Los rostros de la tragedia
Las fotografías de quienes perdieron la vida durante la dana permiten acercarse al desgarro que produce su ausencia


El domingo se publicaron en este periódico las fotografías de algunas de las personas que fallecieron en Valencia hace un año tras el devastador paso de la dana. Las imágenes, pequeñas, aparecían colocadas una detrás de otra en tiras sucesivas, de arriba abajo. Se publicaron en blanco y negro, tenían dimensiones muy parecidas a las que se incluyen en los documentos de identidad. Cada una era muy distinta a la siguiente, alguna incluso parecía de otra época. Casi todos miraban de frente, muchos sonreían, a otros los habían pillado en otra cosa, concentrados o sorprendidos, atentos a alguna circunstancia externa. En esos rostros se resume la tragedia entera, están ahí presentes cuando en realidad ya no están. Se los llevó la corriente, se los tragó, los arrancó de la vida para empujarlos a otra parte. El dolor, la rabia, la tristeza: esas fotos, minúsculas y mudas, están cargadas de muchas de las emociones que sigue produciendo aquella brutal e inclemente riada.
Ya no están. Hay un hombre serio que te observa con los ojos semicerrados y las mandíbulas apretadas. Hay quien muestra una sonrisa dulce y la mirada perdida. Una señora mayor parece pillada en mitad de una conversación, aquel tiene los aires de un padre al que está fotografiando su hijo pequeño, a este le está dando el sol de frente. Hay gestos en algunas de esas personas que revelan cómo eran: abiertas, reservadas, tímidas, expansivas, desconfiadas, temerosas, obstinadas, despistadas, alegres, serias, demasiado serias, simpáticas, coquetas. Tienen gafas, mucho pelo y poco pelo, los ojos pintados y los ojos sin pintar, hay quien lleva bigote y quien se puso collares, esta chica parece espabilada, ese muchacho luce buenos modales en su actitud, esta madre es una madre encantadora y feliz.
A lo largo de estos meses alguna vez se ha hablado sobre los álbumes de fotografías que perdieron quienes se vieron sepultados o empujados o arrastrados por el agua y el fango. Esos álbumes conservan trozos del pasado, guardan momentos, sirven para volver sobre lo vivido, ayudan a comprender de qué manera tan caótica cada uno se va convirtiendo en el que es. Una colección de imágenes: estuve en esa playa, qué bien lo pasamos en aquel concierto, fíjate qué pinta con esos disfraces, ahí todavía estaban el abuelo y la abuela, cómo me gustaba aquella camisa de cuadros, qué trasto fuiste de pequeña. Las fotografías que publicó este diario el domingo tenían ese punto, contaban circunstancias que quien las mira solo puede imaginar. Casi seguro que fueron circunstancias sin mayor trascendencia, con lo que esos frisos con su abigarramiento de fotos pequeñas y en blanco y negro lo que consiguen, paradójicamente, es celebrar la vida. Los que ya no están nos recuerdan con humildad —a través de sus sonrisas o sus severas posturas— su valor, su inmenso valor.
La vida es sueño, decía Calderón. Un soplo efímero que se va en un instante. Va a ser difícil que lo comprendan quienes perdieron el año pasado a un ser querido durante la tormenta, y mucho más cuando hubo políticos que la gestionaron de una manera tan irresponsable. El dolor se mezcla entonces con la furia y la impotencia, se vuelve más amargo. Quizá en el duelo en el que están desde hace un año, en ese largo duelo, tengan algún consuelo volviendo a esas fotografías que desde las páginas de un periódico ayudan a comprender la hondura del desgarro que produce su perdida a través de unos rostros que, al mismo tiempo, conservan la energía indómita de la vida. Descansen en paz.
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