12 fotosLas otras víctimas de la pandemia en KeniaLa violencia policial se ha exacerbado, con más de una veintena de personas asesinadas desde marzo de 2020. El hermano de Betty Muhambe es una de ellasPatricia Martínez SastreNairobi - 02 mar 2021 - 09:46CETWhatsappFacebookTwitterBlueskyLinkedinCopiar enlaceLa violencia policial se ha exacerbado desde marzo en Kenia, con al menos 25 asesinadas, según la organización Missing Voices, que acusa a las fuerzas del orden de una respuesta desproporcionada en suburbios y zonas de pocos ingresos. En la imagen, la keniana Betty Muhambe, de 49 años, posa en su casa en el suburbio de Kawangware, en la capital de Nairobi, poco antes de ir a misa con su nieto de siete años y un amigo de este. Uno de los hermanos de Muhambe fue presuntamente asesinado por la policía el pasado noviembre, durante el toque de queda instaurado por las autoridades en marzo para contener la pandemia.“Nos recuperaremos poco a poco, pero nada será como antes después de lo que hemos visto. Nuestras vidas están predestinadas a no ser las mismas”, medita en Nairobi esta mujer menuda de 49 años a quien el coronavirus le extirpó primero casi todos sus ingresos ―tras la huida de expatriados blancos para los que trabajaba― y que poco después le arrebató a su hermano.Si bien no hay cifras oficiales de cuántos niños más podrían haber terminado en 2020 en las calles, solo en Nairobi eran más de 60.000 antes de la pandemia, según datos del Consorcio de Niños de la Calle (CSC), y los expertos creen que las riñas, el fallecimiento de los progenitores, la escasez de ingresos, los desalojos forzosos y el cierre de colegios ―muchos internados― habría provocado un severo incremento. Travis, de siete años, juega con un vecino antes de ir a misa en el suburbio de Kawangware, en la capital de Nairobi.La pandemia de coronavirus está mermando con fuerza, con sus púas invisibles, a generaciones enteras de africanos que, además, podrían verse empujadas a convivir con una enfermedad endémica dado el retraso en las campañas de vacunación ―que solo han comenzado en cinco países de forma limitada― y la dificultad de inmunizar en zonas controladas por grupos terroristas, como el centro de Somalia.En la imagen, la keniana Betty Muhambe, de 49 años, da desinfectante a su nieto Travis, de siete, y a un amigo de este antes de acudir a misa en el suburbio de Kawangware, en la capital de Nairobi. Las campañas de concienciación sobre el lavado de manos para evitar el contagio por covid-19 han sido muy persistentes en Kenia.“(Solo) cuando canto me olvido de todo por lo que estoy pasando, de mis problemas. No recuerdo nada”, reflexiona Betty sobre el efecto balsámico de acudir a misa en el suburbio de Kawangware, donde convive junto a su nieto Travis, de siete años, cuya madre emigró a Dubai en busca de trabajo y solo halló abusos. Cuanto Betty canta y el resto de feligreses la sigue, su cuerpo se expande, ocupa su espacio, y deja de ser esa trabajadora doméstica siempre con un “lo siento” predispuesto en los labios. En imagen, posan frente a la iglesia a la que acude cada domingo.“Digamos que [el coronavirus] no afecta indirectamente a todos por igual, sino que va a depender de la clase social de cada uno”, explica Aileen W. Fry, coordinadora de campañas de Missing Voices, que aboga por una remodelación de las fuerzas del orden. “Muchos de los asesinados durante las horas del toque de queda no eran de clase alta, eran personas con pocos ingresos, y la mayoría de desalojos se han producido en los suburbios”, recuerda Fry, quien reniega de la narrativa de que la covid-19 “nos iguala a todos”. En imagen, la keniana Betty Muhambe, de 49 años, reza en misa en el suburbio de Kawangware, en la capital de Nairobi, donde vive junto a su nieto de siete años.Varios vecinos cantan, rezan y bailan en una pequeña iglesia de chapa en el suburbio de Kawangware, en la capital de Nairobi. Desde el inicio de la pandemia de coronavirus, la policía ha hecho uso de la fuerza para implementar las restricciones anticovid, como el uso de la mascarilla y el toque de queda nocturno.Cuando Betty Muhambe le canta a Dios su cuerpo se expande, asegura, y el mundo que a menudo la ignora se rinde ante su presencia. Todos a su alrededor, como ella supervivientes de una pandemia que muta y cada día aprieta con fuerza, se dejan arrastrar en una especie de trance. Sus carnes cansadas se revuelven y agitan, al tiempo que se reconfortan en la idea de que el Señor les escucha.“Cantar es parte de mi alimento. No puedo ni dormir si ese día no he cantado”, expresa Betty a modo de hipérbole quien, también cada domingo, se asegura de dejar jabón y agua a la entrada de su iglesia ―una modesta estructura de chapa y sillas de plástico― a fin de derrotar a ese virus invisible.“La policía ha disparado a mucha gente desde que se impuso el toque de queda. Incluso aquí en Nairobi muchos han sido abatidos sin piedad”, denuncia Betty con un dolor resignado. Días más tarde, le pidió a su madre que no perdiera el tiempo en comisarías ―donde le pendían 5.000 chelines (unos 37 euros) para “investigar” el caso― y comenzó a juntar dinero aquí y allá para pagar la matrícula escolar y los uniformes de sus sobrinos.Una bala en el pecho y otra entre las costillas terminaron el pasado noviembre con la vida del hermano de Betty ―padre de tres hijos pequeños― en la ciudad occidental de Kakamega, de donde ella se marchó en 1991 en busca de una vida más próspera. Su familia asegura que la policía le mató, junto a otros dos compañeros de trabajo, cuando volvían en coche después del toque de queda nocturno instaurado en marzo para contener una pandemia que, a fecha de 16 de febrero, suma más de 103.000 casos oficiales y cerca de 1.800 muertes