La gira de Trump por Asia: una tregua en la guerra por los minerales críticos
La visita fue diseñada para sondear lealtades tras marcar terreno con los aranceles y, al mismo tiempo, rebajar la tensión en la disputa comercial con China


Recién aterrizado en Kuala Lumpur, el pasado 26 de octubre, Donald Trump fue recibido por el primer ministro malasio, Anwar Ibrahim, quien, rompiendo con el protocolo de seguridad, se coló discretamente en el coche del mandatario estadounidense para poder hablar a solas durante el trayecto hacia la residencia oficial. Un gesto que, al igual que el que tuvo con Vladímir Putin en Alaska, remite a la atmósfera cargada de sospecha que presidió la Guerra Fría.
El viaje por Malasia, Japón y Corea del Sur ha sido el de mayor calado económico emprendido por Trump desde que volvió a la Casa Blanca. Una tournée orientada a sondear lealtades (después de haber marcado terreno con la impronta arancelaria) y rebajar la tensión creciente en la agria disputa comercial con China. Un conflicto que ha derivado en una volátil escalada, donde el proteico Trump y el hermético Xi Jinping han intercambiado vetos, concesiones y mensajes ambiguos.
Trump regresó a casa con lo que no ha dudado en presentar como una cosecha de éxitos. Una vez más, ha puesto de manifiesto su habilidad para “hacer caja” a escala internacional y multimillonaria. Corea del Sur ha cerrado, entre otras transacciones, la compra de más de cien aviones Boeing para Korean Air. Japón, que en septiembre aceptó invertir 550.000 millones de dólares en Estados Unidos, se comprometió comprar soja, gas natural licuado, y una flota de camiones Ford que recorrerán las calles de Tokio. Que las carrocerías norteamericanas entren en el país de los Toyota, Honda, Nissan, Mitsubishi y Subaru, va más allá de un acuerdo comercial, supone poner una pica en Flandes.
Vietnam acordó dar acceso preferencial a productos industriales y agrícolas norteamericanos sin ver reducida su cuota arancelaria de un 20%, aunque sí se eliminarán ciertos impuestos específicos aún por decidir. Por su parte, Malasia, Tailandia y Camboya han suscrito un acuerdo conjunto para la extracción y procesamiento de minerales críticos. También lo hicieron Tailandia y Camboya.
El momento culminante de la gira, sin embargo, tuvo lugar en Busan (Corea del Sur), donde se reunieron Trump y Xi. Ambas partes anunciaron un entendimiento: China acordó retomar la compra de soja, limitar la salida de componentes del fentanilo —la droga que causa estragos en Estados Unidos— y suspender, por un año, las restricciones a la exportación de minerales y componentes magnéticos raros impuestas el pasado octubre. A cambio, Washington no aplicará los aranceles del 100% que debían entrar en vigor el 1 de noviembre y reducirá un 10% los ya existentes. Como añadido simbólico, Trump ofició de mediador en el acuerdo de reconciliación entre Camboya y Tailandia –un gesto que podría añadir puntos a su esperada candidatura al Nobel de la Paz— si bien el pacto corre el riesgo de convertirse en papel mojado, dado que faltan por definir puntos clave, como la delimitación fronteriza sobre los mapas.
Del lado de Pekín, el mayor logro ha sido confirmar, con los hechos, el éxito de una estrategia labrada con paciencia. En los últimos quince años, China se ha estado preparado de forma sistemática para este momento: ha recopilado datos estratégicos, asegurado el control de materias primas clave y consolidado posiciones en sectores vitales. Uno de sus movimientos más sustanciales ha sido garantizar el monopolio sobre la extracción y procesamiento de tierras raras, fundamentales para las industrias tecnológicas más avanzadas. En este ámbito, China posee hoy la llave maestra de la cadena de suministro global. A lo largo de este proceso, ha generado dependencias económicas cruciales y ha sabido recoger las mejores cartas del juego geoeconómico. En octubre, reveló uno de sus ases al ampliar los controles a la exportación.
Este avance se ha forjado aprovechando los vacíos que de modo inexplicable han dejado otras potencias en la formación de redes de suministro. Estados Unidos centró su apuesta en la superioridad tecnológica: innovación, ciencia de vanguardia, investigación, desarrollo y semiconductores de última generación. Sin embargo, en esta apuesta por lo intangible, cometió el fallo de descuidar el aspecto material que lo sustenta: los componentes necesarios para fabricar la tecnología. Esta laguna en la planificación y provisión de recursos ha resultado ser un error monumental. En consecuencia, el mundo se encuentra hoy ante una globalización bicéfala: por un lado, la primera potencia mundial domina el diseño y la fabricación de chips avanzados; por el otro, la segunda economía más grande posee los recursos materiales indispensables para producirlos. La interdependencia global, hasta hace poco celebraba como garantía de estabilidad, se ha transformado ahora en arma arrojadiza. Asistimos a un despiece parcial de la globalización, una pugna por el control de los procesos productivos, con los minerales y magnetos como munición de base.
Por ello, el Gobierno de Estados Unidos está respondiendo con miles de millones de dólares en inversiones para alentar esta industria y construir cadenas de suministro desvinculadas de China. En este esfuerzo, la colaboración con aliados y socios es indispensable. En el Indo-Pacífico, Australia y Malasia (país que alberga una de las pocas plantas de procesamiento fuera del territorio chino y aporta el 13 % de la demanda global) son actores clave. Pero los nuevos circuitos precisan algo más que capital y que el poder impositivo de la amenaza, necesitan confianza y relaciones sólidas entre socios con intereses comunes. Requieren, también, soft power. Lo contrario al espíritu de Donald Trump.
Cuando Trump comenzó la guerra comercial, asumió que la ventaja de fondo de Estados Unidos le permitiría arrinconar a Pekín, como lo ha hecho con la Unión Europea. En septiembre, activó la poderosa Foreign Direct Product Rule, que limitaba el acceso a la última tecnología. La respuesta china no se hizo esperar, y al mes siguiente sacó oportunamente sus propios controles a la exportación de tierras raras, algo en lo que llevaba trabajando meses, replicando casi al pie de la letra la legislación estadounidense. Xi Jinping no solo resistió, sino que mostró su propia capacidad de presión. Y si bien las decisiones de Trump han revelado el enorme poder impositivo de Estados Unidos, el tour de force con China no solo no ha funcionado, sino que se ha vuelto en contra de sus intereses, lo que ha forzado a Washington a replegarse y replantear su enfoque.
Todavía falta por dilucidar qué visión tiene Trump sobre Asia. ¿Considera que la contención norteamericana de China en la región lastra el proyecto MAGA, o que, por el contrario, lo refuerza? Sus palabras señalan continuidad en el interés por el Indo-Pacífico. En Japón habló de llevar la alianza bilateral a una “nueva edad dorada” y en la apertura en la Cumbre ASEAN-EE UU declaró: “Estados Unidos estará con ustedes al cien por cien y tiene la intención de ser un socio y amigo sólido durante muchas generaciones por venir”. Por el momento, la tregua con China permitirá a las partes ganar tiempo y espacio para reducir la dependencia mutua en cuestiones críticas. Xi Jinping ha demostrado que tiene capacidad de presión y está dispuesto a utilizarla sin dejarse intimidar. Por otra parte, el proceder disruptivo de Trump no proporciona garantías de estabilidad. No hay más que recordar los vaivenes de este año, o el hecho de que minutos antes del encuentro con Xi sugiriese en su red social, Truth, que Estados Unidos retomará las pruebas de armas nucleares para contrarrestar las recientes de Rusia y China. Un nuevo eco de la Guerra Fría.
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