Un día en la vida
Tres científicos sostienen que acciones modestas pueden lograr un estado de bienestar que no tiene mucho que envidiar a las intervenciones psicológicas más ambiciosas


Te levantas, echas un vistazo al periódico y, oh boy, te dan ganas de volverte a la cama. Perdón por lo de oh boy; no es más que un homenaje a John Lennon por la misma canción de la que he robado el título de esta columna, A day in the life, que empieza I read the news today, oh boy… (“He leído una noticia, madre mía…“) y narra a continuación un suceso horrible, o varios. Mientras escribo esto, el periódico me informa de que Estados Unidos ha atacado al Estado Islámico en Nigeria; Donald Trump pone su nombre a buques de guerra, centros de arte y salones de baile; 11 carreteras están cortadas por el temporal; corrupción, polarización, ultraderechismo, desigualdad, vivienda imposible y oh boy.
Los periodistas somos famosos por el refrán No news, good news, si no hay noticias, son buenas noticias, que refleja el hecho evidente de que las noticias son malas por definición. Que un charcutero te venda mortadela en buen estado no hace un titular ni en la gaceta universitaria. Si el charcutero quiere salir en las noticias, lo mejor que puede hacer es intoxicar a 20 familias. Como lectores, nos podemos quejar de que eso imprime un sesgo a nuestra percepción del mundo, pero lo cierto es que la razón de ser de un periódico no es celebrar lo que va bien, sino denunciar lo que está mal.
Yo solía decir, de forma manifiestamente interesada, que las únicas buenas noticias que contiene un periódico son las noticias científicas, puesto que saber algo siempre es mejor que no saberlo. Un oscurantista puede considerar malas noticias que la Tierra sea redonda, o que no esté en el centro del universo, o que hayamos evolucionado a partir del mono, pero las personas curiosas e ilustradas acogerán esos hechos con entusiasmo, porque les permiten entender el mundo. Son buenas noticias, y sin embargo son noticias, no como la del charcutero virtuoso. El entendimiento es la fuerza que nos guía hacia el progreso como especie.
Dicho todo lo cual, el presidente Trump ha conseguido este año que incluso las noticias científicas sean genuinamente malas. No es solo su política de recortes miopes y despidos ciegos —de eso también sabemos mucho a este lado del Atlántico—, sino su ataque frontal a los mismos fundamentos de la ciencia, a su racionalidad y su espíritu crítico, a su colaboración internacional y su vocación de servicio a la población humana.
Pero yo quería escribir una columna optimista y no me está saliendo. Llámalo deformación profesional. Lo que pretendía, en realidad, es hablarte de los microactos, un concepto desarrollado por el psicólogo Darwin Guevarra, de la Universidad de Miami en Ohio; el informático biomédico Xuhai Xu, de la Universidad de Columbia en Nueva York, y la neurocientífica Emiliana Simon-Thomas, de la Universidad de California en Berkeley. Estos autores sostienen que una serie de acciones modestas, que consumen muy poco tiempo y salen gratis total, pueden lograr un estado de bienestar y de actitud prosocial que no tiene mucho que envidiar a las intervenciones psicológicas más ambiciosas y exigentes, del tipo de tirarse 12 semanas haciendo meditación y otras murgas que, al final, muy poca gente se puede permitir.
Se refieren a cosas como darle las gracias a un colega, aunque sea mediante un miserable, superficial y bisilábico whatsapp, admirarse por la inmensidad del cielo nocturno, ser amable (con el charcutero, por ejemplo), reflexionar cinco minutos sobre un valor en el que creas, mirar una experiencia difícil desde un ángulo más tratable que otras veces o alegrarte de las alegrías ajenas. Presentan sus ideas en Scientific American y han montado un recurso gratuito en línea que se llama Big Joy Project. Yo soy un escéptico correoso, pero quizá pruebe algo de esto, oh boy.
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