El Pacífico colombiano hace su agosto (más comunitario y sostenible)
Nuquí, un paraíso tropical conocido por ser parada en la ruta migratoria de las ballenas jorobadas, busca visitantes a través del turismo local y de la explotación responsable de su riqueza natural
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Empezó vendiendo dulces de panela en el aeropuerto. Amelia Hurtado Arboleda se acercaba amablemente a los turistas que visitaban su Nuquí natal y pedía 2.000 pesos colombianos (50 céntimos de euro) por los postres caseros, sin despegar el oído. “Muchos se quejaban de que habrían querido probar un pescado más grande y más sabroso”, explica esta enérgica mujer de 60 años, “y yo sabía cocinar pescados grandes y sabrosos”. Así fue como hace 18 años fundó el Hotel Vientos de Yubarta, una hermosa posada con restaurante para 16 huéspedes a un kilómetro del corazón de la ciudad, a escasos metros de la orilla del mar.
De este negocio viven directamente seis familias y una veintena de pequeños emprendedores se benefician indirectamente. “Tengo a los carritos, que me recogen los turistas del aeropuerto y me los traen para acá, los lancheros que me los sacan a hacer el avistamiento de ballenas y los paseos, las artesanías que vendemos son de compañeros indígenas, el arroz y el cacao se lo compro al hombre de Coquí y el pescado a los pescadores de la zona… Es una cadena”, enumera. “Somos un pueblo sin más empresas que esa. Nos tenemos que fortalecer entre nosotros si queremos acabar con la pobreza”.
Después de estar trabajando para foráneos, muchos empezaron a emprender por su cuenta y a ampliar la oferta del territorio: avistamiento de ranas y aves, paseos por los ríos, recorridos por el manglar...Robert Henao Ibarguen, asesor turístico de la Alcaldía Municipal de Nuquí
“El turismo y la pobreza no tienen permiso para habitar en el mismo lugar”, zanja Josefina Klinger, directora de la corporación Mano Cambiada, un organismo que lleva 20 años promocionando la región y fomentando el emprendimiento local. “Tenemos un imaginario en Colombia de que hay lugares inseguros donde vive la gente pobre. Y cambiarlo no es responsabilidad exclusiva de los medios de comunicación, sino de nosotros. Nos tocaba cambiar esa lógica y vender la marca de lo que somos: cultura, emprendimiento femenino, comunidad...”. Ese es el carro del que tiran todos los nuquiseños.
La llegada de visitantes a este tesoro tropical, ubicado en la costa del Pacífico colombiano, es la primera fuente de ingresos de la región, seguido de la pesca. Dos años antes de la pandemia, esta zona de apenas 9.168 habitantes, recibió 9.113 turistas. En 2019, fueron más de 8.000. Pero en el fatídico 2020, tan solo 1.531. Robert Henao Ibarguen, asesor turístico de la Alcaldía Municipal calcula que el sector se activó en la zona hace apenas 15 años. Nuquí es una de las paradas de la ruta migratoria que inician las ballenas jorobadas en la Antártida y, por ende, también la de miles de curiosos que se acercan entre julio y septiembre a entornar los ojos para vislumbrar el lomo, la cola o la respiración de algún ballenato.
“Se ha producido un empoderamiento de la comunidad local”, asegura Henao. “Después de estar trabajando para foráneos, muchos empezaron a emprender por su cuenta y a ampliar la oferta del territorio: avistamiento de ranas y aves, paseos por los ríos, recorridos por el manglar…”. La creación de asociaciones y cooperativas también ha sido clave para fomentar el desarrollo de las comunidades. Para Klinger, de Mano Cambiada –un término que alude a una práctica ancestral de intercambio de servicios, muy similar al principio del trueque– el turismo comunitario es un sistema muy profundo de beneficio común: “Es un modelo de autogestión territorial. El territorio para nosotros cobra un sentido muy diferente al que compra un pedazo de tierra y monta un negocio. Nosotros nacimos aquí y es aquí donde decidimos empezar nuestro proyecto de vida. Lo que hicimos como comunidad fue perderle el miedo a ser empresarios”. Henao coincide y añade: “Aspiramos a crear una red de turismo exclusivo, nunca masivo”.
A pesar de que Nuquí responde a cualquier imaginario de paraíso –la selva que termina en la orilla, el clima caliente todo el año, la gastronomía rica y variada y la biodiversidad en todo su apogeo– fomentar este sistema implica tropezar con varias dificultades. Nada es fácil en Chocó. La zona recibe no más de tres vuelos diarios de avionetas de un máximo de 19 pasajeros, el acceso a internet es muy limitado y las infraestructuras y carreteras son aún precarias, se quejan los vecinos. “¿Cómo vamos a superar así el golpe que nos dio la pandemia?”, se pregunta Hurtado.
Y es que la covid-19 empeoró la ya difícil tarea de emprender. La posada de Hurtado acogía a 20 huéspedes mensuales antes del coronavirus. El confinamiento y la lenta reactivación del turismo puso a cero el marcador durante varias semanas consecutivas. Demasiadas. “Aquí tocó hacer fuerza las 24 horas del día”, cuenta entre lágrimas la propietaria de la posada. “La pandemia nos enseñó que los huevos no se pueden echar en la misma canasta”, cuenta Klinger. “Ahora estamos en el proceso de descubrir otras estrategias, pero nuestro entorno es tan rico que la propia producción de alimentos impidió que la comunidad pasara hambre. Hicimos uso más que nunca de esa mano cambiada”.
A apenas unos minutos del proyecto de Hurtado se encuentran unas cabañas azules, propiedad de Adda Yanett Pandales Salas, de 48 años. Este albergue de seis habitaciones y una tienda de trajes de baño y ropa interior son el negocio familiar de esta humilde familia de cuatro miembros, otras dos trabajadoras y tres lancheros. “Los inauguramos antesito de que estallara la pandemia”, cuenta durante su almuerzo detrás del mostrador. El hotel que habían construido durante meses con materiales de la zona se convirtió en la residencia de los Pandales. Era eso o dejarla vacía. “Duramos más de un año a cero y, cuando pudimos reabrir, nos fue muy costoso cumplir con los protocolos: los colchones forrados en material antifluidos, los geles antibacterianos, los termómetros, los avisos de bioseguridad...”, enumera hasta que llega una clienta. “Buen día, bien pueda. ¿Qué necesita?”, dice saltando de la silla.
Agosto es uno de los meses de temporada alta y también el respiro de quienes han tenido más miedo a la pobreza que al contagio. Lo único positivo que arrojó el último año y medio a esta comunidad ha sido precisamente posicionarse como un destino idílico y pospandémico con mejores previsiones para el año que viene. Según la Asociación Colombiana de Agencias de Viaje y Turismo (Aneto), el Pacífico Colombiano se ha convertido en la región con mayor reactivación de turismo nacional, con un incremento de hasta el 126% en 2020. “El dinero solo es una herramienta”, narra Klinger. “Lo que está en juego es el buen vivir en un territorio privilegiado y dotado generosamente, que el planeta necesita tener en buen estado”.
La pesca, la segunda pata de la economía nuquiseña
La vida en Nuquí sucede en la costa. La población local encuentra en el mar, además de ese imán turístico, el segundo motor económico de la región, aunque la mayoría de los pescadores aún forman parte del sector informal. Existen más de una veintena de asociaciones pesqueras, pero se calcula que haya unos 600 personas dedicadas a ello sin inscribir.
Luis Alberto Perea Cuero, líder comunitario y presidente del Grupo Interinstitucional Comunitario de Pesca Artesanal del Pacífico Chocoano, lleva años trabajando en el ordenamiento espacial del ecosistema marino y pesquero, fomentando la pesca responsable y sostenible y capacitando a la población interesada. “El desafío principal es que la gente valore su entorno y lo aproveche como una dinámica económica local. Es muy importante que la gente emprenda para que no vengan de fuera a hacerlo. Tenemos que ser conscientes del territorio que poseemos y toda su riqueza. No queremos ser los trabajadores de otros”.
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