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Tribuna
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Profetas

Lo que, quizás, más sorprende de estos personajes es su perfecta y atinada visión política. Ellos eran quienes solían tener razón frente a reyes y sacerdotes. Mientras que éstos se empecinaban en ruinosos pactos con Egipto, que terminaban siempre en catástrofes, los grandes profetas, especialmente el primer Isaías y Jeremías, aconsejaban vivamente la alianza con la otra gran potencia hegemónica, Asiria o Babilonia. Jeremías, por esto, fue considerado injustamente en su tiempo, y con intermitencia en la posterioridad, incluso en la más reciente exégesis bíblica, como un posible espía babilónico. De haberse seguido los consejos de Jeremías no hubiera habido, probablemente, deportación, exilio ni destrucción del templo de Jerusalén.En razón de que los juicios de los profetas no solían coincidir con la opinión pública del momento, modelada por reyes y sacerdotes, o por los sabios convencionales, eran particularmente odiados y se tendía a acosarles y perseguirles. Jeremías ha dejado vivos testimonios de este acoso; del modo cómo pudo, a duras penas, salvar la vida. Circuló la leyenda, probablemente falsa, de que Isaías había sido aserrado por orden del impío rey Manasés. De hecho, la idea de que el pueblo judío tendió a perseguir y asesinar a sus profetas se transmite hasta tiempos tardíos, de lo que dan testimonio los Evangelios sinópticos.

Durante varios siglos hubo rigurosa transmisión profética: a los grandes profetas de la monarquía en el ocaso, Amós, Oseas, el primer Isaías, sucedió el profeta trágico del periodo de la catástrofe, de cuando Dios rompió la alianza con su pueblo: Jeremías: y a éste sucedió él profeta del exilio, Ezequiel, con sus grandiosas y barrocas visiones del trono de Dios rodeado de figuras arcangélicas y extrañas ruedas de fuego; y con su increíble capacidad por enunciar su sabiduría oracular en complejas pantomimas corporales.

Y a Ezequiel sucedió el más, grandioso en sus visiones e invenciones: el profeta radiante del nuevo éxodo, para quien el Ungido, el Cristo, verdadero enviado de Dios era, ni más ni menos, Ciro el Grande, el destructor de Babilonia y, emancipador de Jerusalén. Me refiero al DeuteroIsaías. En él aparece la más sorprendente y genial figura mesiánica, la del "siervo de Yaveh", una especie de anti-Mesías convertido en chivo expiatorio (Max Weber le llama "Mesías paria"). Por fin, a este misterioso personaje, al Deutero-lsaías, siguió el séquito principal de los llamados profetas menores; y finalmente los profetas apocalípticos, bajo la común denominación de Daniel ya en plena época helenística. Luego, de pronto, Israel padeció una situación particularmente terrible: tomó conciencia de que la transmisión profética se había, interrumpido. Durante los, dos últimos siglos anteriores a nuestra era se vivió esa particular experiencia de travesía del desierto. Dios no había suscitado ya ningún enviado portador del mensaje profético. La palabra de Dios había desaparecido del horizonte, iniciando el tiempo de la gran ocultación.

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El profeta era, desde luego, un inconformista; formaba una compleja relación con el monarca y con la casta sacerdotal: entre los tres (profeta, rey, sacerdote) se disputaban el favor del pueblo, pero andaban por lo general peleados entre sí. El poder fáctico, encarnado en el monarca (independiente o vicario, según el momento de la historia de israelitas o judíos), solía avenirse bien con la clase sacerdotal, que tendía a aceptar y a legitimar las acciones reales. El poder profético actuaba por libre, de manera incontrolada, lo cual solía incomodar radicalmente a los otros vértices de ese triángulo del poder.

Como palabra de Dios transmitía el profeta su personal visión relativa a la situación del "pueblo de Dios". Su peculiar comunicación "directa" con Dios, sus aptitudes visionarias, su capacidad de sentirse insuflado por la "tormenta" divina (el espíritu, ruah en hebreo, con la significación de "viento tormentoso"), todo ello acreditaba al profeta en su independencia y autonomía en relación a las servidumbres del poder fáctico.

Pero lo interesante del caso es que casi siempre acertaba en sus juicios políticos, al tiempo que reyes y sacerdotes, más sometidos a las servidumbres de sus cargos, más determinados por intereses particulares, erraban una y otra vez. Otra hubiera sido la historia política de Israel de haberse seguido sus "oráculos" proféticos. Por fortuna nos dejaron, ellos o sus discípulos y escuelas, sus impresionantes escritos, los que componen; quizás, uno de los más grandes monumentos de la escritura y del pensamiento de la humanidad.

En el alma de todo pensador resuena siempre algo del antiguo espíritu profético. Depende de su capacidad de ser digió de su tarea y vocación. A menos que haya perdido el espíritu de profecía (como el marinero que perdió la gracia del mar). Esa pérdida suele ser compensada por una adquisición correlativa: la del espíritu sacerdotal, con sus renuncias permanentes a opiniones propias y personales. Ese espíritu sacerdotal es el que encarna la triste figura del intelectual, escritor, pensador o artista convertido en un epítome del poder político o económico del momento, que le inviste, en contrapartida, de la ambigua aureola de toda suerte de honores y prebendas. Sería lamentable que el espíritu. de la profecía dejase de pronto de existir en nuestras sociedades, incluso en aquellas que poseen una fachada democrática. O que ese espíritu se inhibiera del escenario, público, iniciando una particular travesía del desierto acorde a un tiempo de ocultación.

De hecho a los poderes políticos y económicos les interesa poseer una casta sacerdotal domesticada que. legitime sus intenciones y proyectos; les incomoda, en. cambio, toda inteligencia crítica, que va por libre. Por eso mismo porfían por dificultar el libre despliegue de una palabra independiente de criterios y con cierta capacidad por contradecir los dictados de la sabiduría convencional. De hecho políticos, sacerdotes y profetas componen, desde muy antiguo, un peculiar triángulo del poder que se disputa el favor y la aquiescencia de la opinión pública del momento. Importa, por esta razón, traer a la, memoria de vez en cuando el arquetipo de estas figuras, y en particular el modelo originario de la, egregia figura del profeta, tal como se fue mostrando en las tradiciones históricas del mundo judío y en la transmisión de las mismas a través del excepcional, documento bíblico.

Eugenio Trias es filósofo.

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