera de Buruli que llegan a Zoukougbeu, unos 45 al año, no pagan por su ingreso o la medicación, pese a que el hospital es privado. Es la Fundación Anesvad la que costea los gastos de hospitalización ―de 1.000 FCA (1,5 euros) por día―, el tratamiento, las intervenciones quirúrgicas (6.000 euros) y parte de la manutención. “Hay quienes pasan aquí uno o dos años”, subraya Bilonda. La ONG española financia también que los pacientes más jóvenes reciban clases. Gracias a ese servicio, Nakanabo está aprendiendo a escribir. Aunque más que el colegio, le gusta jugar con sus amigas a las cartas. “Sé que son enfermedades olvidadas por afectan a poca gente, pero sufren mucho”, alega Bilonda. Aunque no le gusta depender de una ONG, tampoco puede renunciar a su apoyo.

Florence Bilonda, la directora del hospital de Zoukougbeu desde 2018, en la sala donde se cura las heridas a los pacientes de úlcera de Buruli.
Florence Bilonda, la directora del hospital de Zoukougbeu desde 2018, en la sala donde se cura las heridas a los pacientes de úlcera de Buruli.alex iturralde (F. Anesvad)

El olvido de la ciencia

La falta de información precisa no es lo único que se interpone entre 1.000 millones de pacientes y su cura. La ciencia no ha encontrado un remedio para muchas de ellas, o los que hay son muy antiguos (y dolorosos). A veces, diagnosticarlas requiere complicados procesos imposibles de realizar en áreas rurales y remotas. Y a la industria farmacéutica no le interesa invertir en encontrar nuevas pruebas y fármacos para una población que no va a poder pagar.

La Iniciativa Medicamentos para Enfermedades Desatendidas (DNDi por sus siglas en inglés) nació de la decisión de Médicos Sin Fronteras de destinar parte de los fondos del Nobel de Paz que le fue otorgado en 1999 para impulsar la investigación de fármacos para prevenir, tratar y curar estas enfermedades desatendidas, relegadas por la comunidad científica y la industria farmacéutica. En 2003, junto con la OMS y otras cinco instituciones, fundaron esta iniciativa sin ánimo de lucro.

Un especialista analiza muestras de tejido de pacientes con úlcera de Buruli. Aunque tiene cura, se desconoce el modo de transmisión de la enfermedad.
Un especialista analiza muestras de tejido de pacientes con úlcera de Buruli. Aunque tiene cura, se desconoce el modo de transmisión de la enfermedad.Alejandra Agudo Lazareno

La doctora colombiana Juliana Quintero lleva años buscando un nuevo remedio para la leishmaniasis cutánea, una de las ETD de la piel causada por un parásito. “El tratamiento es el mismo desde hace 70 años y puede llevar a fallo hepático, dolores musculares y de cabeza. Causa más síntomas que la propia enfermedad. Lo que hace que los pacientes que lo saben no vayan a la consulta por miedo y recurran primero a procedimientos tradicionales y las lesiones se les ponen muy feas. Hasta se echan ácido”, cuenta escandalizada por teléfono desde Oviedo, adonde acudió a recibir el Premio Princesa de Asturias de Cooperación Internacional concedido a DNDi, con la que colabora como investigadora del Programa de Estudio y Control de Enfermedades Tropicales de la Universidad de Antioquia.

El tratamiento para la leishmaniasis cutánea consiste en inyecciones durante unos 20 días seguidos. Una pauta complicada para quienes viven en áreas alejadas y sin recursos económicos. “No pueden permitirse el traslado al centro de salud y, si lo consiguen, el medicamento les indispone, por lo que no pueden trabajar y pierden aún más ingresos”, relata. ¿La solución? “Un fármaco menos agresivo y que se puedan llevar a casa”.

Algo parecido es lo que está intentando probar la Universidad de Zaragoza, con apoyo financiero de Anesvad, para el tratamiento de la úlcera de Buruli. Actualmente se usan dos antibióticos (rifampicina y claritromicina) durante ocho semanas para acabar con el germen. Su objetivo es acortar ese tiempo a la mitad. Con los ensayos de la fase II avanzados en un número pequeño de pacientes en Benín, ya se ha iniciado la tercera y última etapa para probar la eficacia en un grupo grande en más zonas endémicas.

Cómo dejar de sentirse enfermos cuando están curados

Kikoun Coulibaly sufre una discapacidad que le impide estirar por completo su pierna derecha, afectada por la úlcera de Buruli que no fue tratada a tiempo.
Kikoun Coulibaly sufre una discapacidad que le impide estirar por completo su pierna derecha, afectada por la úlcera de Buruli que no fue tratada a tiempo.Alex Iturralde (F. Anesvad)

"No tengo pesar mental, pero la cicatriz me recuerda que he estado enfermo"

El último día que Kikoum Coulibaly estuvo en su casa, su hija pequeña empezó a gatear. Eso fue hace más de un año y no la ha visto desde entonces. “Sácame de aquí porque me voy a morir”, le dijo a su hermano mayor, después de nueve meses tratándose una herida en su rodilla derecha con medicina tradicional. Lo que empezó en octubre de 2021 como un picor, derivó en hinchazón y una gran úlcera después. Las cataplasmas con plantas de las que no recuerda su nombre que le aplicaba el curandero no funcionaban para aliviar el fuego que sentía ni evitar la expansión de la afección. Tenía que ir al hospital de “cosas raras” en Zoukougbeu, al noroeste de Costa de Marfil, del que había oído hablar su hermano mayor.


En el hospital de Saint Michel de Zoukougbeu le diagnosticaron úlcera de Buruli. En julio de 2022, Coulibaly comenzó su tratamiento de antibióticos y una prolongada recuperación de ocho meses. La logística familiar fue complicada: su mujer le acompañaba mientras sus cuatro hijos se quedaron bajo la supervisión de la abuela. “Me operaron en enero de 2023″, se acaricia la parte trasera de su rodilla con ambas manos, sentado en una silla de plástico, junto a la vivienda de su hermano en una aldea de Guezon, a unos 30 kilómetros de Zoukougbeu, donde reside desde que le dieron el alta.

Coulibaly, de 35 años, solo desea recuperar su vida anterior, con su esposa y sus hijos; con su trabajo de conductor de mototaxi para mantener a la familia, presenciar los primeros pasos de su pequeña, y poder pagar la escolarización de sus hermanos. Solo la mayor, de nueve, va al colegio. “Al segundo, de siete, le tocaba empezar a ir cuando la enfermedad empezó, pero no tengo dinero”, dice con la mirada perdida. “Echo de menos a mis hijos”.

Hoy, Coulibaly se apoya sobre muletas para poder caminar. Las sujeta con su antebrazo izquierdo para poder extender su mano derecha y saludar. Ataviado con una camiseta negra, unas bermudas y unas chanclas, a la vista queda el daño que le causó la bacteria que estaba devorando la rodilla, piel, músculos y tendones, y que hoy le impide caminar. “He pensado en volver, pero como no sé qué voy a hacer con mi vida, me da miedo”. Reconoce que no solo la incertidumbre le retiene lejos de casa, sino que también teme volver a infectarse.

“Me paso los días sentado”, continua entristecido. “Quizá pudiera dedicarme al comercio”. De momento, no tiene dinero ni para costear el traslado de los suyos, de los que les separa apenas 100 kilómetros, hasta su nueva residencia, donde su hermano le acoge con tanto gusto como dificultades. Pequeño agricultor de cacao y café, Talbert Coulibaly le ofrece cobijo junto a su extensa familia (mujer y cinco hijos).


Ahora todos saben que mantener una higiene adecuada es fundamental para la salud, para que Coulibaly mantenga limpias sus heridas y ninguno se infecte de esta u otras enfermedades. “Ahora me siento bien, un poco fatigado por la discapacidad. No tengo pesar mental, pero la cicatriz me recuerda que he estado enfermo”. Cuando le asaltan los pensamientos de los meses de calvario desde aquel primer bulto hasta su curación, intenta apartarlos. “Me hacen daño”.

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Sylvain Digbeu Bahi, de 46 años y vecino de Bekiprehia, se ha sentido muy deprimido por el rechazo experimentado después de superar la lepra, que le ha dejado secuelas físicas.
Sylvain Digbeu Bahi, de 46 años y vecino de Bekiprehia, se ha sentido muy deprimido por el rechazo experimentado después de superar la lepra, que le ha dejado secuelas físicas.alex iturralde (F. Anesvad)

"Me trataron en la leprosería y me dijeron que ya estaba curado, pero ¿quién se va a creer que esto está curado?"

Sylvain Digbeu Bahi, de 46 años y vecino de Bekiprehia, cerca de la ciudad de Daloa, también evita pensar en la enfermedad que le dejó ambos pies y su mano izquierda desfigurados. No quiere recordar su pasado antes de la lepra, aunque conserva algunas fotografías en una bolsa de plástico que porta siempre consigo y donde guarda también una radio sin pilas y una Biblia. “He tenido ganas de suicidarme muchas veces; estoy solo, sufro física y mentalmente. Si no llega a ser por mis hermanos…”


“Me trataron en la leprosería y me dijeron que ya estaba curado, pero ¿quién se va a creer que esto está curado?”. Se señala los pies afectados que se descalza para dejar ver el daño, la deformidad y la ausencia de varias falanges, así como de su mano izquierda. La enfermedad empezó a manifestarse en 2012 y acudió a médicos tradicionales para que le tratasen. “No quería ir a la leprosería porque creía que me quedaría allí atrapado”, explica. Finalmente, en 2015 acudió a la consulta especializada, cuando ya era demasiado tarde para revertir las secuelas que le había causado el mal de Hansen, provocado por una bacteria, la Mycobacterium leprae.


Después de un año le dieron el alta y, cuando regresó a su aldea, algunos vecinos le pidieron que se marchara, recuerda compungido. “Dos de mis hermanos se ocuparon de mí, pero hasta mis mejores amigos me rechazaron”. Divorciado y padre de cuatro, de los que los dos fallecieron, Bahi afrontó prácticamente solo el proceso de curación y vuelta a una normalidad que ya no podía ser.


Bahi era piscicultor, una actividad que no pudo retomar. Ahora pasa el día sentado en una silla de plástico en una zona abierta desde la que observa el devenir de la vida en la aldea. “Soy el guardián porque siempre estoy aquí”, bromea. En realidad, vuelve a su pose seria, le gustaría tener un trabajo, ser independiente y poder garantizarse la comida y los medicamentos que le alivien el dolor. “A veces siento como fuego y electricidad que baja por las piernas”. Su plan: una tienda junto a la carretera para vender pescado y cervezas. Cree que un empleo le mantendría la mente ocupada y alejada de malos pensamientos. “Y ya no siento vergüenza, hablo con la gente y a veces camino por ahí”.

Una vieja (des)conocida

Hace siglos la lepra se consideraba una maldición divina, los enfermos eran apartados en leproserías donde la bacteria los desfiguraba hasta que morían en el ostracismo. Esta percepción y manejo de la enfermedad que hoy afecta a 200.000 personas al año en 120 países ha perdurado hasta tiempos recientes. Es una de las enfermedades más antiguas de la humanidad y, a la vez, una de las más desconocidas. Aún hoy, pervive la falsa idea de que es incurable y altamente contagiosa. Lo cierto es que la también llamada enfermedad de Hansen, provocada por un bacilo que ataca a la piel y los nervios periféricos, es curable con un esquema terapéutico multimedicamentoso de dapsona, rifampicina y clofazimina de seis meses a 12 meses En el supuesto ideal de que los casos sean diagnosticados y tratados en fases tempranas, sin secuelas. Si no, puede causar discapacidad progresiva y permanente.

Beatrice N’guessan, de 53 años, tuvo lepra cuando era una niña de cuatro. Entonces, sus abuelos la llevaron a una leprosería a cuatro kilómetros de Daloa, Costa de Marfil, y la abandonaron allí, donde aún vive con la familia que ha fundado.
Beatrice N’guessan, de 53 años, tuvo lepra cuando era una niña de cuatro. Entonces, sus abuelos la llevaron a una leprosería a cuatro kilómetros de Daloa, Costa de Marfil, y la abandonaron allí, donde aún vive con la familia que ha fundado.alex iturralde (F. Anesvad)

"Mi marido siempre me ha dicho que él vio en mí a una mujer, la que él quería, no mi discapacidad"

A cuatro kilómetros de Daloa hay lo que antaño fue una aldea de leprosos, donde se quedaban a vivir quienes se curaban en la clínica aledaña donde se trataba esta dolencia tropical. Las tierras pertenecían al pueblo hasta que un francés las compró para cultivar cacao en los años sesenta. Cuando el empresario se marchó, cedió el terreno y las instalaciones al Gobierno, que creó este campamento para leprosos. Las casas que hoy ocupan sus vecinos son las viviendas en las que residían los jornaleros. Son de buen tamaño y fabricadas con cemento, unas calidades superiores a otras de pueblos similares en la zona, pero sin letrinas. En una de ellas, vive hoy Beatrice N’guessan, de 53 años y madre de nueve, con su marido y parte de su prole.


“Empecé a estar enferma desde pequeña”. Cuando su madre falleció en 1974, ella tenía cuatro años, el padre no quiso saber nada de ella ni su hermano porque eran un impedimento para encontrar una nueva esposa, y sus abuelos, sobrepasados por la situación y la dolencia de N’guessan, la trajeron a esta leprosería junto a su hermano y se marcharon. “Ya entonces mis manos estaban en garra y los pies estaban afectados”, recuerda sentada junto a su vivienda, bajo una sombra.


La niña N’guessan fue tratada y curada sin más apoyo que el del personal del lugar. Tenía cuatro años. Superó la enfermedad y allí se quedó. Diez años después, conoció a su marido. “Vino a visitar a su tía. Me extrañó que se interesase por mí”, cuenta tímida. “Pero siempre me ha dicho que él vio a una mujer, la que él quería, no mi discapacidad”. Un año después, nació su primogénita. Después vinieron otros ocho, de los que algunos todavía conviven con el matrimonio. La mayor, dice, quiere ser militar y otra tres de las chicas estudian. “Pero no tenemos dinero para que continúen”, lamenta. “No quiero que vivan aquí. La que está enferma soy yo”.


N’guessan sabe que no está enferma, que hace mucho que la bacteria ya no ataca su piel ni sus nervios. Pero su pie vendado, al que claramente le faltan las falanges y las manos con los dedos incompletos y retorcidos, son el imborrable recuerdo de que un día, hace mucho tiempo, sí fue víctima de la lepra. Y eso es lo que vieron sus parientes cuando regresó a su comunidad de origen. “Una mujer de mi tío me echó porque decía que les iba a contaminar. Ya no quiero volver más”, se emociona. Rápido se seca las lágrimas y vuelve a sonreír para hablar de lo que le hace feliz: “Me encanta estar con mis dos nietos; juego mucho con ellos”.


La enfermedad ni sus secuelas ha impedido a N’guessan formar una extensa familia después de que la suya la rechazara. Muy acompañada y visiblemente feliz entre los suyos, indica que lo que le ha robado la discapacidad es la oportunidad de tener un empleo. “Nunca he trabajado, pero me hubiera gustado tener una pequeña tienda para obtener ingresos”. Su esposo, seis años mayor que ella, acabó como vigilante de la entrada del campamento.

“Hace tres décadas había un pico de casos, pero la curva ha bajado”, explica el responsable nacional del programa de lepra Dizoe Agui Sylvestre. Costa de Marfil ha pasado de registrar unos 100.000 casos anuales a unos 1.500, según sus datos. “Cuando estemos en 500, estaremos cerca de la eliminación. El objetivo es cero lepra en 2030″. El principal problema, apunta como sus colegas expertos en Buruli, es la detección tardía, lo que significa que los afectados ya presentan secuelas irreversibles y discapacitantes. Eso le sucede al 20% de quienes se infectan de Mycobacterium leprae en Costa de Marfil, agrega. “Necesitarán ayuda para reintegrarse y ser útiles en la sociedad, y apoyo psicológico”.

Agui Sylvestre quisiera disponer de recursos suficientes para abrir un centro de referencia de lepra con un módulo de formación integrado. “Para que mientras los pacientes se curan y reciben terapia psicológica, aprendan un oficio. Eso estimularía su autonomía financiera”. De momento es una idea para la que carece de financiación. “Ellos fabrican esto”, muestra entusiasta un lápiz que ha rebuscado en un cajón de su escritorio. “La reinserción pasa por trabajar. Muchos tenían un empleo antes de enfermar, pero si lo pierden, se arruinan”.

En África, los afectados se suelen preguntar por qué a mí, por qué yo, en vez de cuál es la enfermedad. La respuesta suele ser que alguien los quiere mal, que han roto un tabú
Berta Mendiguren, doctora en Antropología de la Medicina

Los fondos de los que dispone el programa que dirige Agui Sylvestre son “limitados” para asistir a todos los afectados que desarrollan una discapacidad. La lista de espera crece cada año y tienen qué cribar quién se beneficiará de la asistencia. “Es importante identificar nuevos casos cuando no tienen secuelas y además cortar la transmisión”. Para ello, el protocolo es que, cuando se detecta y trata a una persona infectada, se aísla a la familia y se le dispensa un medicamento preventivo. Un facultativo en cada uno de los distritos hace seguimiento de los pacientes y sus allegados durante años. Si alguno desarrolla signos de lepra, lo que puede suceder hasta un lustro después del caso inicial, se pillará a tiempo de curarlo sin consecuencias. “Es un trabajo minucioso, necesitamos más medios para fármacos y desplazamientos, pero vamos a conseguir vencer a la lepra”, zanja Sylvestre.

Este trabajo tiene que ir aparejado de campañas de sensibilización que arranquen de las mentes equivocadas la concepción de la lepra como una enfermedad muy contagiosa, lo que provoca la marginación de quienes la han sufrido aún cuando ya están curados. “Seguramente una mujer casada, será rechazada por el marido. Y sus hijos serán señalados. Los hombres jóvenes tendrán dificultad para encontrar una esposa”, afirma la antropóloga Mendiguren, miembro del consejo asesor de la Fundación Anesvad. “Al volver a sus comunidades se han curado, pero en el imaginario colectivo, la persona queda estigmatizada. Pasaría incluso aquí. Y en África, donde no hay trabajo social sino solidaridad familiar y comunitaria, la muerte social es muy dura. Pueblo pequeño, infierno grande”, detalla.

“En África, los afectados se suelen preguntar por qué a mí, por qué yo, en vez de cuál es la enfermedad. La respuesta suele ser que alguien los quiere mal, que han roto un tabú…”. Tener en cuenta esta creencia de que la enfermedad es un castigo divino es importante para el proceso de reinserción, asegura Mendiguren. La medicina curará lo físico, pero la ofensa al más allá, restaurar la paz con los ancestros y evitar males en el futuro, “quizá requiera matar a un animal u otro tipo de ritual de reparación”, comenta. “Las enfermedades tropicales de la piel son muy visibles, van a marcar físicamente a la persona para el resto de su vida”. Lo que hay que intentar es que la marca social se atenúe.

Abou Hubertine Kouassi, de 42 años, vive en la misma ex leprosería que Beatrice N’guessan, con su hija Mirelle, de 20 años, desde 2007. Originaria de otra comunidad, cerca de Boaké, es la segunda vez que se instala en el distrito de Daloa. La primera fue en 1990, cuando enfermó de lepra y vino a curarse; la última, huía de la guerra iniciada en 2002 y que acabó por llegar hasta la puerta de su casa.


Su tierra no es lo único que Kouassi ha dejado atrás o perdido. El padre de sus hijos la abandonó cuando aparecieron los primeros síntomas de la enfermedad de Hansen porque pensaba que ella era “peligrosa”. Nunca más supo de él. Además, dejó su trabajo como colectora de plátano y mandioca. Ahora sabe que no representa ningún riesgo para otras personas. “No siento estigma ni rechazo porque la gente está más sensibilizada”, asegura, aunque pide no ser fotografiada. La discapacidad que padece le obliga a moverse con muletas y le impide trabajar. “Me las donaron en el hospital de Adzopé”, dice agarrando los bastones de madera y dejando ver una gran cicatriz en su brazo izquierdo que dejó una de las operaciones a las que fue sometida para mejorar la movilidad.

Su hija tampoco tiene un empleo y ambas viven de la “limosna”, según sus palabras, de los vecinos. “Como arroz y, a veces, mandioca”. Lo demás, sigue, lo compra con “dinero prestado”. Aunque se mueve despacio y necesita ayuda para tareas simples, Kouassi se siente capaz de llevar una tiendita para conseguir ingresos, sin embargo, no ve el modo de poder arrancar el negocio.
“Tengo ganas de hacer cosas, no quedarme quieta, pero la enfermedad me lo impide. Me levanto, como y me vuelvo a sentar”. Sin recursos, no pudo mandar a sus varones a la universidad, ni tiene para medicamentos para los dolores. Por no tener, no dispone ni de un lugar apropiado para asearse ni hacer sus necesidades. “Para ducharme, lo hago ahí detrás”, señala un pedazo de tierra delimitado por un murete. “Me han enseñado que a la enfermedad no le gusta la suciedad, así que de vez en cuando meto el pie en agua con lejía”, explica. El agua para la higiene personal lo trae su hija de un pozo a unos 500 metros; y carece de letrina.

“No quiero que mi hija se quede aquí, se tiene que ir para prosperar”, se entristece al pensar que la joven es su único apoyo. “No me gustan los hombres, los quiero lejos”, lanza sin ser preguntada por el asunto y sin querer ahondar después en los motivos. Su silencio y sus ojos humedecidos cuentan una historia que no quiere revelar con palabras.

N´Dri Koffi, el doctor que descubrió el primer caso de Buruli en el país, ya retirado pero aún involucrado, destaca que la atención de los supervivientes se ha abandonado. “Con la crisis estos últimos años, se han cerrado programas de apoyo a las personas con discapacidad”. La manera idónea de mejorar su situación es “con oportunidades laborales y que lleven su vida adelante” sin depender de ayudas permanentemente, reclama.

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Sobre la firma

Alejandra Agudo
Reportera de EL PAÍS especializada en desarrollo sostenible (derechos de las mujeres y pobreza extrema), ha desarrollado la mayor parte de su carrera en EL PAÍS. Miembro de la Junta Directiva de Reporteros Sin Fronteras. Antes trabajó en la radio, revistas de información local, económica y el Tercer Sector. Licenciada en periodismo por la UCM

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