Un festival de música de tres días y decenas de miles de asistentes… en un campo de refugiados
El Tumaini Fest se celebra cada año el primer fin de semana de noviembre desde 2014 para reunir a artistas y residentes en el campamento de Dzaleka, en Malaui, con un propósito: promover la convivencia y combatir la xenofobia
“Un minuto, my friend (amigo)”, le dice Pendeza Luundo a un cliente. Tiene el restaurante a rebosar y se la ve abrumada, pero luego esboza una sonrisa mientras levanta las tapas de las ollas para enseñarle la comida: estofado de pollo, guiso de ternera, hojas de calabaza con zanahoria, arroz, frijoles... “Trabajo en el Festival Tumaini desde la primera edición. El beneficio económico que me dan tres días de trabajo es enorme comparado con el resto de días del año”. Luundo, refugiada del Congo, lleva 11 de sus 40 años viviendo en el campo de refugiados de Dzaleka, en Malaui, y dice que no es solo el dinero lo que le atrae del festival: “Aquí vivimos con mucho estrés y mucho trauma, por eso cuando la gente de fuera viene, habla, compra, baila y se relaciona con nosotros nos sienta muy bien psicológicamente. Durante el Tumaini nadie piensa de dónde eres. Solo hay alegría”.
De repente, los tambores retumban a lo lejos. Un grupo de mujeres en círculo baila con los pies descalzos cubiertos de polvo. Suenan las pisadas de los bailarines en el escenario y el aroma del chapati (un pan de origen indio) llega a cada rincón del campo. Los niños se unen a la fiesta colándose entre las piernas del público, con mariposas azules pintadas en la cara: vienen directos de un proyecto que utiliza la pintura para trabajar la salud mental de los jóvenes.
El germen del Festival Tumaini está en el año 2007, en Lubumbashi, República Democrática del Congo. El poeta y rapero Trésor Nzengu, más conocido como Menes la Plume, recitó entonces en público un poema contestatario sobre la tensa situación política de su país. Días después recibió las primeras amenazas y a los pocos meses decidió huir. En 2008 llegó a Dzaleka, donde se instaló en una choza de adobe y pasó varios años “deprimido, sin proyección de futuro y con mucho miedo a quedar atrapado en esa situación”, describe. Menes nunca imaginó que a él le tocaría vivir así, ni tampoco que unos años después se convertiría en el primer defensor de los derechos de los refugiados de Dzaleka. Sus armas: el arte y la cultura.
En 2012, Nzengu caminaba por el campo escuchando los ecos de una canción somalí, viendo cómo el polvo fruto de las pisadas del baile de algún joven se suspendía eterno en el aire, vibrando con el ritmo de una guitarra en una rumba congolesa… “Me dije a mí mismo: tengo que hacer algo”. Reunió a esos jóvenes y les propuso crear un proyecto cultural donde cada uno pudiera expresar su arte. Así nació la Asociación Cultural de Dzaleka, el embrión que luego dio paso a la organización sin ánimo de lucro Tumaini Letu. Dos años más tarde, con Menes la Plume al frente, organizaron la primera edición del Tumaini Fest (en suajili “Festival de la esperanza”), el proyecto estrella de la asociación.
Durante tres días de noviembre, el Tumaini extiende sus alas a lo largo y ancho de Dzaleka como un evento cultural excepcional. El festival, de entrada gratis, es actualmente la principal fuente de ingresos comerciales de Dzaleka y cada año ayuda a la comunidad a generar más de 150.000 dólares (unos 140.500 euros), según la organización. Se creó en 2014 y en sus ocho ediciones anteriores (una se suspendió por la pandemia de covid-19) han asistido 99.000 personas, y más 300 artistas de Malaui, África y el resto del mundo han compartido escenario con artistas de Dzaleka. Músicos, bailarines, poetas, actores, acróbatas, vendedores, comerciantes, cocineras, costureras… familias enteras multiplican sus beneficios durante el Tumaini, convirtiendo al festival en un evento imprescindible para los refugiados, que reciben una paga mensual de aproximadamente 7.000 kwachas (menos de cuatro euros) por parte de ACNUR, la agencia de la ONU para los refugiados. El 70% de la población de Malaui vive con menos de dos euros al día, según datos del Banco Mundial de 2019.
“Los refugiados echan de menos la diversión”
Durante el festival, unos pasos más allá del lugar donde el grupo de baile del campo de refugiados Sowers Dance Crew saltan y giran en el suelo y en el aire, se hace el silencio en el Rincón del Teatro. Divine entra en escena y cuenta su historia: cómo fue abandonada por su madre cuando era pequeña, cómo siendo menor de edad contrajo VIH debido a una violación, cómo se lo transmitió a su novio sin saberlo… “Estas cosas pasan en Malaui y queremos concienciar a los jóvenes para que no se repitan”, cuenta Enokh Nyirenda, actor de Rise Arts, una compañía de teatro creada por estudiantes malauís que lleva cinco años acudiendo a Tumaini. “Amo este festival, es diferente de todos los demás. Me encanta que sea multicultural, multitribal; colaborar, conectar, compartir comida, hablar, aprender idiomas… aprender de la gente, básicamente”, dice. Y Gloria Kadammanja, la actriz principal, añade: “Los refugiados echan de menos la diversión. Durante el Tumaini reímos y celebramos juntos”.
Amo este festival, es diferente de todos los demás. Me encanta que sea multicultural, multitribal; colaborar, conectar, compartir comida, hablar, aprender idiomas…Enokh Nyirenda, actor participante en el Festival Tumaini
El momento más esperado del festival son los conciertos de la noche. En esta edición, Eli Njuchi desató la locura del viernes con el éxito Duwa (flores, en lengua chichewa), con miles y miles de manos apuntando al cielo y el público cantando al unísono; Code Sangala llenó de amor y baile la escena y la banda de Lazarus Chigwandali, un artista con albinismo, levantó a todos del suelo con sus ritmos locales. El clímax del Tumaini lo puso el artista malauí Zeze Kingston, que tuvo a los miles de asistentes en vilo hasta su aparición del sábado a medianoche y que cerró tres días de festival por todo lo alto.
La edición más importante
Desde la primera edición del 2014, el Tumaini ha tenido como objetivo promover la coexistencia pacífica, el entendimiento mutuo y la armonía intercultural entre los refugiados y la comunidad de acogida. Pero la de este año es, en palabras de su fundador, “la edición más significativa del festival”. La orden de reubicación decretada por el Gobierno que obligó a miles de refugiados autosuficientes que vivían fuera del campo a volver a Dzaleka despertó las críticas de organizaciones humanitarias internacionales. Las portadas de los periódicos locales reprodujeron discursos xenófobos de miembros del Gobierno, que retrataron a los refugiados como delincuentes para justificar la orden. “Este año más que nunca es necesario reconstruir los puentes para demostrar que la sociedad no piensa así, que hay más espacio para la convivencia que para el odio”, explica Menes.
Uno de los afectados por la orden de reubicación del Gobierno es Mugisha Emmanuel, un hombre de 38 años de la República Democrática del Congo que llegó a Dzaleka en 2010. Cuenta que un día estaba en su tienda de Lilongüe, donde vivía desde hacía 10 años, cuando sin previo aviso la policía apareció, los subió a él y a los cinco miembros de su familia a un camión y los llevó directos a prisión. “Me sacaron de allí a la fuerza y la gente me robó todo lo que tenía en la tienda. La policía me trató como un delincuente. Tuve que pagar 100.000 kwachas (unos 55 euros) para sacar a mi hermana y a mi mujer”, cuenta con la mirada vidriosa, sentado en una mesa de plástico del estand de comida que ha puesto para el festival.
Construido en lo que antiguamente fue una cárcel con el mismo nombre, Dzaleka significa “no lo volveré a hacer” en chichewa, el idioma nacional de Malaui. El campo abrió sus puertas en 1994 para acoger a los miles de refugiados que huían del genocidio en Ruanda y Burundi, y su capacidad inicial para alojar a 12.000 se ha visto sobrepasada con creces hasta superar las 52.000 personas. Dzaleka desafía la noción preconcebida de un típico campo de refugiados repleto de toldos de ACNUR. Es más bien una ciudad de casas bajas y arcillosas color ocre, cuyas calles arenosas albergan restaurantes, mercados, talleres, tiendas… un lugar que los refugiados han habitado y dotado de vida. “Este festival nos ha roto todos los esquemas. Nos hemos sentido muy acogidos”, cuenta a este diario Andrea Ciudad, una joven española que acudió al evento y que se benefició del Programa de Estancia del Hogar en el Tumaini alojándose con la familia de Mercy Kabunda, refugiado congolés.
Del 2 al 4 de noviembre, Dzaleka se convirtió en un lugar de ocio y júbilo donde malauís, extranjeros y refugiados bailaron la misma canción, comieron el mismo pan y saltaron al mismo ritmo. Menes la Plume es consciente de lo que ha logrado: “Cuando la gente piensa en refugiados, lo primero que se le viene a la mente es llevarles comida o tiendas, pero nadie piensa en su salud mental, que también es una necesidad esencial. Ese es uno de los vacíos que la comunidad internacional no ha podido cubrir, y el Tumaini trabaja específicamente por y para ello”.
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