Esquivar la tarea
Tenemos un destino pero lo podemos eludir


En el judaísmo hay una palabra: beshert. No es hebrea sino yidis, la lengua medieval de las comunidades askenazíes centroeuropeas. Eso quiere decir que no sale en la Torá ni en el resto de textos sagrados. No es un concepto halájico y no tiene estatus de mandato divino ni de concepto legal. Me parece interesante porque significa “lo que está destinado desde lo Alto; aquello que debía suceder”. Esta paradoja me ha dado bastante que pensar.
En un principio, el beshert se manifiesta como un vínculo espiritual entre dos personas. El Talmud dice: “Cuarenta días antes de que una persona sea concebida, una voz celestial proclama: la hija de X será para el hijo de Y”. No se refiere a un matrimonio concertado entre familias sino a una relación preverbal, anterior al mundo, que al completarse sirve para reparar algo que está roto, no solo en las almas que existen separadas sino también en el mundo. La Cábala habla de la tarea de recuperar fragmentos de luz divina que quedaron atrapados en la materia en el origen del mundo, y que tienen que ver con lo verdadero, la belleza y la bondad. Ellos lo llaman completar el tikún. El vínculo es el vehículo de esa reparación.
El beshert no se busca o se programa. Es algo que viene a tu encuentro, tanto si quieres como si no. Cuando uno se encuentra con su persona-destino, su zivug bashert, la conexión se revela inmediatamente en forma de intuición interna, afinidad profunda, sincronía cuántica, y la experiencia de ser visto en su máxima intensidad. Los beshert comparten una afinidad ontológica; hay un lenguaje común que ninguno ha aprendido de antemano. Una trama de coincidencias imposibles conspiran a su favor.
Los vínculos beshert no implican necesariamente una atracción romántica, pero son siempre una oportunidad de rectificación del alma, un espejo que nos devuelve los aspectos abandonados y desterrados del propio yo. El encuentro no siempre es fácil. Nuestra persona-destino es un catalizador que no solo nos devuelve la certeza de nuestra esencia auténtica, sino también nuestra sombra. Nos arranca la máscara y destapa los miedos, traumas e inseguridades que deben ser vencidos para poder vivir con integridad. Nada de esto es nuevo para una europea bautizada que cree en Emerson y Spinoza y no sabe mucho de Isaías, Jeremías y Ezequiel. Casi todas las tradiciones espirituales o filosóficas observan la existencia de almas predestinadas, medias naranjas, karma compartido o partículas entrelazadas por una fuerza o inteligencia anterior a nosotros. Lo interesante del beshert judío es su relación con el libre albedrío. Tenemos un destino pero lo podemos esquivar.
En la tragedia griega, el destino es inevitable incluso cuando se conoce de antemano. La profecía no altera el resultado: Edipo se casará con su madre, y Troya será destruida por amor. En el Qadar del Islam, todo lo que ocurre está ya escrito en la Tabla Guardada. Tanto las relaciones como los logros y los fracasos son consideradas parte del plan divino. En el Dharma indio, antes o después el karma coloca todo en su lugar. En la tradición mística judía, aquel que se encuentra a su beshert tiene la oportunidad pero también la responsabilidad de elegirlo, y se reserva el derecho a dejarlo pasar. Cuando lo hace, ya sea por cobardía, oportunismo o simple estupidez, el tikún queda roto y la oportunidad de reparación se pierde, pero la tarea no. El vínculo no tiene sustituto, pero la tarea reaparece una y otra vez por las malas, hasta que cumple su función.
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