“Nada será como antes”: supervivientes invisibles de la covid-19 en Kenia
En Nairobi, los residentes se enfrentan a los efectos colaterales de un virus que propaga muerte, pero también impunidad y pobreza
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Cuando Betty Muhambe le canta a Dios, su cuerpo se expande y el mundo que a menudo la ignora se rinde ante su presencia. Todos a su alrededor, supervivientes como ella de una pandemia que muta y cada día aprieta con fuerza, se dejan arrastrar en una especie de trance. Sus carnes cansadas se revuelven y agitan, al tiempo que se reconfortan en la idea de que el Señor les escucha.
“Nos recuperaremos poco a poco, pero nada será como antes”, medita desde Nairobi esta mujer menuda de 49 años. “Nuestras vidas están predestinadas a no ser las mismas”. Ella lo sabe muy bien: la covid-19 le extirpó primero sus ingresos ―tras la huida de expatriados blancos para los que trabajaba― y, poco después, le arrebató a su hermano. El nombre de esta empleada doméstica no aparecerá registrado entre los más de 114 millones de contagiados o los 2,5 millones de muertos por coronavirus que hoy acoge el mundo, pero, al igual que tantos otros, afronta a diario los efectos colaterales de un virus que esparce impunidad y pobreza.
Una bala en el pecho y otra entre las costillas terminaron el pasado noviembre con la vida de su hermano, padre de tres hijos pequeños, en la ciudad occidental de Kakamega. Su familia asegura que la policía lo mató ―junto a otros dos compañeros de trabajo― cuando volvían a sus casas más tarde de la hora permitida. “La policía ha disparado a mucha gente desde que se impuso el toque de queda nocturno. Incluso, aquí, en Nairobi muchos han sido abatidos sin piedad”, denuncia Betty con un dolor resignado.
Pocos días más tarde, pidió a su madre que dejara de perder el tiempo en comisarias ―donde le pedían 5.000 chelines (unos 37 euros) para “investigar” su caso― y comenzó a juntar dinero aquí y allá para pagar la matrícula escolar y los uniformes de sus sobrinos.
Desde el inicio de esta pandemia, al menos 23 personas han sido asesinadas en Kenia en operaciones policiales para hacer cumplir las restricciones impuestas ―entre ellas un adolescente de 13 años―, y solo entre los meses de marzo a mayo tuvieron lugar casi el 70% de esas muertes, según datos de la ONG keniana Missing Voices. “[El coronavirus] no afecta indirectamente a todos por igual, sino que va a depender de la clase social de cada uno”, explica a la agencia Efe Aileen W. Fry, coordinadora de campañas de esta organización, que aboga por una remodelación de las fuerzas del orden. “Muchos de los asesinados durante las horas del toque de queda no eran de clase alta, eran personas con pocos ingresos, y la mayoría de desalojos se han producido en los suburbios”, recuerda Fry, quien reniega de la narrativa de que la covid-19 “nos iguala a todos”.
Sin embargo, ese doble rasero de las fuerzas policiales kenianas ―acusadas de más de un centenar de ejecuciones extrajudiciales, según un informe de Amnistía Internacional de 2017― no es un fenómeno nuevo, sino que simplemente se ha exacerbado durante la pandemia.
“Llevan la calle dentro”
En el llamado centro financiero de Nairobi ―un avispero de semi-rascacielos, matatus (autobuses públicos) que escupen humo y un par de parques descuidados―, Ryan Unyengo (nombre ficticio) repite que quiere regresar al colegio del que le expulsó el coronavirus. Sin embargo, y pese a que la enseñanza intermedia reabrió sus puertas en enero tras nueve meses de parón, no ha hecho nada para volver a las aulas.
En 2019, Ryan se escapó juntó a unos amigos de la ciudad de Nanyuki ―a unos 200 kilómetros al norte de Nairobi― rumbo a las calles de la capital, donde los 500 chelines que trajo consigo (menos de cuatro euros) le duraron “dos días” y la mochilita en la que guardaba algo de ropa “desapareció en una noche”. Dos meses más tarde, el religioso Kwetu Hogar de Paz, una de las instituciones para niños (hay cientos) enraizadas en Nairobi, le ofreció un techo donde dormir y la opción de estudiar en un colegio próximo.
En marzo, el pavor a un coronavirus que ya aterrorizaba Europa paralizó la enseñanza, y Ryan retornó a las calles. “Durante esta época de covid [el número de niños en las calles] ha aumentado porque no hay actividad en las casas”, explica la hermana Janerose Nyongesa, directora de Kwetu. “Sus madres buscan trabajo, no encuentran nada, y ellos en lugar de quedarse en casa sin comida salen a mendigar”, detalla.
Dos centros de Kwetu, que solían albergar a más de cien chicos, también se han visto muy golpeados por esta pandemia: por ahora no acogen a más niños al no poder costearse las pruebas de detección y muchos voluntarios dejaron de hacer visitas o de enviar alimentos.
Si bien no hay cifras oficiales de cuántos niños más podrían haber terminado en las calles, solo en Nairobi eran más de 60.000 antes de la pandemia, según datos del Consorcio de Niños de la Calle (CSC), y los expertos creen que las tensiones económicas, el fallecimiento de los progenitores, los desalojos forzosos y el cierre de colegios ―muchos de ellos internados― han provocado un severo incremento.
“No me arrepiento (de haberme ido)”, confiesa Ryan, negando con la cabeza, tras haber cambiado el vivir con su madre en Nanyuki ―de quien asegura le pegaba y le hacía labrar la tierra; algo que su hermano niega― por una libertad ajena a la mirada adulta, pero obnubilada entre chutes de queroseno y rugidos de tripas.
“Es una tarea muy difícil lidiar tanto con ellos como con las niñas porque llevan la calle dentro. Tienen un lugar en el que dormir, amigos con los que hablar. Lo que obtienen ahí fuera es lo que les impide después encajar en cualquier institución”, se lamenta Thomas Ngumu, el trabajador social que en 2019 rescató a Ryan.
No lejos del centro de la ciudad que da refugio a Ryan, en el interior de una modesta iglesia de chapa del suburbio de Kawangware, los cánticos religiosos de Betty conmueven a una decena de feligreses: niños, madres casi adolescentes, hombres beodos. “[Solo] cuando canto me olvido de todo por lo que estoy pasando, de mis problemas”, confiesa entusiasmada. “No puedo ni dormir si ese día no he cantado”, concluye de forma hiperbólica quien, también cada domingo, se asegura de que haya jabón y agua a la entrada de su parroquia a fin de derrotar a ese virus invisible.
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