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COLUMNA
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De ‘La escopeta nacional’ a los Koldos

La corrupción es uno de los residuos más viscosos del franquismo en nuestra sociedad

Fernando Vallespín

Para quienes llevamos ya varias décadas ocupándonos de política nacional, hay pocos temas que nos resulten más familiares que los escándalos de corrupción. Todos acaban teniendo un aire de déjà-vu, como si fuera una piedra en la que una y otra vez volvemos a tropezar. Se dirá que es la condición humana, el homo corruptibilis como rasgo ineluctable de nuestra especie y, por tanto, la práctica imposibilidad de poder emanciparnos de ella. Resulta, sin embargo, y esto ha vuelto a salir en el caso Cerdán/Ábalos/Koldo, que la mayoría de ellos resultan ser producto de adjudicaciones de obras públicas amañadas y tráfico de influencias. En principio no debería de ser tan difícil blindarnos ante su proliferación tomándose las cautelas necesarias, como se ha hecho también en otros supuestos. Hoy, la exigencia de transparencia para la inmensa mayoría de las operaciones en las que está implicada alguna administración pública, hace que sea casi imposible que los pillos recurran a estas prácticas.

Siempre que vuelve a suscitarse el tema, y ante la mayor eficacia a la hora de detectar la venalidad política, es, pues, inevitable hacerse la pregunta sobre por qué sigue tan presente en nuestro sistema democrático. La razón es bien simple, porque sus actores se sienten impunes, protegidos, porque los campos de sombra en el control de estas prácticas les ofrecen garantías suficientes. Y, quizá, porque, aunque sea contradictorio, a menos que haya una evidencia abrumadora, siempre pueden contar con el respaldo ―provisional―, claro de su partido. Así, el agujero que hacen a las siempre hiperbólicas declaraciones de ética política con las que gustan adornarse es inmenso.

Traigo esto a colación, porque en estos momentos de rememoración del franquismo hay un tema que apenas ha asomado en el debate, al tratarse de un régimen en el que proliferó la corrupción. No será porque no haya sido estudiado. Ahí están los trabajos de Ángel Viñas, Paul Preston o Santos Juliá y Juan Pablo Fusi entre muchos otros que desvelaron la gruesa trama de clientelismos y casos de enriquecimiento ilícito, sin tener que fijarse solo en escándalos más conspicuos como el de Matesa. Como en toda dictadura, la ausencia de mecanismos fiscalizadores y de prensa libre favorecieron una venalidad en muchos casos cutre y pintoresca, como esa tan bien reflejada en la película La escopeta nacional, de Berlanga; o la ya más seria y estructural, como la asociada al urbanismo, a la que debemos entre otras cosas la fealdad arquitectónica de nuestras ciudades y de la línea de costa.

Lo que sí duele es que muchas de estas prácticas se trasladaran al periodo de la Transición. Probablemente sea su aspecto más oscuro, ya que ahí contribuyó, como en su día estudiara Javier Pradera, a ser uno de los medios de financiación de los partidos. Las inercias del franquismo persisten en la época posterior y, como bien sabemos, extienden sus tentáculos hasta nuestros días, quedando la corrupción como uno de sus residuos más viscosos. Un Berlanga podría reciclar su vieja película teniendo ahora a Koldo y CIA como protagonistas. Aunque ya no haría ninguna gracia. Cuando se estrenó La escopeta nacional, en 1978, todos reímos a pierna suelta porque imaginábamos que era una sátira de un pasado que habíamos abandonado. Luego aparecieron los roldanes y una multiplicidad de escándalos hasta acabar en este enredo de putas y comisiones.

Desde luego, hay una gran diferencia entre corrupción estructural y la aparición de casos puntuales. Pero si nos preocupa que el franquismo pueda seguir cobrando alguna legitimidad debemos exorcizar por todos los medios posibles que quepa decir eso del “y tú más”, aplicado ahora al contraste entre sistemas políticos. Tolerancia cero.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
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