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editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La absolución de Álvaro Uribe

Respetar la decisión de la justicia sobre el expresidente es la forma de ayudar a que se abra un ciclo de menor confrontación en Colombia

El País

La decisión del Tribunal Superior de Bogotá de absolver al expresidente Álvaro Uribe de todos los cargos por manipulación de testigos y fraude procesal, en un proceso que ha durado más de una década, debe ser recibida de forma sobria por parte de la sociedad y la política colombiana, sin regodeos victoriosos ni más desafíos. Es esencial que la sentencia sea respetada como acto de justicia, independientemente de las simpatías o las antipatías políticas que pueda suscitar Uribe. La legitimidad de las instituciones depende, en última instancia, de que sus resoluciones sean reconocidas y acatadas, aunque incomoden políticamente o alteren las correlaciones de poder. Desafiar el fallo o convertirlo en símbolo único de una polarización profunda sería un grave error para Colombia.

Uribe fue en su momento el líder indiscutible de la política colombiana y su figura ha marcado las últimas dos décadas: su popularidad, su capacidad para poner y quitar actores, y su ubicuidad pública lo convirtieron en un fenómeno cuya huella va mucho más allá de sus dos mandatos presidenciales (2002-2010). Sin embargo, también su paso dejó heridas profundas: ejecuciones extrajudiciales de falsos guerrilleros, escuchas ilegales, compra de votos y una estructura política que en muchos sentidos trascendió el mecanismo democrático.

Ahora, su absolución puede generarle un renacimiento político potente, una suerte de nueva vida que muchos habían dado por terminada. Esta no debe ser una excusa para revivir viejas rencillas, discursos de revancha ni para poner otra vez al país en una dinámica de conflicto interno permanente. Uribe aún está llamado a desescalar su retórica confrontativa, a reconocer que el coste moral, ético y político de sus años de dominio en el Ejecutivo fue alto para Colombia y a adoptar un perfil más constructivo.

En un momento en el que Colombia enfrenta desafíos globales y regionales de enorme calado, lo que más urge es estabilidad institucional. Un fallo judicial como este abre la oportunidad de virar hacia una fase de menor conflictividad y mayor consenso. Las fuerzas políticas, incluida la que lidera Uribe, deben actuar con responsabilidad.

Al Estado colombiano le conviene que este capítulo no sea otro detonante de inestabilidad, sino un punto de inflexión hacia la normalización democrática: la justicia cumplió su papel, la absolución se produjo y es hora de pasar a consolidar instituciones autónomas, a garantizar que la política se ejerza dentro de la ley y nunca al margen. Colombia merece que, tras años de turbulencia, sus líderes se comporten con mesura. La absolución de Uribe debe marcar no el retorno al viejo ciclo de confrontación, sino el inicio de una nueva etapa en la que la democracia gana prestigio, la justicia se respeta y los liderazgos se someten a las reglas del juego, y no al revés. Ese camino, aunque menos ruidoso, es el que Colombia necesita recorrer.

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