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Escuelas clandestinas, el último recurso de los que no tienen nada

En las zonas más necesitadas de Guayaquil, en Ecuador, proliferan las clases presenciales improvisadas en patios y descampados, con adolescentes que hacen las veces de maestros para que los estudiantes con mayor riesgo de exclusión no pierdan el curso

Dennisse Toala tiene 17 años y acaba de terminar Bachillerato. Es una de las profesoras que improvisó clases en una de las zonas más inhóspitas y descuidadas la ciudad ecuatoriana de Guayaquil, a la que no llega ni el agua ni la luz: Monte Sinaí.
Dennisse Toala tiene 17 años y acaba de terminar Bachillerato. Es una de las profesoras que improvisó clases en una de las zonas más inhóspitas y descuidadas la ciudad ecuatoriana de Guayaquil, a la que no llega ni el agua ni la luz: Monte Sinaí.Miguel Canales León

Un gran árbol cubre con su sombra de más de 10 metros tres mesas de contrachapado y hierro desgastadas y desconchadas en medio de un descampado. Donde hoy reciben clase 15 niños, antes había un vertedero de basura. “Envié un oficio al municipio para que vinieran a limpiar”, resuelve con una normalidad y soltura impropia de su edad Dennisse Toala. Tiene 17 años y acaba de terminar Bachillerato. Es una de las profesoras que improvisó clases en una de las zonas más inhóspitas y descuidadas de la ciudad ecuatoriana de Guayaquil, a la que no llega ni el agua ni la luz: Monte Sinaí. Ese espacio al aire libre en el que los niños repasan las vocales y los números es el punto más remoto de ese sector de asentamientos irregulares. Antes de llegar, las calles asfaltadas de la ciudad se convierten en vías con un cemento precario que luego pasan a ser caminos de piedra y polvo y, justo al acabarse la ruta, un barrizal arcilloso. Pero ahí, hay un rayo de oportunidad para que los estudiantes con mayor riesgo de exclusión no pierdan el curso. Sin internet, es imposible que sigan las clases oficiales virtuales que impuso Ecuador cuando comenzó la pandemia de covid-19 hace un año.

Liam y Gael son dos gemelos de tres años. Saltan a la rayuela mientras cuentan los números. Los otros niños de su nivel esperan el turno. No se pelean. Sonríen. Es improbable que, por su edad, sean conscientes de la importancia de la labor que un día asumió la joven graduada sin que nadie se lo pidiera. Gracias a ella, todos los alumnos que han pasado por sus clases han aprobado el curso y, si comienza un nuevo año lectivo en mayo de forma presencial, no habrán quedado atrás.

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Una evaluación oficial, tras entregar el portafolio de deberes completo de cada alumno a su escuela, avala los diez meses que han recibido asignaturas, rodeados de tierra y monte verde. “Yo, en realidad, quiero ser fisioterapeuta”, cuenta Toala.

―¿Con lo que has conseguido aquí no has pensado en ser profesora?

―No, no es algo que me motive tanto. Si no me llama la atención, no lo voy a hacer bien, ―responde, vestida aún con el pantalón corto de su uniforme colegial deportivo. ―Lo hago ahora porque me entusiasma estar ayudando y cubrir esta necesidad. El lema es aprender para enseñar y cada niño enseña a sus hermanos y hasta a sus padres, ―razona con el aplomo de un adulto y el cuerpo de una adolescente. Hace una semana organizó una fiesta de graduación que daba inicio a las vacaciones.

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Cuatro alumnos hacen sus deberes al aire libre en una de las clases que se imparten de manera informal en Monte Sinaí, uno de los barrios más pobres de Guayaquil. Pulse en la imagen para ver la fotogalería completa. Miguel Canales Leon

El próximo curso empieza el 7 de mayo en la región Costa del país andino, pero no hay certeza de que se puedan retomar las clases presenciales. En la región Sierra y en la Amazonía, el curso arrancó en septiembre; en marzo, las autoridades ecuatorianas permitieron que 77 escuelas recuperasen la educación presencial como parte de un plan piloto al que Guayaquil, de momento, ha renunciado. Mientras, Ecuador, que acaba de recibir el primer lote de vacunas AstraZeneca de la iniciativa Covax, mantiene el aumento de contagios de coronavirus: el país acumula 307.000 casos confirmados y 16.333 fallecidos por el virus desde el inicio de la pandemia, con una media diaria de más de 1.300 nuevos enfermos en los últimos siete días.

Ni Liam, ni Gael, ni Sebastián ni los otros chicos y chicas de hasta 15 años que han repasado lecciones con la profesora Toala están hoy en las descorazonadoras estadísticas de deserción escolar que acaba de presentar Unicef en Ecuador. Más de 90.000 niños —de 4,4 millones— han dejado sus estudios por las dificultades de seguir clases virtuales, y el 61,2% reconoce que este año ha aprendido menos. Unos no tienen internet en su casa o deben compartirlo con sus hermanos; otros no tienen un ordenador o una tableta electrónica; otros, como muchos de los que viven en Monte Sinaí, no tienen ni mesas en sus casas. Solo dos de cada 10 alumnos ecuatorianos poseen equipos electrónicos de uso personal. “Hice una especie de evaluación previa a todos los niños para ver si presentaban dificultades en alguna asignatura. Había una niña de siete años que no sabía ni las vocales ni los colores. Con ella, repasamos todo el abecedario. Sus padres no saben leer y no podían ayudarla”. El empeño de la improvisada profesora le llevó a aprender kwicha para que el avispado de Sebastián pudiera avanzar en su escuela intercultural. “Alli puncha”, saluda. “Eso es buenos días”. Los demás están tan entretenidos, pese a que solo están para reforzar materias, que ni se distraen con la presencia extraña de los periodistas.

Un gran árbol cubre con su sombra de más de 10 metros tres mesas de contrachapado y hierro desgastadas y desconchadas en medio de un descampado. Donde hoy reciben clase 15 niños, antes había un vertedero de basura. Pulse en la imagen para ver la fotogalería completa.
Un gran árbol cubre con su sombra de más de 10 metros tres mesas de contrachapado y hierro desgastadas y desconchadas en medio de un descampado. Donde hoy reciben clase 15 niños, antes había un vertedero de basura. Pulse en la imagen para ver la fotogalería completa. Miguel Canales Leon

Hay tres mesas. Una para cada nivel. Los de primaria en una. Los más pequeños pintan y los otros pasan fichas plastificadas con números y letras. Los de secundaria, en otra, escriben en un cuaderno lo que han desayunado y recuerdan la composición de la pirámide de alimentos. Los mayores se enredan en multiplicaciones y potencias. No hay ni un padre alrededor. No necesitan que les vigilen. “Empecé en mayo en el patio de mi casa con mis sobrinos y luego nos vinimos bajo el árbol. Los otros niños se acercaban y decían que querían pertenecer, pero yo les decía que no era una escuela”. En noviembre, cuenta, apareció personal del Municipio de Guayaquil. ¿Tuviste algún problema por dar clases presenciales a todos juntos estando en pandemia? “No, todos usan mascarilla y nos ponemos alcohol en las manos. Vinieron a ayudarnos. Enviaron a dos docentes que dedicaban media hora al día a cada niño por separado”.

Lo mismo ocurrió con las clases improvisadas que daba Nicole Rosero, también en Monte Sinaí, pero ladera abajo. Un par de profesores, enviados por las autoridades municipales, impartían clases y llevaron material escolar. “Les prometieron a los niños que les iban a entregar tabletas, pero les dejaron desilusionados. A mí me dieron un ordenador portátil, pero era de segunda mano y enseguida se dañó. No lo utilicé”. Ella tiene 19 años y lleva dos intentando entrar en la universidad. Busca trabajo, pero “está difícil”. Ha empezado un curso de Educación Infantil para ver si hay más opciones. Ni Toala, ni Rosero, ni Rubí Vallejo, otra joven comprometida con la educación de los más desfavorecidos, han cobrado nada por tantos meses de dedicación. “Hay padres que me ofrecieron algo, aunque yo nunca lo acepté; sé que aquí hay pan para el desayuno, pero no para la cena”, resume Toala.

Más de 90.000 niños —de 4,4 millones— han dejado sus estudios en Ecuador por las dificultades de seguir clases virtuales

Vallejo vive en la otra punta de Guayaquil. Con condiciones similares. Una zona de viviendas de caña y láminas de chapa que creció en un terreno lodoso de forma irregular frente a la cárcel más grande de Guayaquil. Hace escasas dos semanas, tuvo que interrumpir las clases por los violentos amotinamientos en tres prisiones de Ecuador que se saldaron con 81 muertos. “Como estamos tan cerca de la prisión, los inhibidores de señal hacen que tengamos una cobertura muy mala. Se interrumpe a cada rato”.

Entre sus alumnos, hay niños con necesidades especiales. Uno no sabe aún hablar bien a sus siete años. Pero él interrumpe sonriente cuando la miss (señorita) hace preguntas sobre geografía. “¿Cuál es la capital de Ecuador?”, pregunta en medio de una de las sesiones con una veintena de alumnos apilados en sillas de plástico. Nadie responde. La timidez de la cámara de fotos les cohíbe. El más resuelto dispara desde la fila de atrás: “Quito”. Pasa al pizarrón, que es en realidad una cartulina con el rótulo “Luceritos del Vivir” por el nombre del grupo que han formado. “¿Y la de Colombia?”, le requiere Vallejo. Se queda en blanco y todos se ríen cómplices, con las fichas aún en blanco que les han repartido al inicio de la clase. A ese sector no ha llegado ninguna ayuda oficial, reprocha la maestra. Ni profesores de refuerzo ni atención social. Pero todos los estudiantes van a clase peinados y vestidos como si una pandemia no les hubiera aislado del resto de chicos de su edad.

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