El viernes de Afua: crónica de un salvamento ‘in extremis’
La desesperación se apodera de 44 hombres. Y de Afua. Su precario bote de goma gris se debate entre las olas, en la ruta migratoria más peligrosa del mundo. Es tarde de viernes en el Mediterráneo central; es el tercer día a la deriva y el bote puede hundirse, no tienen agua, comida ni salvavidas
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Laura, rescatista de la ONG española Open Arms, lleva largos minutos sentada en la proa, obsesionada con un puntito blanco en el horizonte interminable del mar. Ajusta el foco de los binoculares, pero no alcanza a definir si es un reflejo del sol invernal, las olas, un espejismo o vidas en peligro.
Mientras el resto de la tripulación se concentra en descifrar refracciones, el capitán Savaas intenta decodificar señales y busca pistas sobre posibles naufragios entre ondas dispersas de radio. Savaas lleva cuatro años capitaneando el barco y conoce la zona, los flujos, las rutas y dinámicas como si fuera su barrio natal; su intuición le dice que es —en efecto— un naufragio.
El Astral — velero de salvamento y vigilancia— zarpó el 1 de febrero del puerto de Badalona (Barcelona), en España, en su misión 81 con una tripulación de 9 personas. Desde 2015, tanto el Astral como el Open Arms —buque insignia— han recorrido 100.000 millas (algo más de 160.934) y han rescatado a más de 61.000 personas.
Xabi y Gaiskane preparan la lancha rápida a estribor del Astral, colocan una bolsa con 50 chalecos salvavidas; Fátima y Laura se ponen los trajes de neopreno, sus aletas, cascos y mascarillas, mientras Òscar Camps, el fundador de la ONG Open Arms, enciende el motor fuera de borda y Saioa, la enfermera, alista material sanitario.
Pocos minutos después, aquel puntito indescifrable se transforma en una realidad lamentable: 45 personas hacinadas en un bote frágil de goma. El agua llega a las rodillas de quienes van en los laterales; los que permanecen en el centro, la tienen hasta la cintura.
Un joven de Guinea —americana negra de pana cinco tallas más grande; cámara de motocicleta de estola— alcanza a explicar que el motor lleva dos días sin funcionar.
No hay precisión respecto al punto de partida. Tal vez fue alguna de las playas de la periferia de Sabratah (Libia). Respecto del horario no caben dudas: al igual que tantos otros intentos, los éxodos clandestinos nacen de noche, en el mismo momento en que mueren los derechos. La oscuridad abre una brecha tenue para la huida, pero torna siniestro cada paso en una ruta de escape mil veces mortífera.
Falsas coordenadas
De madrugada, a pie de playa, los traficantes les indicaron el rumbo con gestos: apuntaron hacia llamas escupidas por plantas petroleras a unas 20 millas (32,18 kilómetros), aún en aguas territoriales libias.
Las estructuras luminosas en medio del mar son falsas coordenadas que los traficantes sugieren como la avanzada de Europa. Pero tan solo es la primera etapa, y allí comienzan los peligros más serios: milicias que cobran peaje a cambio de no secuestrar o pinchar el bote; tránsito nocturno y amenazador de buques pesqueros sin radar; vuelos de Frontex, la agencia europea encargada de identificar embarcaciones y dar las coordenadas a guardias costeros libios para su intercepción.
Allí donde está el peligro, está la salvaciónJohann Christian Friedrich Hölderlin
Según Safa Msehli, portavoz de la Organización Mundial para las Migraciones (OIM), en las últimas semanas cerca de 2.000 personas han sido interceptadas en el mar por las autoridades costeras, y devueltas a Libia. Desde el puente del Astral Camps dice: “Eso son devoluciones en caliente”. Una violación fragante de Derechos Humanos, ejecutada con la bendición y financiamiento de Europa, que considera a Trípoli un puerto más, un puerto seguro. Y Trípoli es, no obstante, la capital de un país que arrastra una guerra intestina desde la caída del régimen de Muhamar Gadafi.
El motor del bote se paró al atravesar las plantas petroleras. Las mareas y los vientos hicieron el resto. Sortearon la Guardia Costera Libia y esperaron que las mismas fuerzas intangibles no los devolviera, ni los condenara. Pero pasaron tres días a la deriva y la desesperación se apoderó de ellos. Ellos eran 44 hombres de Guinea, Gambia y Costa de Marfil.
Y Afua.
La sombra de la muerte inundó el bote con la misma insistencia que el agua, hasta que a media tarde del viernes apareció a lo lejos un punto ambiguo: podía ser el final o un rescate.
Renacidos
Laura se pone de pie en la proa y saluda. La tripulación levanta los brazos al grito de “Boza”, “Boza”, la palabra que derrumba los muros en Ceuta, Melilla, y atraviesa esta frontera marina mortal. “¡Sit down and calm down, please!” (¡Siéntense, calma por favor!), pide Laura y pregunta por la cantidad de personas, estado de salud y si hay mujeres y niños. Luego, junto con Camps y Fátima, suministra chalecos salvavidas, mascarillas, agua y comida.
Savaas, desde el Astral, establece contacto con el Centro de Control para informar las coordenadas del naufragio y facilitar la llegada de la Guardia Costera Italiana. El Astral —en misión de monitoreo— no está habilitado a subir personas, salvo casos de necesidad extrema como un hundimiento.
El sol baja y, sin certezas de la llegada de la Guardia Costera Italiana, se reparten mantas térmicas. La custodia del precario bote permanecerá el tiempo que sea necesario.
Afua salió de Costa de Marfil con la ilusión de un proyecto migratorio que le permitiera una vida digna, un futuro. Su relato se reduce a la enumeración de la cartografía subsahariana: desde Abiyán a Togo, luego Benín. Dice Ghana, Nigeria, Níger, el cruce del desierto y Libia. Alcanza a nombrarlos mientras bebe agua y le da un mordisco a una barrita energética que comparte con Ali, el circunstancial pasajero contiguo.
Es todo lo que evoca de la ruta; el resto es silencio resguardado por la manta térmica.
Se estima que 20.000 personas han muerto ahogadas en el Mediterráneo desde el año 2014 tras intentar llegar a un lugar seguro donde continuar sus vidas. 20.000 vidas que se perdieron sin que Europa brindara protección, más bien al contrario.
“No queremos que vuelva a pasar —sostienen desde la organización sin fines de lucro—. Trabajamos para ser los ojos y la voz que denuncian lo que está pasando. Nuestra misión principal es proteger en el mar a aquellas personas que intentan llegar a Europa huyendo de conflictos bélicos, persecución o pobreza; y también informar y formar en tierra para conseguir que las personas que migran puedan tomar sus decisiones con total libertad y conocimiento”.
Anochece cuando el barco de rescate de la Guardia Costera Italiana asoma entre las olas. Sus tripulantes, enfundados en Equipos de Protección Personal, realizan la maniobra de traspaso de las personas del bote de goma hacia el barco ante la custodia celosa de Camps, Laura y Fátima. Una vez todos arriba, navegan rumbo hacia Lampedusa mientras la tripulación del Astral se reagrupa, limpia los chalecos, recarga gasolina de la lancha de rescate y se prepara para seguir asistiendo a las personas migrantes y refugiadas en riesgo en el Mediterráneo Central.
Desde la proa del barco de bandera italiana saludan a los rescatistas de Open Arms. Afua levanta sus brazos agradecidos. En lengua akan, su nombre significa “nacida un viernes”.
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