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Columna
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Necesitamos más filósofos

El ser humano es a la vez el más listo y el más tonto de los animales que pueblan la Tierra

Yo, señor, fui un científico, y a los de ese gremio se nos supone una aversión natural a la filosofía. No es mi caso. Yo no querría vivir en un mundo sin filósofos, porque creo que andaríamos todos más desorientados que un burro en un garaje. Es verdad que Aristóteles me cae gordo: su ocurrencia de que el mundo no podía estar hecho de átomos ya que se caerían todos al suelo confundió a los estudiosos durante dos milenios, como también lo hizo su manía de que las cosas pesadas caían más rápido que las ligeras. Por cierto, que le habría bastado tirar una piedra grande y otra pequeña desde un precipicio para ver que estaba equivocado.

Galileo tuvo que refutar esas ideas 18 siglos después, ante el escepticismo general y con no poco riesgo para su integridad física. Pero también es verdad que el estagirita –ya sé que eso suena como “el de Manacor” para referirse a Rafa Nadal— fue el primer experimentalista. Por ejemplo, cascó huevos de gallina a distintos tiempos y observó que el embrión de pollo desarrollaba muy pronto un corazón que latía. Eso hace aún más incomprensible que no se subiera a un barranco a comprobar el tema de las dos piedras, pero hijo, hay que admitir que cascar un huevo es más fácil que subir una cuesta.

Siempre me interesó más Platón, su maestro en la Academia de Atenas. Los sólidos platónicos me llenan de asombro, con su simplicidad fructífera, su geometría necesaria y sus propiedades emergentes. Ya sabes que son el tetraedro, el cubo, el octaedro, el dodecaedro y el icosaedro, y no busques otro, porque los matemáticos han demostrado de varias formas que no puede haber más. Quizá no sepas, sin embargo, que muestran afinidades selectivas: el tetraedro es en el fondo la misma forma que el cubo, y el dodecaedro es la misma que el icosaedro. Una profesora de matemáticas con una gran pericia para la papiroflexia me mostró hace años esas dualidades con sus figuritas de papel y me dejó absorto como si el tiempo se hubiera detenido.

También lo que solemos llamar ideas platónicas revelan una verdad profunda sobre la mente: que hay conceptos innatos, y que sin ellos no podríamos entender nada. Los más importantes son, por cierto, de tipo geométrico, como la distancia más corta entre dos puntos y ese tipo de cosas que nadie necesita aprender. Somos seres visuales, y llevamos estos sesgos cognitivos grabados de nacimiento en nuestros circuitos. La tábula rasa no existe, y la psicología conductista es errónea. Platón tenía más razón que Skinner. Esto es bien curioso, ¿no te parece?

Pero mi favorito es Kant, naturalmente. Dijo que toda la filosofía cabe en cuatro preguntas: ¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me cabe esperar? ¿Qué es el ser humano? Y este parece un buen momento histórico para repasarlas. La primera se nos ha complicado de manera monstruosa y paradójica. Nunca hemos sabido tanto como ahora, nunca el conocimiento ha estado tan al alcance de tanta gente, nunca hemos tenido más medios para debatirlo, comprobarlo, profundizarlo y, sin embargo, hay miles de millones de seres humanos, seguramente la mayoría de la especie, que han elegido ignorarlo para caer en brazos de la mentira, la superstición y el veneno ideológico.

En estas condiciones es imposible responder con sensatez a la segunda pregunta, ¿qué debo hacer?, y a la tercera, ¿qué me cabe esperar? Incluso se puede argüir que más vale no responderlas, porque con tal empanada mental las consecuencias de cualquier acción y de cualquier esperanza serían probablemente calamitosas. Sí podemos responder a la cuarta: el ser humano es a la vez el más listo y el más tonto de los animales que pueblan la Tierra. Así que necesitamos más filósofos. Este es mi regalo de Navidad.

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