El pintor que quiere llevar la selva amazónica al centro de la ciudad
Aimema Uai es parte del pueblo ancestral muruy muina y desde hace cinco años reside en Bogotá, la capital colombiana. Desde aquí, explora sus raíces a través del arte “para que no se pierdan” e intenta conectar la naturaleza con la ciudad
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Se les conoce como los hijos del tabaco, la coca y la yuca dulce, y consiguieron esquivar el sistema colonial hasta principios del siglo XX. Al pueblo Muruy Muina, como a muchos otras comunidades indígenas ubicadas en la Amazonía colombiana, les tocó resistir. Y también son descendientes de esa resiliencia, que Aimema Uai (25 años, La Chorrera) carga con orgullo desde su pequeña casa ubicada en el centro de Bogotá. Sentado en una banqueta de madera y mientras da pequeños sorbos a un cuenco con caguana, un brebaje hecho a base de yuca y aguaje, revela cuál es el motor de su vida: “Se ha perdido tanto conocimiento propio, que nos toca a los jóvenes recuperarlo”. Su forma de volver al origen es la pintura.
Llegó a la capital colombiana con la intención de cursar Ciencias Políticas en la Universidad Externado, aunque siempre tuvo interés en el arte y la pintura. Una vez aquí, todos los planes cambiaron. Acabó inscribiéndose en Arqueología y apenas un par de semestres después de empezar, decidió volver a su tierra. “Sentía que mi abuelo y mi padre me llamaban en sueños, notaba una contradicción muy fuerte en mi interior entre mi cultura y la ciudad”, recuerda. En 2018, sustituyó la universidad urbana por la maloka, el centro neurálgico y espiritual de las comunidades indígenas. “Esa sí era la verdadera casa del conocimiento”, añade. Allí, se formó en las tradiciones ancestrales e hizo de los elementos clave de la medicina amazónica –mambe (coca), ambil (tabaco), sangre de drago, corteza de árbol– su pintura.
Sentía que mi abuelo y mi padre me llamaban en sueños, notaba una contradicción muy fuerte en mi interior entre mi cultura y la ciudad
Así surge Canasto de la Abundancia, un proyecto que comenzó con su compañera Leo Fiagama y que conecta la selva con la ciudad. Su propia casa es restaurante, taller artístico y maloka. “Es un pedazo de nuestra tierra”, zanja. Las paredes están repletas de sus coloridos cuadros: ríos, vegetación, germinaciones de la “madre coca”... Sus obras son un viaje al saber de su gente y a su niñez. Pero también son una mirada crítica al genocidio que sufrió su pueblo.
A principios de los años treinta del siglo pasado, La Chorrera, su pueblo, estuvo en el mapa de colonizadores por ser una mina inigualable de caucho. Después de su explotación, vino la de la coca y más adelante la de las pieles, conocidas como “épocas de bonanza económicas”. Y, entre tanto, una de las mayores matanzas de la Amazonía colombiana. “Acabaron con más de 80.000 indígenas”, susurra, “nos prohibieron nuestras tradiciones, los cantos, las narraciones… Se nos quitó todo. Nos impusieron sus creencias, porque pensaban que éramos indios y que no teníamos alma”.
Quise que los conocimientos de mis ancestros no fueran algo de mi pasado, sino de mi presente
Y así, entre la imposición de una nueva cultura y la migración de cientos de jóvenes a las ciudades, el conocimiento y el tesoro de la región quedó confinado en la memoria de los mayores, quienes tenían cada vez menos opción de pasar su legado a las nuevas generaciones. Uai fue una excepción. Cuando volvió a Bogotá, explotó la pandemia de coronavirus. Llegaron los encierros y el tiempo forzado. “Fue entonces cuando empecé a pintar con todo eso que aprendí”, narra. Explorar el arte le llevó a cuestionárselo todo. ¿Para qué se usaba esta semilla que sirve de pigmento? ¿De dónde viene esta raíz? ¿Por qué es sagrada la corteza de este árbol? “Quise que los conocimientos de mis ancestros no fueran algo de mi pasado, sino de mi presente”, resume.
Para su primo, Érick Sánchez, de 24 años, estudiante de sociología en la Universidad Nacional, la pandemia les hizo reaccionar: “Nos sacudió muy negativamente porque fallecieron muchos de nuestros mayores, pero también nos obligó a revisar todo lo que era nuestro y lo que estábamos dejando de lado. Nos vimos de pronto preguntándoles a los ancianos por remedios y consejos”. Uai añade: “Los tapabocas y los geles son muy importantes, pero son un remedio superficial. Toca ver cómo nos sentimos por dentro. Y esa espiritualidad y ver qué pasa con nuestras bases las hemos trabajado siempre en nuestros territorios”.
El predio de Putumayo, el resguardo indígena más grande de Colombia, ha sido una de las zonas más afectada por la pandemia de la Amazonía. El pulmón del mundo acumula casi 7.000 casos, de los casi 80.000 habitantes, según el Ministerio de Salud. “Hay clanes que ya no tienen abuelos y están expuestos a la extinción”. En el pueblo de Uai acaba de fallecer el tercero, de una población de menos de 4.000 habitantes. “Imagina cuánto conocimiento está perdido”, espeta con el pincel en una mano y el cuenco lleno de pintura azul en otro.
Sentado en una banqueta más pequeña, aprovecha mientras que su compañera Fiagama acaba de preparar la sopa, para terminar uno de los cuadros que aún no sabe en cuánto venderá. Sus obras oscilan entre los 200.000 pesos colombianos (45 euros) y los 6 millones (1.500 euros). Al taller llega el olor a pescado macerado con ají y pepa de maraca y el sonido de los cánticos. Desde este rincón de la caótica ciudad, y con sus tintes en la mano, Uai se reconoce algo más cerca de casa.
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