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Malaui: cuando el único destino de miles de refugiados es regresar al infierno del campo

Comienza el retorno decretado por el Gobierno de 8.000 refugiados que vivían repartidos por el país al único campo del país africano, una decisión que despierta críticas en organizaciones humanitarias

Refugiados Malaui
Varios refugiados corren para escapar de los gases lacrimógenos disparados por la policía en el campo de refugiados de Dazleka, el 22 de noviembre de 2022.DIEGO MENJIBAR

En chichewa, idioma oficial de Malaui, Dzaleka significa, irónicamente, “no lo volveré a hacer”. Así se llama el campo de refugiados del país, donde ya malviven 56.000 personas, un número que aumentará, ya que el 1 de febrero expiró el plazo concedido por el Gobierno para que los 8.000 refugiados que residen en otros lugares del país regresen voluntariamente. A partir de ahora las autoridades pueden tomar medidas para la reubicación progresiva de estas familias. La decisión, cuyas razones no se han explicado oficialmente, sorprende y preocupa a las organizaciones humanitarias, que no ven cómo Dzaleka podrá asumir de manera segura a varios miles de personas adicionales, y llena de miedo a refugiados que han logrado construir una vida digna y ahora deben dar marcha atrás.

El Gobierno de Malaui declaró en 2021 que todos los refugiados, procedentes de otros países africanos, tenían que regresar al campo, pero la decisión fue impugnada ante la justicia por organizaciones de refugiados y logró congelarse hasta agosto de 2022, cuando un tribunal falló a favor de las autoridades, que dieron varios meses de plazo para que las familiares retornaran. “Fue chocante oír que algunos funcionarios decían que los refugiados que vivían fuera del campo debían vender sus negocios y volver. Esto es cruel”, afirma Peter Chisi, Director de Derechos Civiles y Políticos y Acceso a la Información de la Comisión de Derechos Humanos de Malaui (MHRC, por sus siglas en inglés).

La decisión de las autoridades sobre esta reubicación puede ser legal, pero “la ley no es la panacea cuando se trata de derechos humanos”, agrega Habiba Osman, secretaria ejecutiva de la MHRC.

No se puede resolver un problema creando otro
Michael Kaiyatsa, director ejecutivo del Centro de Derechos Humanos y Rehabilitación

¿Qué explica esta orden? Las hipótesis son varias: la seguridad nacional vinculada al terrorismo, las redes de tráfico de personas en los países vecinos, la amenaza que la actividad económica de estas personas representa para los malauíes o el deseo de enviar más allá de las fronteras el mensaje de que los refugiados ya no son bienvenidos. La Convención de 1951 sobre el estatuto de los refugiados les otorga el derecho a tener propiedades, dedicarse a sus profesiones o asistir a la escuela pública. Malaui presentó nueve reservas a esta convención, sobre todo relativas a la libertad de movimiento, y oficialmente estas personas que han buscado cobijo en el país tendrían que permanecer en el campo, pero estas observaciones existían únicamente en el papel. Al menos hasta ahora.

“Xenofobia de Estado”

El Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (ACNUR), que gestiona el campo, y otros organismos de derechos humanos están de acuerdo en que reubicar en el campo a personas autosuficientes y productivas será contraproducente para todos, pero la policía ya ha comenzado a identificar a las familias en sus casas. “Se les ordena que comiencen a detectar o identificar a los refugiados que viven en su jurisdicción con efecto inmediato. Incluyan la ubicación exacta, el número de individuos por hogar y el tipo de negocio (que estén realizando)”, detalló Casper Chalera, subinspector general de la policía, en un comunicado interno dirigido a todas las unidades, estaciones y puestos policiales del país. El Ministerio de Seguridad Nacional ha instado a que la reubicación se haga de forma pacífica y ha pedido a la población que no se implique en el proceso ni tome la justicia por su mano.

La ley no es la panacea cuando se trata de derechos humanos
Habiba Osman, secretaria ejecutiva de la Comisión de Derechos Humanos de Malaui

A Osman le preocupa que se violen los derechos de los refugiados si la policía lleva a cabo la reubicación: “Hacer perfiles de las personas en sus casas puede conducir a una xenofobia de Estado”, afirma. Algunas familias de refugiados ya volvieron al campo en las últimas semanas, aunque las cifras exactas son difíciles de calcular, ya que algunos vuelven a las que fueron sus casas y su retorno no se registra oficialmente, explicó Oliver Kumbambe, secretario de Seguridad Nacional, que confirmó únicamente el regreso de 35 personas. La prensa local ha publicado que el número de familias retornadas es algo superior.

Este responsable admite también “protestas” de comerciantes locales, temerosos ante la idea de compartir el mercado local con los refugiados y considera que la reubicación es “muy importante” y los refugiados tendrán “un lugar dado por el Gobierno para ejercer sus actividades”. Y ese lugar es Dzaleka.

Una de las que han vuelto es Adele Sabimana, una refugiada burundesa que hace cuatro años abandonó Dzaleka para empezar una nueva vida en Lilongüe, la capital del país. Allí vivía con su marido y sus cuatro hijos, donde regentaba un pequeño negocio de venta de fruta hasta que se vio obligada a marcharse: “Sabíamos que teníamos que volver a Dzaleka porque los lugareños nos dijeron que nos fuésemos. Nos amenazaron con llevarse todo lo que había en nuestra casa si no lo hacíamos”, dice en un susurro. Adele considera que su vida fuera era mucho mejor porque tenía independencia, pero no todos los que vuelven comparten la misma opinión. Miria, de la República Democrática del Congo, que también ha regresado, admite que se siente más segura en el campo porque está rodeada de miembros de su comunidad: “La gente nos discriminaba y nos recordaba constantemente que no éramos de allí, que teníamos que volver a nuestro país. En la ciudad sentía que no estaba en paz”. Su marido se ha quedado en Lilongüe, pero tendrá que volver al campo si los planes de reubicación del Gobierno se mantienen.

Dzaleka está lejos de poder hacer frente a las nuevas llegadas. El traslado de 8.000 personas requiere fondos que el Gobierno no tiene. Primero, se necesita dinero para transportar a los refugiados desde donde estén, y posteriormente, refugio, comida y acceso a la atención sanitaria.

El Programa Mundial de Alimentos (PMA) ya ha advertido de que se está quedando sin comida y solo tiene recursos suficientes para prestar asistencia a los refugiados hasta este mes. Los habitantes del campo solían tener acceso a alimentos del PMA, pero desde 2020 y debido a la falta de fondos, la ayuda se cambió por una transferencia en efectivo de unos siete euros al mes. Andrew Amisi, un joven de 32 años de la República Democrática del Congo (RDC), explica que esta cantidad no es suficiente para comer: “En 2020, 50 kilogramos de maíz costaban 6.500 kwachas malauíes (unos 5,8 euros) y hoy cuestan casi cuatro veces más. El dinero que recibimos no se corresponde con el aumento del precio de los alimentos. Tenemos hambre”, se queja.

Kenyi Emmanuel Lukajo, un responsable de ACNUR, confirma que “la financiación se ha reducido mucho en comparación con años anteriores”. “Proporcionar servicios básicos a los recién llegados y a los que ya están en el campo se está convirtiendo en un gran reto”, explica. También aclara que las familias que han regresado y las que lo harán en los próximos días tendrán que permanecer en el centro de recepción durante mucho tiempo porque no hay fondos ni espacio para construirles refugios. La rehabilitación de Luwani, otro campo de refugiados que actualmente está vacío, aún queda lejos, ya que ACNUR todavía no ha conseguido los fondos para rehabilitarlo. “En estos momentos, Luwani no es un campo de refugiados. Necesitamos una alternativa o un nuevo campo”, reconoce Kumbambe.

Brote de cólera, pobreza y violencia

“En Dzaleka escasea el agua, el saneamiento e incluso la comida. No se puede resolver un problema creando otro”, afirma Michael Kaiyatsa, director ejecutivo del Centro de Derechos Humanos y Rehabilitación. Según él, la situación actual no es sostenible: “Algunos de los que ahora regresan llevan fuera casi 30 años. Estas personas han establecido sus negocios, trabajado, creado familias, etcétera. ¿Qué pasará con sus negocios o con sus propiedades?”, se pregunta.

La gente nos discriminaba y nos recordaba constantemente que no éramos de allí, que teníamos que volver a nuestro país. En la ciudad sentía que no estaba en paz
Miria, refugiada de la República Democrática del Congo

La llegada de 8.000 personas más al ya superpoblado campo también preocupa a los habitantes de Dzaleka. A Suwavisi Ntakirutaimana, una vendedora de verduras ruandesa de 36 años, le angustia que la llegada de 8.000 personas afecte a su negocio porque habrá más competencia, ya que todos realizarán actividades similares. Lwitela Musa, un vendedor de verduras de 52 años de la RDC, no oculta su recelo ante la idea de que “al llegar más gente haya más problemas de enfermedades, alimentación, seguridad o vivienda”.

Dzaleka tampoco es un lugar seguro. Con el peor brote de cólera de los últimos 10 años en curso y unas autoridades incapaces de controlarlo, el alto riesgo de transmisión de enfermedades se multiplica en un entorno con condiciones insalubres.

Y el cólera no es el único riesgo al que se enfrentan los refugiados en el campo. En las últimas semanas, se han registrado violentos incidentes, a veces provocados por la falta de recursos, que preocupan a los responsables. Butoyi Fedeli, líder de la comunidad burundesa, resultó gravemente herido tras una explosión causada por un artefacto explosivo casero el pasado 14 de diciembre. Unas semanas antes, el 22 de noviembre, la policía disparó gases lacrimógenos y se enfrentó a los refugiados cuando estos saquearon algunos artículos de un almacén tras descubrir que sus nombres faltaban en una lista de distribución de material de construcción. Dentro y fuera de Dzaleka, los refugiados congoleños, etíopes, ruandeses o somalíes se preguntan qué ocurrirá a partir de ahora y cómo el gobierno planea obligarlos a regresar a este lugar en el que nunca quisieron estar.


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