Reconocer el daño causado
Empezar a asumir los abusos cometidos durante la Conquista de América es un acto de madurez por parte de España


Al reconocer la injusticia y el dolor causados a los pueblos originarios mexicanos, España ha dado un paso de trascendencia diplomática y simbólica que rompe con años de silencio. La afirmación del ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares, durante la inauguración en Madrid de la exposición La mitad del mundo. La mujer en el México indígena, ha sido saludada por la presidenta Claudia Sheinbaum como “un primer paso”. Y lo es: una señal de madurez en un vínculo que ha estado marcado por la incomodidad los últimos años, pero que empieza a mirar el pasado con serenidad y sin miedo.
España no ha pedido aún perdón formal por los abusos cometidos durante la Conquista, como solicitó el expresidente Andrés Manuel López Obrador y ahora reitera Sheinbaum, pero el valor del reconocimiento explícito de los agravios es incuestionable. Es un acto que rompe con años de cautela respecto de la herencia colonial y envía una señal de buena voluntad: la historia compartida entre España y México no solo puede celebrarse en sus evocaciones de amistad, sino que debe también examinarse en sus claroscuros. Solo así podrá consolidarse una relación madura, capaz de asumir tanto el orgullo como la responsabilidad de un pasado común. El desafío, ahora, es convertir ese reconocimiento en política sostenida. España puede hacer de esta nueva etapa una oportunidad para redefinir su papel en América Latina, alejándose del paternalismo que durante décadas marcaron la relación. Mirar de frente el legado colonial no debilita a España: la engrandece.
Para México, el gesto llega en un momento propicio. El Gobierno de Sheinbaum, menos confrontativo que el de López Obrador, puede aprovecharlo para reconstruir una relación que estuvo innecesariamente congelada. “Enhorabuena por este primer paso”, dijo la presidenta, consciente de que aún queda camino por recorrer. Pero su reacción serena y positiva abre la posibilidad de retomar un diálogo basado en la confianza y no en la exigencia. México puede y debe liderar un relato más amplio sobre su diversidad originaria, sobre cómo la identidad nacional se construye no desde la herida, sino desde el reconocimiento de esa pluralidad como fuerza viva.
Ambos países tienen la ocasión de transformar un desencuentro histórico en un proyecto común. España debe perseverar sin excesiva demora en la senda de la autocrítica y la cooperación; México, en la de la integración y el diálogo. La relación entre las dos orillas del Atlántico tiene demasiado pasado como para quedar atrapada en él, y demasiado futuro como para desaprovecharlo. No bastan las palabras. Hacer del reconocimiento una práctica sostenida es lo que puede convertir este momento en una nueva etapa. Lo que hoy comenzó con una frase puede devenir, si hay coherencia, en una política de Estado.
España ha demostrado que puede mirar su historia sin complacencia y hablar con respeto y con empatía hacia los heridos por ella. México, por su parte, ha respondido con altura, tendiendo la mano. Si ambos gobiernos mantienen ese espíritu, podrán construir una amistad adulta, basada en la memoria compartida y el respeto mutuo. En un mundo dominado por la desmemoria y el ruido, este reconocimiento no es un gesto menor: es una lección política. España y México, unidas por una historia que aún duele, pueden también demostrar que de las sombras del pasado nace la posibilidad de una alianza luminosa. Mirar el dolor y convertirlo en diálogo es el acto más civilizado al que puede aspirar una democracia.
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