El pueblo saharaui en pandemia: del aislamiento al estoicismo
Durante años, los saharauis recibieron visitantes de todo el mundo en sus improvisados campamentos en el exilio en Tinduf (Argelia), pero el cierre de fronteras por la covid-19 ha agudizado su aislamiento y asfixiado los anhelos de su juventud. La vida no ha parado, pero las dificultades han aumentado
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Rostros serios, miradas fijas y labios agrietados, los colores de la arena y el del cielo son los que predominan como fondo de los retratos que capta Ezza Mohamed. Tiene 18 años, nació en los campamentos de refugiados en Tinduf, Argelia, y desde 2018 estudia en la escuela de cine en la wilaya (asentamiento) de Bojador. Envuelta en una melfa blanca con estampados de color verde marino, saca su cámara y se dispone a relatar lo que ha supuesto para el pueblo saharaui, la pandemia. “He visto resiliencia frente a la desolación, lucha frente a la impotencia y autosuficiencia, especialmente, autosuficiencia”, relata la joven.
Según las cifras oficiales, hasta el 26 de septiembre de 2021, se han registrado 1.748 casos positivos y al menos 69 personas han fallecido por covid-19. Sentada junto a sus compañeros de la escuela de cine, los jóvenes sentencian que el problema no es la pandemia en sí sino las medidas de restricción que se han tomado a nivel global. Coinciden en que el cierre de las fronteras les ha dejado más aislados, si cabe, en este desierto de los desiertos.
“Por un momento tuve miedo de que el cine saharaui se extinguiera. Me asusté muchísimo cuando cerró la escuela y estoy muy feliz desde que la abrieron otra vez”, dice Mohamed. Se trata de una juventud que a pesar de sus dificultades para viajar, se muestra muy cosmopolita y abierta al mundo, seguramente influida por las numerosas visitas e intercambios culturales que recibían años atrás.
En su cine domina el documental como género, pues su meta principal es la de recoger el testimonio de su pueblo, exiliado desde 1975, tras la ocupación marroquí de la provincia española número 53. Desde entonces, miles de personas sobreviven en una inhóspita tierra prestada por Argelia; la encrucijada de Tinduf, un lugar de paso, donde confluyen los caminos del desierto que conducen al infinito.
Durante años, los saharauis se organizaron y recibieron visitantes de todo el mundo en sus improvisados hogares del exilio, pero el cierre de las fronteras por la pandemia agudizó su aislamiento al punto de asfixiar los anhelos de una juventud ávida de conocimiento e intercambio cultural, anhelos que atemperaban las visitas de cooperantes internacionales y las familias del programa Vacaciones en Paz. “Cada año recibíamos en nuestra escuela a profesores de todo el mundo, ahora solo contamos con lo que sabemos nosotros, que nos hemos dado cuenta de que es mucho”, sonríe mirando a sus compañeros.
En marzo de 2020, a la vista de la expansión del coronavirus por el mundo, las autoridades saharauis decretaron el cierre perimetral de los campamentos; este aislamiento preventivo permitió contener la enfermedad hasta julio, que es cuando se detecta el primer caso. Dada la precariedad del sistema sanitario, la prevención es la única medida de la que disponen para frenar el avance de esta y cualquier otra enfermedad.
Mohamed debate con sus compañeros sobre esa soledad colectiva que tanto han sentido los saharauis. Durante todos estos meses la vida en ese lugar inhóspito no ha parado, pero las dificultades han aumentado. “Dependemos de la ayuda exterior, aquí estamos en una tierra que no nos pertenece y en la que no tenemos trabajo y de repente nos vemos solos”. Según el último informe del Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas solo el 4% de los hogares tiene un empleo formal y el trabajo informal es la principal fuente de ingresos.
Dependemos de la ayuda exterior, aquí estamos en una tierra que no nos pertenece y en la que no tenemos trabajo. Y de repente nos vemos solosEzza Mohamed, estudiante saharaui de 18 años
“Yo recuerdo que un día vi seis películas seguidas, viajé mucho aquel día, pero cuando terminé salí de la jaima y volví a mi realidad”, la interrumpe su compañero de clase Hamudi Farayi para agregar un sentir general. “Es como si nos hubieran robado la imaginación, al final, te convences de que no hay nada que hacer”, a lo que añade Mahyub Mohamed, con gesto afirmativo: “Es que miras a un lado y hay desierto; y al otro, también hay desierto, nada más”.
Las noticias que llegaban de fuera sobre el coronavirus les asustaban, pues eran conscientes de la escasez y lo precario del sistema de salud. No había ni un solo aparato de oxígeno, ni tampoco camas UCI. Sin embargo, desde Sanidad tomaron todo tipo de medidas. Los médicos saharauis se enfrentaron solos a la pandemia. Recibían formaciones online y cursos sobre cómo podían aliviar los efectos de esta enfermedad; a ello se añade la paralización de visitas de comisiones médicas especializadas que cada año paliaban las necesidades de la población refugiada. Esta situación ha tenido un gran impacto en la población que veía mermado su acceso a la salud básica. Es el caso de Tagla Larbi, una mujer de más de 70 años, que hace unos meses, tuvo que recorrer unos 800 kilómetros para operarse de vesícula en una consulta privada en la ciudad argelina de Bechar.
El coste de estas operaciones supera los 350 euros y a esto hay que sumarle el gasto de viaje y alojamiento. “Comencé a sentir dolores insoportables. Aquí no pueden operarme, estuve esperando a ver si venía alguna comisión, pero pasaba el tiempo y mis dolores se volvieron insoportables. Un médico saharaui me había dicho que se debía a la vesícula y que había que extirparla”, narra su periplo.
Larbi habló con sus hermanas, reunieron el dinero de sobrinas y amigos que viven en España y cuando consiguió toda la cantidad se marcharon. “Parece que me operaron en una montaña”, dice al intentar explicar que subió escaleras y la intervención la hicieron en la última planta de un edificio. Se trataba de la primera vez que salía de los campamentos de refugiados y se gastó un dinero que le podría cubrir los gastos de medio año en los asentamientos. Todo salió bien e incluso volvió en avión, y le gusta recordar la sensación de sorpresa “no sabía si estaba parado o en marcha de lo cómodo que era”.
En un lugar donde la tasa de paro podría ser de las más altas del mundo: no hay trabajo, ni hay agricultura, ni industria, por no haber no hay ni agua, es difícil sobrevivir. El sustento de muchas familias recae en familiares que trabajan en el extranjero y también en la ayuda de proyectos como el de Vacaciones en Paz y la solidaridad de las familias de acogida. “Todo esto se ha parado”, asegura Sidi Brahim Salem quién antes de la pandemia vivía en España, pero no pudo volver tras cerrarse las fronteras.
Brahim Salem tiene a su familia en España, pero sus padres viven en los campamentos. Hace tiempo abrió una tienda de productos de cosmética y traía mercancía del exterior, pero con la pandemia dejaron de ser prioritarios y era imposible importar. “Me di cuenta al quedarme aquí que tenía que alimentar a mi familia y ayudar a muchas otras. Teniendo una tienda de comida puedo facilitar algo la vida de muchos vecinos”, explica. Muchas familias se llevan la comida y ya la pagan cuando pueden. “Es una cadena. En ocasiones he llegado a endeudarme con los proveedores argelinos”, dice.
Él en sus viajes siempre colaboraba en un proyecto de paquetería. “Traíamos paquetes con comida, ropa y medicamentos. Pero de un día para otro esta ayuda dejó de venir y el dinero demora en llegar”. El Programa Mundial de Alimentos calcula que el 95% de los hogares entrevistados explicaron que su principal fuente de ingresos es la asistencia externa.
Más del 90% de la población se encuentra en riesgo de pobreza y de extrema vulnerabilidad, según la Media Luna Roja saharaui
La pobreza ha aumentado. Cada vez hay más personas haciendo autostop y las ayudas que llegan a las familias no son suficientes. Todos los meses les reparten un par de kilos de arroz y de trigo, nueve de harina, uno de lentejas, por persona. Además de un litro de aceite, medio kilo de azúcar y algo de verduras, normalmente, patatas y cebollas.
Según la Media Luna Roja saharaui más del 90% de la población se encuentra en riesgo de pobreza y de extrema vulnerabilidad. “Aquí tenemos mucha sed por una vida mejor. Pero no tenemos que esperarla, sabemos que nuestra realidad es esta y nos adaptamos”, asegura Brahim Salem, que en estos dos años sin salir de los campamentos se ha dado cuenta del estoicismo de su pueblo. Sin embargo, Larbi no se queja, se siente agradecida: “Tenemos a Alah y la salud”.
Ezza Mohamed sueña con viajar. Quiere hacer fotos, documentar y llevar el retrato de su pueblo por el mundo. No se conforma con el desierto y menos tratándose de uno prestado, uno que engulle los sueños de una generación que como la suya, no ha conocido otra vida más que esta, aunque internet les permita viajar por el mundo.
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