Los incendios de Freetown y por qué el fuego es un peligroso enemigo para los barrios chabolistas de África
Los asentamientos más pobres de las ciudades del continente son fácil pasto de las llamas debido a la ausencia de planificación urbana y a la escasez de servicios básicos. El que calcinó Susan’s Bay, en Sierra Leona, es solo el último ejemplo
Aquel miércoles, Fatumata Kamarah, una muchacha de 16 años (pelo corto y rizado, figura delgada, brazos largos y estatura media) estaba en el colegio cuando un profesor la sacó de clase para decirle: “Se ha declarado un incendio enorme y tu casa y tus pertenencias se están quemando”. Fue el pasado 24 de marzo. Ella vivía entonces en Susan’s Bay, un asentamiento informal de los que abundan en Freetown. Situado en una zona costera de la capital a orillas del Océano Atlántico, es uno de los asentamientos informales o slums más pobres y más grandes de Sierra Leona.
Antes de aquel día, en el que las llamas camparon a sus anchas durante horas sin apenas resistencia, unas 7.000 personas se apiñaban en unas 1.500 viviendas sin fuente mejorada de agua ni más electricidad que cientos de empalmes caseros e ilegales. El fuego calcinó unos 250 de aquellos hogares y hoy, algunos meses después, gente que tenía muy poco y que lo perdió todo, más de 1.000 afectados en total, todavía se encuentra sin nada.
“Tengo cinco hermanas y un hermano. Vivíamos todos juntos allí, con mi madre. Cuando el profesor me dijo aquello, salí corriendo del colegio para ir con mi familia. A ninguno le pasó nada malo, pero nuestra casa quedó arrasada”, cuenta Fatumata. Con todo, tuvieron algo de suerte ellos y todos los habitantes de Susan’s Bay, pues el suceso no acarreó víctimas mortales. A la hora en la que se originó el fuego, alrededor de las seis de la tarde, la gente todavía no había regresado a casa de sus respectivos trabajos, la mayoría informales.
Como el de la madre de Fatumata, Warrah Bangura, una mujer de 45 años que vende frutas, verduras y frutos secos por las calles para ganarse la vida. “El fuego destruyó mi frigorífico, mi televisión y todos mis ahorros: unos 3,5 millones de leones (algo menos de 290 euros)”, cuenta. Parece poco dinero, pero es más de lo que tienen muchos de sus compatriotas. En este país, situado en el oeste del continente, el 54% de sus casi ocho millones de habitantes debe vivir con menos de 1,5 dólares al día. Susan’s Bay es la expresión de este dato en su máximo exponente.
Al preguntar a los habitantes de este vecindario por alguien que pueda hablar en su representación, muchos señalan a Umaru Sesay, un hombre de 37 años que regenta una especie de centro social, un habitáculo de unos 20 metros cuadrados justo al lado de la arena y del mar, uno de los pocos lugares reconstruidos tras el paso de las llamas. “La situación, todavía a día de hoy, es catastrófica. Hay vecinos que tienen que dormir en la calle porque no todo el mundo dispone de un refugio. Además, el Gobierno y algunas ONG nos donaron algunas cosas, pero nos las han robado”, lamenta. Y recuerda cómo fue aquella tarde de marzo en la que gran parte de su comunidad quedó reducida a cenizas. “Vimos el fuego venir a máxima velocidad. Nos dio tiempo a coger a todos los niños, montarlos en los barcos y empujarlos al mar. Allí iban a estar a salvo. No es común tener incendios tan grandes, pero sí que hemos sufrido otros muchos más pequeños. Es que necesitamos cambiar los materiales para levantar nuestras casas; si no, este problema no se va a solventar nunca”.
Después, Umaru Sesay afirma que el Gobierno se ha olvidado su gente, que ello no es algo nuevo, y enumera todo lo que falta en Susan’s Bay: no hay tanques de agua, no hay electricidad, no hay hospitales, no hay escuelas. La forma más rápida de acceder desde las principales arterias de la ciudad es bajar unas enormes escaleras, a la que sigue una pronunciada cuesta, y caminar por una decena de calles estrechas, lo que imposibilita la entrada de cualquier vehículo. Y esta es una estampa que se repite a lo largo de los 72 slums de Freetown, una ciudad de algo más de un millón habitantes. Quizás todo esto ayude a explicar esa estadística que afirma que, en Sierra Leona, el promedio de escolaridad sea de unos tres años y medio por chaval. O esa otra que indica que el país tiene la cuarta esperanza de vida más baja de todo el mundo, pues la gente vive aquí una media de 54 años. O la que otorga a esta nación el más alto índice de mortalidad materna, con 1.360 mujeres que mueren cada 100.000 nacimientos de niños vivos, obligadas a menudo a dar a luz en su salón.
En Susan’s Bay no hay tanques de agua, no hay electricidad, no hay hospitales, no hay escuelas...
Pero en Susan’s Bay, además, ahora faltan más cosas. “Este ha sido mi hogar durante los últimos 20 años y nunca había visto una situación tan lamentable”, dice Mabinty, una mujer de 37 años que vive junto a sus tres hijos y otra decena de familiares y amigos en una de las tiendas de campaña que algunas ONG han levantado en el barrio y que otorgan al asentamiento un aspecto parecido al de un campo de refugiados. “Lo he perdido todo. Mis hijos ni siquiera pueden ir al colegio porque se me han quemado sus uniformes, sus mochilas, sus libros… El Gobierno prometió que iba a ayudar, pero nadie ha hecho nada por nosotros todavía”, afirma Mabinty. Y explica también que en estas fechas, en plena temporada de lluvias, se inundan los suelos de la comunidad y se desbordan los desagües. Y que antes, cuando disponían de sus antiguas viviendas, esto no suponía un problema, pero que ahora, algunas noches, deben abandonar las tiendas porque se anegan y pasar varias horas al frío y al raso hasta que llega el sol y pueden usar la luz para achicar agua y secarlas.
Sin planificación urbana
Los incendios en comunidades como Susan’s Bay no son extraños; el hacinamiento, la total exclusión de planificación urbana y la disparidad espacial provocan que sea algo demasiado habitual. Además, levantar barrios enteros desde la más absoluta pobreza crea también inconvenientes como la dificultad en el acceso a las carreteras, a centros sanitarios y escuelas o a los servicios de emergencias más básicos, como ambulancias o bomberos. Son, además, áreas sobrepobladas, pues casi dos tercios de la población africana vive en estos slums. “La realidad es que, como estos sitios no gozan de un reconocimiento oficial, los proveedores de servicios esenciales, como agua o energía, ni siquiera pueden trabajar allí. Otros factores, como los materiales que se usan para construir las casas, agravan los problemas”, afirma Joseph M. Macarthy, director ejecutivo del Sierra Leone Urban Research Center (SLURC por sus siglas en inglés), un organismo local que tiene como objetivo generar iniciativas de investigación en ciudades de Sierra Leona centradas en el bienestar de los residentes de los asentamientos informales.
El SLURC indica que, solo en Freetown, hay 72 asentamientos informales (el Gobierno local los cifra en 67) y que en ellos vive el 30% de la población de la capital. Macarthy también afirma que el problema en esta ciudad, que es donde se centran la mayoría de los estudios del organismo, viene de lejos. Dice: “Hasta los 70 hubo planificación urbana, pero en los 80 y, sobre todo, en los 90 por la guerra civil, todo cambió. Los profesionales que sabían hacerlo tuvieron que abandonar el país. Además, tras el conflicto, mucha gente empezó a vivir apiñada en algunos territorios concretos. Ahora la ciudad tiene una densidad de población muy grande y eso lo dificulta todo”.
Y, al ser estas características extrapolables a la gran mayoría de arrabales de las grandes urbes africanas, los fuegos no son un fenómeno aislado de Freetown o Sierra Leona. Las ciudades más concurridas del África subsahariana, cuya población crece a un ritmo excepcional (se espera que el continente haya duplicado sus habitantes para 2050 pasando de los 1.200 millones actuales a los 2.500 millones) y huye de las zonas rurales porque ahí no encuentra oportunidades (solo el 15% de los africanos vivía en núcleos urbanos en 1950 mientras que, para el 2050, lo hará el 60%), se están llenando poco a poco de asentamientos informales.
Cuando llegan los incendios, lo arrasan todo. Los ejemplos son numerosos y geográficamente muy repartidos: en 2019, un fuego en Kibera, quizás el mayor slum de África, situado en Nairobi, la capital de Kenia, donde viven hacinados más de un millón de habitantes, dejó sin hogar a cientos de residentes. Y el pasado enero, las llamas calcinaron más de 300 casas en Khayelitsha, un barrio chabolista de Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, y hogar de casi medio millón de personas.
Enfermedades y delincuencia
Joseph M. Macarthy dice que, si nada lo impide, el fuego va a ser uno de los problemas más recurrentes para los asentamientos informales africanos en el futuro. Una contrariedad que empeorará los que para él son los otros grandes retos a enfrentar en los slums: las enfermedades y la delincuencia. “Aquí ya ha habido brotes de cólera muy graves. La insalubridad, el hacinamiento y las condiciones de las viviendas son aliados de las epidemias. Y también está el asunto de la criminalidad. El desempleo suele ser grande entre los jóvenes de estos distritos (en Sierra Leona, la tasa de desempleo juvenil se sitúa en el 60%) y esto provoca que se produzcan robos, atracos y otros crímenes con mucha asiduidad. Estas zonas y las aledañas suelen ser muy inseguras”, afirma. Con todo, la actual pandemia de coronavirus no ha causado los estragos pronosticados en Sierra Leona, pues el país apenas reporta 120 fallecidos en total por covid-19 y unos 6.400 casos positivos.
Umu Kamarah tiene 26 años y seis hijos. Los últimos dos, gemelos, apenas tienen un par de meses de vida. Las llamas también calcinaron su hogar en Susan’s Bay y se quedó en la calle. Ahora espera una solución en un refugio que la ONG salesiana Don Bosco Fambul ha habilitado en Freetown para algunas de las familias damnificadas por el incendio. “Yo estaba en casa cuando lo vi venir. Tuve que salir corriendo. Me costó mucho; la gente estaba muy nerviosa, todo el mundo gritaba, y yo debía de estar pendiente de que mis niños no se quedaran atrás”, cuenta. Solo unas semanas más tarde de todo aquello, Kamarah pasaba por el hospital para dar a luz a los dos pequeños que hoy sostiene en sus brazos. “Cuando todo pasó, tuvimos que dormir en la calle unos días, con todo lleno de suciedad y de mosquitos. Algunas noches pasamos frío. Ahora no sé qué va a ser de nosotros en el futuro. Nos hemos quedado sin nada”.
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